Corresposales de guerra

22 noviembre 2005

UN AÑO SIN JULIO A. PARRADO

Juegos de guerra

Algunos periodistas sueñan con cubrir la guerra. Otros se plantean el conflicto armado igual que un bombero se enfrenta a una casa en llamas: es peligroso y desagradable, pero alguien tiene que hacerlo. La mayoría de los periodistas y fotógrafos que aparecieron en febrero en los fríos barracones de hormigón de los marines en Virginia [donde el Ejército de EEUU entrenó a los periodistas empotrados] se enmarcaban en la primera categoría. Hombres y mujeres ambiciosos, muchos de ellos jóvenes, periodistas tan cegados por las oportunidades de gloria que eran incapaces de ver el peligro que les esperaba en el desierto. La guerra despuntaba en el horizonte y me sentí el único cobarde entre los que esa mañana de invierno llegaban al campo de Quantico. Ser el único ejemplar de una categoría me hizo sentir verdaderamente solo.
The New York Times

Pero el segundo día, conocí a un español intenso, vibrante y lleno de vida, y mi sensación de estar al margen de todo aquello fue remitiendo gracias a él. Aunque Julio formaba parte de la segunda categoría -aquellos a los que no les entusiasmaba la idea de la batalla, pero estaban comprometidos con la búsqueda de la verdad en Irak- compartíamos una mordaz ironía y la sensación de que, en realidad, no encajábamos en el grupo de nuestros colegas ávidos de batalla. También nos acercó el hecho de que ambos éramos new yorkers, vecinos del Village, entregados ciclistas urbanos y treintañeros.

Mientras aprendíamos cómo sobrevivir a un ataque químico, cómo contener el flujo de sangre de un miembro amputado y cómo construir una letrina en una zona de guerra, la risa constante de Julio y sus caras de ganso me ayudaban a seguir tirando.

Claro que Julio no era todo alegrías y alborozo. Nunca aceptó las explicaciones oficiales durante las sesiones de pregunta-respuesta y parecía no estar impresionado por el show de pericia militar estadounidense de aquella semana. Una noche, en un intento por escapar de la funesta comida de los marines, nos llevamos a cenar a un instructor de las fuerzas aéreas a un centro comercial de la zona. En vez de entablar la típica conversación de cortesía, Julio asaltó al anonadado instructor con preguntas sobre las intenciones de Estados Unidos en Irak, la hipocresía de la política exterior americana y la farsa de todo el programa para periodistas empotrados. Al final de la noche, todos salvo Julio teníamos ardor de estómago. Le encantaban las buenas peleas, las que se luchan con palabras y una sonrisa.

El último día de nuestro entrenamiento, tras una marcha agotadora, acabamos enzarzados en una inofensiva guerra de bolas de nieve.De un lado estaban los marines, del otro, la prensa. Julio y yo, sin embargo, simplemente nos apartamos un poco, viendo las bolas volar mientras intercambiábamos comentarios sarcásticos.Ya estaba bien de tanto intercambio amoroso entre los militares y la prensa; estábamos impacientes por volver a la vida que nos esperaba en Nueva York.

Andrew Jacobs trabaja en The New York Times y conoció a Julio en el entrenamiento militar en Quantico. Este artículo se recoge en «Julio Anguita Parrado. Batalla sin Medalla». Ediciones Foca.