Corresposales de guerra

22 noviembre 2005

ESPECIAL JULIO FUENTES

En el solitario y escarpado desfiladero del crimen

MASHEREQUI (Entre Kabul y Jalalabad).- El lugar de la ejecución es un desfiladero escarpado y estrecho. El río discurre a unos 200 metros por debajo de la carretera. Las rocas son claras con nervios rojos. Hay un pequeño puente de piedra y cemento que los cuatro periodistas asesinados no llegaron a atravesar.
El Mundo, 21-11-01
Andrea Nicastro

Y después, la montaña hace un ángulo que, desde la carretera no se ve. Allí permanecieron sus cuerpos durante toda la tarde y toda la noche. Sólo en la mañana de ayer, alguien decidió venir aquí, a recoger los cadáveres desde Jalalabad.

Hay cuatro manchas de sangre en el suelo, una grande, a unos dos metros de la pista llena de rocas y de polvo. Se trata del lugar donde fue alcanzado uno de los cuatro. Después, otras tres manchas iguales a la primera, precisamente en el ángulo de la montaña que queda al abrigo de la vista del que pasa por la carretera. Las manchas forman como una especie de triángulo, dos delante y una detrás, la más pequeña hacia la montaña. Quizás dos de los colegas se colocaron delante de Maria Grazia, como para defenderla y servirle de escudo.

No hay testigos presenciales del crimen, pero la mente restituye por un instante calor humano a la escena. En la roca, a la altura del pecho, se ven rozaduras. En el suelo, en la arena, por todas partes, dos metros antes de donde cayeron los periodistas, decenas de cartuchos. No murieron en una emboscada y por una ráfaga disparada accidentalmente. Les dispararon tan de cerca y con tantos proyectiles que deben haber muerto inmediatamente. Como una ejecución. El mismo día del plurihomicidio, ninguna autoridad, ni de Kabul ni de Jalalabad, había querido moverse realmente para iniciar la búsqueda de los periodistas. El motivo es comprensible: el cañón es un lugar ideal para una emboscada. Detrás de cada curva puede haber un peligro. Días antes de la tragedia, tres coches de periodistas fueron detenidos y esquilmados en este mismo trayecto. Otro coche de periodistas corrió idéntica suerte, el mismo día de la tragedia, unos minutos después.

Los soldados y los milicianos que el Ministerio del Interior muyahidin nos ha asignado finalmente tienen miedo. Llevan el kalashnikov en las manos pero tienen miedo. Piden que recojamos deprisa las pruebas necesarias y que nos vayamos a toda velocidad. El tramo de carretera que pueden controlar es mínimo, unos 20 metros hacia atrás y una decena de metros por delante. Después, las curvas quitan la visibilidad. Al otro lado del río, sobre las paredes rocosas que dominan el lugar del asesinato, hay cientos de cuevas donde se puede esconder cualquiera con un lanzacohetes. Según los milicianos, en una aldea por encima de las crestas de las montañas, hacia la frontera de Pakistán, hay todavía talibán árabes y del Punjab, los que no se rinden.

En Sarobi, la aldea más cercana al lugar de la emboscada en dirección a Kabul, a media hora de coche, todos los hombres y los chavales que pasean por sus calles llevan un kalashnikov a la espalda. En el camino de vuelta, dos adolescentes levantan sus kalashnikov para detener a un coche de nuestro convoy.

Uno de los comandantes locales que nos sirven de guías saca la cabeza por la ventanilla para darse a conocer y grita a los chavales. Estos bajan sus fusiles, pero sólo porque reconocen al comandante y rinden tributo a su autoridad. Si no fuera así, ¿qué nos hubiera podido pasar a los extranjeros? Es significativo que la formación del convoy de socorro haya sido una iniciativa privada, más obstaculizada que apoyada por el gobierno.

Cuando los periodistas son recibidos en el despacho privado del ministro del Interior Qanuni, se encuentran con cinco comandantes que están pidiendo refuerzos, porque sostienen que hay todavía demasiados talibán en sus respectivas áreas. Será una coincidencia, pero los comandantes son de Sarobi. En ese momento, entra en el despacho el segundo de los emisarios enviados por Qanuni para preguntarle a la gente del lugar del crimen qué es lo que había pasado. El emisario no tiene nada que ver con un investigador de la policía. Se parece más bien a un espía y cuenta que hay distintas versiones, que algunos hablan de periodistas asesinados y otros, de que fueron secuestrados y llevados a las montañas. Incluso Qanuni se convence de que hay suficientes razones para ir a comprobar el asunto en persona y autoriza la salida del pequeño convoy.

Una vez en Sarobi, a los tres coches iniciales, se les une otro, repleto de milicianos del comandante Guiroze, el líder de la aldea y responsable de las operaciones. El comandante recoge informaciones y sale a la carretera, seguro de encontrar algo. Superada Sarobi, la carretera hacia Jalalabad se sumerge en un desfiladero, pasa por una especie de taberna para camioneros, Mashrequi según reza el cartel, por un puesto de guardia de Guiroze y, en 30 minutos, llegamos al lugar del crimen. En uno de los pilares del puente hay una inscripción: «Aglu unhor, feb 97». Esta es tierra de nadie. No la controla el comandante Guiroze ni la controla el nuevo gobernador de Jalalabad, Hagi Qadir. Ambos eran prófugos en el valle del Panshir, bajo la protección del Frente Unido muyahidin, hasta hace una semana. Ahora se sientan como jefes de zona, ocupando el lugar que dejaron los líderes talibán escapados.

En Sarobi, ayer, el comandante Guiroze servía de garantía a sus huéspedes y no nos pasó nada. Ni siquiera en la tierra de nadie. El lunes, en cambio, los dos coches de los periodistas se toparon con la muerte. Una ráfaga al lado de la carretera, otra contra las rocas. Y cuatro vidas segadas en un momento.