Guadalajara

3 marzo 2006

Una mirada al caballero de la romántica figura

Enigma de cincel

Anales Seguntinos, Núm. 16
Raúl Conde

Con los pies de plomo y el tacto sensible llega el viajero por enésima vez a la catedral de Sigüenza. Sin el hábito en nuestras espaldas, nos acercamos al monumento más representativo de Guadalajara en una fría mañana de primavera. El sol palidece ante la presencia de la brisa serrana. La catedral continúa erguida con el referente sublime de sus dos torres cual metáforas de la fuerza obispal de la vieja ciudad. Entre sus muros, en el interior de la recoleta capilla de su insigne familia, se halla ensimismada la ingente escultura de don Martín Vázquez de Arce, el famosísimo Doncel de Sigüenza. Antes de escudriñar cualquier otro detalle del lugar, confieso quedar arrebatado por la intrigante hermosura de la efigie donceliana. Trazada en el alabastro sensible de las manos de su anónimo autor, la enigmática sonrisa de su semblante otorga al momento un cariz místico. La estatua más hermosa del mundo, clamó Ortega rindiéndose sin condiciones ante su exuberante belleza. Y, desde luego, no fue el único. Pedro Lahorascala relató su presencia ante el doncel del siguiente modo:

Suspiro de odaliscas en Granada
adalid de cristianos frente al moro,
vino el tiempo a traer tu juventud
de alabastro a la mágica Sigüenza…
Suspiro laico en la catedral yacente
encarnas un misterio
de hondas meditaciones.
La quietud es tu ritmo y el silencio
filtra la luz en los callados ojos
que contemplan tu intemporal figura.
Martín Vázquez, lector de siglos,
peso del claroscuro en la capilla,
latido de la piedra que por ti
cobra el color alabastrino de la sangre.

Para dicha de mis ojos, y aún de mi corazón, he podido disfrutar en varias ocasiones de la contemplación reposada del Doncel. En esa tesitura, lo cierto es que se hace difícil escapar a su atractivo. Languidece el caballero santiaguista justo enfrente de los sepulcros de sus padres, don Fernando de Arce y doña Catalina de Sosa, y adosado al de su hermano, don Fernando Vázquez de Arce, obispo de Canarias. El mausoleo está en el muro del evangelio y en la parte superior, podemos admirar la Pasión de Cristo inmortalizada en una interesante pintura.

Veinticinco añitos tenía nuestro valiente guerrero cuando feneció en plena contienda granadina, en la afrenta de los Reyes Católicos al revoltoso Boabdil el Chico, a las órdenes del segundo duque del Infantado. Lejos del candor de la batalla, el Doncel se encuentra tumbado, recostado en la candidez de su indomable silencio. Y, enfundado en los atavíos corrientes de la Orden a la que pertenecía, don Martín Vázquez de Arce lee ensimismado un libro grueso -probablemente la Biblia- apoyado en un conjunto de haces de laurel, símbolo de su heroísmo, según el cronista Dr. Gómez-Gordo. Precisamente es su rica carga de iconos la que le elevan a alegoría renacentista en forma de verso manriqueño. El paje que quiebra el gesto a sus pies figura el dolor inmenso de la familia por su fatal destino, y el león, fiero animal con la mirada puesta hacia el cielo que parece querer predecir la resurrección de nuestro Doncel Capitán, en bélica definición del poeta Agustín de Foxá. Y debajo de su estampa reclinada, su escudo de armas, flanqueado por dos pajes y con el cinturón de caballero al fondo, imagen que recrea “la defensa del honor y la honra de su nombre”, en palabras del mencionado cronista local. Muestra el caballero un ademán apático, acaso señorial, con las piernas cruzadas, los ojos puestos en el interior de nuestro alma, y los serviles pajecillos agasajándolo sin cesar. Rafael Alberti, inspirado, sentimental, también cantó sus excelsas virtudes:

Volviendo en la oscura madrugada
por la vereda inerte del otero,
vi la sombra de un joven caballero
junto al azarbe helado reclinada.
Una mano tenía ensangrentada
y al aire la melena, sin sombrero.
¡Cuánta fatiga en el semblante fiero,
dulce y quebrado como el de su espada!
Tan doliente, tan solo y mal herido,
¿adonde vas en esta noche llena
de carlancos, de viento y de gemido?
Yo vengo por tu sombra requerido,
doncel de la romántica melena,
de voz sin timbre y corazón transido.

Uno se para una y otra vez a contemplar la figura del benjamín de los Arce, aturdido por la variedad de sensaciones que sugiere. Intento apuntar algunas notas pero casi me resulta imposible. Apenas balbuceo en sus entrañas, compruebo que el Doncel de Sigüenza es una muestra excelsa de la escultura funeraria de Castilla, en las postrimerías del siglo XV. Quien llevara a efecto tal obra de arte no ha podido soslayar el sentimiento que desprende su silueta, la espiritualidad que condensa. Un espíritu guerrero fruto de las armas que manejó el caballero, un espíritu misterioso derivado de su profunda mirada y un espíritu místico por hallarse recostado, como gusta decir por estos pagos, en la inmensidad y el idealismo de la casa del Señor. Allí está el inmortal Doncel seguntino, allí están las ideas y los valores que encarna, allí estamos todos. Y todos nos quedamos atónitos contemplando su encanto, su serenidad, su amor por la lectura, su perpetua pasión por la vida.