Periodistas

29 agosto 2007

FRANCISCO UMBRAL

El Espinar

"Los placeres y los días"
El Mundo, 26 de julio de 1994
Francisco Umbral

Viaje a la Alcarria, grises de julio, cielos bajos e inmensos, los viejos leen periódicos y la vida aparece extasiada, feliz y sonámbula, en los pueblos de gasolinera y niña triste que ya ni siquiera salta a la comba (las niñas ya no saltan a la comba, no pierden el tiempo, que lo que quieren es que mamá les compre un diafragma). La tarde tiene como un tejado a dos aguas, pizarroso, que condensa y precisa el verdor huidero de los campos y la flecha caliente de los pájaros. Visita a Cela en los alrededores de su santo, más o menos. Entre tortillas sardinas, damas, pimientos picantes, cerveza sin alcohol y whisky que sí, me entero de lo que ya sabía: la Academia tiene una vieja tradición, que es presentar todos los años a Cela al premio «Cervantes». La Academia tiene una, otra tradición igualmente vieja y entrañable, que es no dárselo. Pero este año, ya, ni siquiera le presentan. En la terna recién elegida, por primera vez no aparece CJC. Le digo que quizá le han descolgado para siempre, pero él está escribiendo otra novela, «La cruz de San Andrés», y yo creo que, entre pincho y pincho, entra en la casa a taracear el manuscrito. Este hombre sigue siendo, ante todo, un profesor de energía, una obra en marcha (también humanamente, vitalmente), y no parece reparar en esas cosas.

– ¿Te gusta el título, Paco?

– Sí, pero me recuerda «El hombre de la Cruz Verde», de Serrano-Plaja.

Como él está a la merienda y a la prosa, me siento a solas con un descafeinado de máquina a meditar estas cosas. De la famosa y genuina ficción de Borges, «La Biblioteca», se ha dicho que es una metáfora del mundo: galerías interminables, libros infinitos e ilegibles, bibliotecarios imprecisos que caen al abismo sin fondo y sin ruido de la cultura inútil. Me pregunto si la ficción de Borges no será, más modestamente, una metáfora de la Academia. Cela ha distinguido siempre entre la gloria oficial y la gloria real, porque ha tenido y tiene ambas. Hoy, la gente compra en banastas sus obras completas. Eso es la gloria real. Y los espacios abiertos de El Espinar, que son como la «tierra baldía» de Eliot, sólo que todo lo contrario. Un fragor de perros y de pájaros, un frondor de silencios morados a lo lejos, un espacio humano que llega hasta el pie del monte, y la luna, de pronto, amarilla, roja, redonda, fingiendo todo lo que no es ni tiene, como la geisha primera de la noche. Y el herrerillo que le canta en la mañana al escritor. Digamos que Cela está viviendo la posteridad en vida y sin enterarse, la paz, el después en esta vida, un absoluto llevado con cotidianidad y una plenitud minuciosa y bella, femenina, como una costumbre. Marina. Allá lejos, en Madrid, unos hombres conspiran contra él, unos pocos se reúnen como la usura de la fama, como las simonías del tiempo, unos pocos, ni siquiera todos, repartiéndose luego latones y botoncitos de la bragueta (todavía usan botoncitos), una gloria oficial y nicotinada de la que han desarraigado, hepáticos, al escritor que más ha ensanchado el castellano en medio siglo, al que tiene la clave sencilla e imposible de la palabra.

«Me dan un doctorado por Corea, pero cómo voy yo ahora a Corea». Gloria real, gloria oficial. En Madrid, luctuosos inmuebles, se administran la gloria oficial. Por las calles corre, viaja, la gloria real, como pan o periódico. Extinguidas las coartadas, las razones, las miserias, las confusiones de los primeros tiempos, hoy es claro que si no tiene el Cervantes nuestro premio Nobel (exhaustivizadas todas las Loynaz disponibles), aquí lo que brilla desnudo y ominoso, metálico y atroz, es el huso frío de la envidia patriótica y el jodedor resentimiento. Volvemos a Madrid en una brisa de beso, confortados por la amistad actuante del profesor de energía. La luna, geisha nocturna, etc.