Artículos en El Decano

2 diciembre 2008

SOMOS EL TIEMPO QUE NOS QUEDA

Tomasa Cuevas y Miguel Núñez

"Me parece hoy más necesario que nunca no perder la memoria. Acordarse del 20-N y de todas las fechas que hagan falta. Sacar a los muertos de las cunetas y devolvérselos a sus familiares. Escuchar los testimonios de aquellos que un día fueron amordazados. Y, claro, leer libros como los de Miguel Núñez y Tomasa Cuevas"
El Decano de Guadalajara, 28.11.08
Raúl Conde

El pasado 12 de noviembre murió Miguel Núñez, a los 87 años. Quizá su nombre no les suene. Es lógico. En esta España mezquina donde los ladrones cobran por ser entrevistados en televisión, las personas coherentes no caben. Miguel Núñez fue miembro destacado del PCE y fundador del PSUC, el histórico Partido Socialista Unificado de Cataluña que combatió el franquismo a mandíbula abierta. Estuvo preso durante 17 años y fue condenado a muerte varias veces. Le conocí en un acto de homenaje organizado por la sede de la Generalitat de Catalunya en Madrid. Estuvo natural, sincero, muy crítico. Luego charlé algunas veces con él por teléfono. Sus palabras destilaban el perfume de la calle, el hedor insoportable de un país que se hizo insufrible. En cambio, contaba su vida con serenidad, a veces con rabia, pero siempre con un punto de optimismo que, en el fondo, es lo que alimenta la rebeldía. Un mes y medio antes de morir presentó en la cárcel Modelo de Barcelona la reedición de sus memorias: La revolución y el deseo (Península, 2002). Este trabajo, que arroja luz sobre una época oscura, en cierta medida culmina el objetivo emprendido por la esposa de Miguel, Tomasa Cuevas Gutiérrez, la primera mujer que se atrevió a denunciar la ignominia de las cárceles de la dictadura. La figura de esta luchadora también es relevante. Nació en Brihuega en 1917 y murió en marzo del año pasado, en Barcelona. En la introducción de uno de sus libros confiesa: “soy de un pueblecito de la Alcarria, y a pesar de no conocerlo mucho lo recuerdo con gran cariño”. A los nueve años ya acumulaba trabajos: a primera hora del día repartía leche, luego se iba a una fábrica de género de punto, por la tarde recogía agua para los caseros y por la noche cosía puntos de media. Así ayudaba a su familia. La hospitalización de su padre, que trabajaba en la fábrica de harinas de Brihuega, la llevó hasta Guadalajara. Allí organizó las juventudes comunistas en la provincia tras la proclamación de la 2ª República. La sublevación del 18 de julio también le pilló en la capital alcarreña. Fue detenida en 1939 y condenada a treinta años de prisión. Cumplió cinco y, entre otras cárceles, pasó por la de Guadalajara.

La labor fundamental de Tomasa Cuevas se plasma en un volumen titulado Testimonios de mujeres en las cárceles franquistas. Tiene 913 páginas y está editado por la UNED y el Instituto de Estudios Altoaragoneses. Me costó mucho encontrarlo, pero vale la pena. Lo aconsejo. Léanlo con atención. La autora se molestó en registrar en un humilde magnetófono el testimonio de decenas de mujeres que acabaron encerradas en las inmundas prisiones de la posguerra. Tomasa hizo de periodista y de historiadora a un tiempo, pero echándole pasión y coraje al empeño. Gracias a este tipo de textos, nadie, ningún revisionista, podrá negar lo que ocurrió en España durante un tiempo no tan lejano. El capítulo 9 está dedicado a la cárcel de Guadalajara. Según narra, allí coincidió con Soledad Villa, también de Brihuega; María Andrés, de Iriépal; y Ceferina Cortijo, que era de la Sierra. Escribe: “Otros días el ‘menú’ era lentejas, pero estaban tal mal hechas y tan sucias que daba náuseas mirarlas, llenas de palos, bichos y piedras. ¿Cómo podíamos comer aquello? Llegamos a turnarnos porque nos daba asco verlas para primero limpiar y después comerlas. Pero el mayor padecimiento fue la escasez de agua. Nos daban cada tres días la cantidad que cabe en un bote de leche condensada, pero no procedía de una fuente corriente. La traían del río en tanques de gasolina. Sabía a rayos, pero nos la bebíamos”.

El fallecimiento de Miguel Núñez casi ha coincidido en el calendario con el 33 aniversario de la muerte de Franco. Algún artículo en la prensa, un documental antiguo en televisión y el estreno de una miniserie. Esa ha sido la evocación que han hecho los medios de esta efeméride. El presidente del Gobierno, que es a su vez el secretario general del Partido Socialista Obrero Español, dijo que “lo mejor de todo es que hoy la mayoría de los españoles ya no se acuerda de lo que representa el 20-N”. ¿Cómo que lo mejor de todo? Produce sonrojo escuchar estas palabras en el líder político que abanderó la ley de Memoria Histórica y habla de respeto por todos aquellos, presentes y ausentes, que un día levantaron su voz aun a riesgo de perder el pellejo. La frase de Zapatero despide el mismo tufo que la del cardenal Rouco, partidario de hacer como que no ha pasado nada, y aquí paz y después gloria. “A veces es necesario saber olvidar”, ha dicho el prelado. A lo mejor la Iglesia tiene mucho que olvidar y el PSOE mucho que perder políticamente si se empeña en mantener su discurso memorialista. El periodista Carlos Carnicero sostiene que un país serio no puede estar permanentemente en litigio por su pasado. De acuerdo, pero antes quizá deba resolver sus propios fantasmas. El olvido sería señal de menosprecio. Yo soy de los que piensa que es bueno que un país recuerde sus horas más bajas. Que tenga presente, como ocurre en Alemania con el nazismo, las cosas que no deben volver a suceder nunca. Sin rencor. Sin dramatismo. Pero sin escamotear los hechos. Hubo un golpe de Estado, una guerra civil sangrienta, una dictadura de cuatro décadas y un régimen político de carácter dictatorial que anuló las libertades y promovió la represión de los perdedores. La infamia franquista ha marcado la historia reciente de este país. Y el símbolo de su ocaso es, precisamente, la muerte del dictador, aunque fuera en una cama de La Paz. Por eso me parece hoy más necesario que nunca no perder la memoria. Acordarse del 20-N y de todas las fechas que hagan falta. Sacar a los muertos de las cunetas y devolvérselos a sus familiares. Escuchar los testimonios de aquellos que un día fueron amordazados. Y, claro, leer libros como los de Miguel Núñez y Tomasa Cuevas. En caso contrario, corremos el riesgo de caer en aquello que dejó escrito Julián Marías: “es muy grave el olvido de la historia o su deformación, porque la realidad siempre se venga del que no cuenta con ella”.