La revista Nuestros Pueblos, puesta en marcha en abril de 1996, es el instrumento de comunicación de los pueblos de la Alcarria y la Campiña. Desde el primer número, Manu Leguineche colaboró con la revista con artículos y reportajes en los que profundizaba en algunas de las cosas que más le llamaban la atención de sus vivencias en Brihuega y Cañizar. Aquí aparecen recopilados una selección de estos artículos.

 

 

Nuestros Pueblos

Nº 1

Abril 1996

 

 

La Canción del agua

 

“¿Dónde está el agua?”, se preguntaba angustiado Mariano José de Larra en 1835 viajando por las campiñas secas y desiertas. España ha sido siempre, o casi siempre, un secarral. Baltasar Gracián escribió que los españoles somos como somos gracias al clima. España es muy seca “y de ahí les viene a los españoles aquella su sequedad de condición y melancólica gravedad”.

 

Pero de pronto, como por ensalmo, el agua ha venido y todo el mundo sabe cómo ha sido. ¿Nos cambiará el carácter? Se prepara una primavera de oro verde, de vergeles y jardín de las Hespérides. Ya era hora. La mejor música que he escuchado estos meses, la música celestial, ha sido la del agua que se deslizaba alegre hacia las alcantarillas. De pronto, en uno de nuestros pueblos, descubrí un sonido tanto tiempo escondido, inédito, el del agua en corriente, en torrentera.

 

He visto campos encharcados, ahítos de agua, el impulso nuevo de la tierra, el olor tan grato y tan desaparecido a tierra mojada.

 

Vuelve la “hermana agua” de san Francisco de Asís “utilísima, preciosa, casta y humilde”. El agua es la mirada de la tierra, su instrumento para contemplar el tiempo, habla sin cesar y nunca se repite.

 

Da gusto ver la vida que renace, esos verdes que pugnan por brotar, la alegría de los animales, el alboroto adelantado de los pájaros, tan sorprendidos como nosotros por la canción del agua que trae lo tierno y lo jugoso. Las flores han recuperado clorofila, vuelven a ser tan lozanas como fueron en otro tiempo y están ya dispuestas al estallido primaveral tras los años sedientos y resecos.

 

El ecologista Joaquín Araújo escribió sobre el chillido de los árboles como consecuencia de la larga sequía. Así supe que los árboles suenan por dentro. El viernes 19 de agosto de 1994 en una sierra extremeña la sequía y el calor hicieron que los gritos de los árboles saltaran fuera de sus cortezas. Ese grito de los robledos, de la vegetación achicharrada “venía de todas partes e impregnaba todos los horizontes”. Ahora escuchamos de nuevo, gozosamente, la canción olvidada del agua.

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Nuestros pueblos

Julio 1996

 

Tiempo de mus

 

Llega el tiempo del mus. Tiempos de torneos estivales, de órdagos y sangría, aunque este juego menestral, que ha alcanzado su lugar en los salones de los palacios no tiene un periodo específico para su desarrollo. Se juega siempre, haga frío o calor, junto a una chimenea en la que chisporrotean los leños o con las ventanas abiertas o bajo una parra que ya empieza a florecer. Pero es tiempo de campeonatos en nuestro entorno y eso está bien el mus es un lance poético. Ya lo decía mi paisano don Miguel de Hunamuno que casó con una chica de mi pueblo, Guernica, “yo veo poesía en los aldeanos que meriendan y juegan al mus”. Bien entendido el mus contribuye a estimular el buen humor, a mejorar las relaciones humanas, a conocerse. Creo que hay que explotar esa vía y tratar de hacer un esfuerzo por no convertir el mus en un campo de Agramante, en una batalla campal. Ya lo decía mi amigo Mingote: “Quién al mus juega ceñudo/ su mujer le hará cornudo”.

 

Guadalajara, lo hemos comprobado en el último campeonato de España, es ya una potencia musística de primer orden. De modo que está bien la floración de campeonatos musísticos. El más madrugador es, me parece, el torneo de “El Tolmo”, en brihuega. Tomé parte la última vez junto con mi amigo Campoamor.

 

Fue una lección de humildad como no se ha visto en los últimos siglos. La paliza que nos propinaron los brihuegos fue tan descomunal que, baldados y con el sabor de la derrota en la boca, nos dedicamos a consumir ricas viandas y a disolver nuestras penas en alcohol. El mus te pone en tu sitio. No somos como Indurain, que gana siempre. En el mus la suerte de hoy se transforma en la mala suerte de mañana, el rasgo de genialidad de hoy, en el más mayúsculo error de mañana. O sea, que hay que andarse con tiento, tentarse la ropa y despejar el cerebro y afilar la modestia. El torneo de Brihuega fue y es modélico. Está bien organizado, la gente que participa es savia y suave, educada, comprensiva, no hace alardes innecesarios, no hay metepatas. Estos briocenses son unos señores del mus.

 

Me gusta mucho que en estos campeonatos acudan gentes de otros lugares porque el mus es punto de encuentro, oportunidad para conocerse. Es algo civilizado. Por eso en el torneo que desde hace cinco años celebra en Cañizar esa alcaldesa que se llama Ana María Zulima, lo más atractivo y meritorio, junto con esa generosa entrega de los cañizarenses y sus mujeres, es la confluencia, la convergencia de “muslaris” (que no musolaris), llegados de los contornos, Cifuentes, Ciruelas, Trijueque, Alarilla, Luzaga, Torija, Brihuega, Taracena y otros pueblos. Porque de esta manera, cuando llega la hora de colocar en la cabeza de los vencedores ya no es el laurel pero sí las txapelas del alcalde de Guernica, Eduardo Vallejo, todos nos hemos convertido en amigos y vecinos de un mismo pueblo, el pueblo siempre único de los jugadores de mus.

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Nuestros pueblos

Septiembre 1996

 

Veletas

 

“¿Cuántas calles debe recorrer un hombre

 antes de poder ser llamado hombre?

La respuesta, amigo, está en el viento

está en el viento”.

Bob Dylan (Canción Blowin in the wind)

 

Estoy seguro que Azorín escribió sobre las veletas porque es temática muy suya. Mi afición a mirar las veletas es muy antigua. Soy un “voyeur” de veletas. Las he visto de todos los colores y formas. Creo que entre lo que hemos sacrificado al progreso están las veletas. El bosque de las antenas de televisión que no nos deja ver esas, si es que las hay, piezas de metal, las más de las veces en forma de saeta, que se colocan en lo alto de un edificio de modo que puedan girar alrededor de un eje vertical y que sirven para señalar la dirección del viento. En italiano veleta se dice “girandola”, y en inglés, “grillo de viento”. Tiendo a creer que allí donde se eleva una veleta sobre un tejado habita un poeta, aunque él no lo sepa.

 

Las veletas tienen mala fama, fama de veletas, pero no son ellas las que han decidido sobre su destino. Para mí son instrumentos perfectos, poéticos, veleidosos pero renovados, sobre todo la veleta que contemplo desde mi casa de Brihuega, la veleta de la cárcel vieja. De vez en cuando interrumpo la lectura y dirijo la vista hacia esa veleta que bien quisiera para mí porque es todo un homenaje al aire y reúne una gran pureza de formas: una cruz, una flecha para señalar los humores del viento y un globo terráqueo. Gire o no por efecto del aire, cuyos caprichos me interesan menos, no dejo de mirar un artefacto tan sencillo y hermoso que también llaman gobierna o giralda, el juguete del viento y me pregunto quién pudo descubrir una síntesis tan clara del destino del hombre: una cruz, una flecha y un globo terráqueo.

 

Ya no se fabrican veletas. Para qué. Son signos y símbolos del pasado. Hoy predomina otro tipo de veleta, la prisa, el apresuramiento, la antena televisiva, la parabólica. La veleta se ha quedado en trasto inútil. Vivimos tiempos utilitaristas. Cuando no sopla el viento, hasta la veleta tiene carácter., decía un filósofo alemán. Para mí esta veleta amiga de la cárcel antigua de Brihuega tiene carácter, sople o no el viento. A veces la flecha se dirige hacia mí y me doy por aludido. Flecha más globo terráqueo me indican que ha llegado la hora de viajar, de cambiar de aires por un tiempo. Sí, querido Bob Dylan, la respuesta está en el viento.

 

 

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Nuestros Pueblos

Nº 60

 

Por la casa de Guadalajara en Madrid

 

Cuesta creer que la Casa de Guadalajara en Madrid se encuentre en tantos apuros y tales dificultades que corra peligro de desaparecer. Evitaremos escribir aquello tan socorrido de que es la embajada o el consulado de Guadalajara en la capital, que mantiene encendida la llama del fuego sagrado alcarreño, etc… Lo esencial es que habrá que hacer algo para evitar su cierre. Y no sólo endosarles el problema, como siempre a quien corresponda o a las autoridades sino, llegando el caso, tomar los ciudadanos cartas en el asunto.

 

El problema de la supervivencia de la casa de Guadalajara debía estar automáticamente garantizado. No parece que sus cargas sean monumentales, de modo que vamos a arrimar el hombro, si es necesario, para que siga en pie. Además, algo deberán rentar el AVE a su paso por Guadalajara, el vertedero, o como se llame, con el que tratan de hermosear La Alcarria, o los futuros parques eólicos que van a destrozar parte del paisaje y la fauna como para que no quede algo con destino a la Casa de Guadalajara. Primero salvarla, tiempo habrá después para su modernización y la captación de nuevos socios.

 

Desde 1933 lleva a cabo la casa una labor de representación no sólo simbólica sino real, de nexo de unión, de tribuna, de centro de ocio y de encuentro. Las veces que uno ha estado allí ha visto cómo con pocos medios los actos culturales eran frecuentes y concurridos. Recuerdo la reciente visita de la Casa a Brihuega en el homenaje de Nenuca Alonso Gamo y el compositor Villa Rojo. Daba ternura verles desembalar sus banderas e insignias, el cariño que ponían en la tarea y el orgullo con el que organizaban el acto, las sentidas palabras que lo adornaron.

 

Conozco algunas otras casas regionales en Madrid y salvo contadas excepciones se dedican más a la gastronomía y al mus que a la actividad cultural o representativa. La casa de Guadalajara, por añadidura, edita, además de libros muy oportunos, una revista bien hecha, que recoge con cariño el eco del paisaje y el paisanaje. En todos los números hay algo que interesa, un poema, un reportaje, una efeméride. Sería una pena que todo esto se viniera abajo, la verdad. Que sirva este modesto artículo de llamada, no sólo a las autoridades, a las instituciones, a las empresas sino a nosotros mismos.

 

 

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Nuestros Pueblos

Nº 70

 

El último clásico

 

Eran muchos Celas para un solo Cela.  Ha atravesado un siglo y pequeña parte del otro como testigo o copartícipe, como cronista irónico o sarcástico, como protagonista divertido y surrealista.  Su obra es inmensa,  sus pasiones múltiples,  su curiosidad inagotable,  lo mismo que su capacidad para la provocación.  Es,  de bisabuelo italiano y madre inglesa,  la memoria de un siglo,  el censor censurado.  Debe publicar La Colmena en Argentina.  Es el dibujante,  el escritor en todos los géneros aunque opine que estos no existen,  el hombre público,  el senador por designación real que anuncia en televisión una guía con marmitako,  el que tras el Nobel se transforma en el hombre social y mundano que,  sin embargo,  no deja de escribir hasta "Madera de boj". ¿Con qué Cela quedarnos?.  Habrá quienes prefieran al primer Camilo J Cela y a su obra primera y quienes elijan su periodo experimentalista.  Cela no quiere seguir en la estela del Pascual Duarte que renueva la literatura de postguerra e inspira la novela social.  Se niega a seguir en ese registro,  hay que renovarse o morir.  Por eso afirma que "cuando un ambiente está oliendo a algo,  lo que hay que hacer para que se fijen en uno,  no es tratar de oler a lo mismo,  sólo que más fuerte,  sino simplemente tratar de cambiar de olor".  Lo mismo trata de hacer con su vida,  con su comportamiento exterior.  Sorprende por sus ocurrencias.  Camilo no se arredra ante los tabúes.  Es de rompe y rasga,  corregido por el lirismo,  la ternura y la piedad por sus criaturas.  Y por sus arrepentimientos.  Debajo de ese caparazón hosco,  que suena a insultante,  hay un personaje divertido lleno de humor y de ironía que contribuyó a hacer más llevaderos lo años de plomo.  Es,  sí,  contradictorio.  Atrae o se le rechaza y en ello intervienen aspectos de su imagen publica.  El polémico personaje terminó por ofuscar a la persona,  su peripecia personal,  por ejemplo su boda con una joven periodista gallega,  sus frecuentes apariciones en televisión,  al escritor que no deja de trabajar entregado en cuerpo y alma a su obra.  "Mira, esto es lo que soy"me dijo en una ocasión mientras señalaba con el dedo a la estantería de su biblioteca.  En efecto,  eso era Camilo,  el poeta de los años 30,  el narrador potente de la postguerra,  el espejo en el que se miran los jóvenes,  el renovador de la literatura de viajes,  el dominador de todos los secretos de la lengua.  En las necrológicas se dirá que era un clásico,  el último clásico.  Lo era.  Su energía,  su vitalidad,  su inventiva,  dotado de un oído prodigioso  para la lengua,  en la línea de Quevedo o Valle.  Se va al relato corto,  a la crónica de una época,  al ensayo,  a las memorias,  al teatro,  al artículo periodístico.  Ningún espacio de la literatura le es ajeno.   Es editor y descubridor,  el estimulador de talentos.  Y entretanto sus pecadillos,  el afán de vivir por encima de sus posibilidades,  las opiniones desmesuradas,  la comercialización de su imagen,  sus actuaciones al borde del histrionismo,  sus ideas a veces ultramontanas con las que le gustaba jugar para sorprender,  para provocar,  para escandalizar.  Es el primer escritor que vive de la pluma,  el de Papeles de Son Armadans o el del Cipote de Archidona.  Sabe muy bien el país en el que vive,  el de Pascual Duarte,  que se alimenta del primitivo pasado,  de las guerras y pendencias constantes,  de las tinieblas de la historia,  de la desmesura,  de la vocación noventayochista.

 

La guerra civil: "aquel disparate histórico que nos bañó en sangre  y en mierda y del que nunca nos arrepentiremos ni nos avergonzaremos bastante".  ¿Es el mismo el vagabundo de la Alcarria de 1946 que el Marqués de Iria Flavia?¿Se empieza de incendiario y se termina de bombero? Puede que nos resulte más simpática una figura que otra, que nos venza la tentación de dividir su vida y su obra en bloques,  como antes o después del Nobel,  por ejemplo.  Pero al desaparecer habrá que hacer un todo y juzgarlo así en consecuencia.  Lejos de sus intervenciones exteriores,  cara al público,  sabía ser prudente,  dentro de su originalidad.  Como hombre íntimo,  a pesar de sus cambios de humor repentinos,  era una delicia.  Con su voz grave desgranaba anécdotas de todos los tiempos,  resultado de su experiencia o sus lecturas,  dotado como estaba de una formidable memoria.  Recuerdo cuando una noche representó ante unos pocos amigos una obra improvisada sobre Genoveva de Brabante.  O cuando nada más ganar el Nóbel en 1989,  ya tarde,  indemne de las emociones del día,  se bajó los pantalones y dijo mirando hacia abajo? "¡Qué poco te queda,  premio Nóbel".  No soportaba a los pelmazos y a los tontos,  a los altisonantes y a los solemnes.  Ante ellos no ocultaba sus cóleras o sus sarcasmos.  Repartía su curiosidad en todas las direcciones,  siempre dispuesto a visitar el punto de encuentro de las aves migratorias o a descubrir una tasca perdida o un sendero poco menos que desconocido,  un personaje de voz antigua y vida llena. Ha sido el redescubridor de un idioma,  que recuperaba de aldeas y hombres palabras olvidadas,  el "revitalizador del idioma".  Sus páginas suenan siempre a nuevas.  Si leemos Viaje a la Alcarria comprobaremos que el texto sigue tan fresco,  tan iluminador como en 1946,  sin que pase el tiempo por él.  Eso es lo que se define como un clásico.