Annual 1921. El desastre de España en el Rif

Alfaguara, 1996

 

 

Este volumen analiza en profundidad la histórica derrota militar que sufrió el Ejército español en el norte de Marruecos en 1991. El libro apareció justo en el 75 aniversario de un desastre que causó millares de bajas españolas. Manu Leguineche conjuga el reportaje histórico con la investigación precisa. En el texto se incluye dos testimonios de personas de Guadalajara que vivieron este capítulo de la historia de España de primera mano: José Cañizo (capítulo XIV del libro y Julián Sanz (capítulo XVII).

 

 

 

 

Capítulo XIV

El guirigay

 

Encontré a José Cañizo, de noventa y siete años, en el cuarto número 206 de un asilo de ancianos de Alcalá de Henares. Cosía con dificultad el bolsillo del pantalón. En 1985, una trombosis le dejó el brazo derecho inutilizado y el ojo izquierdo fuera de combate. «Éste va pero no vuelve», dijo alguien a mi familia. «Pero, hombre -exclamó el médico de Segovia que me recibió en la ambulancia-, me traen un cadáver». El «cadáver» resucitó. Con buena memoria y palabra fácil, José me contó su vida en África, adonde llegó un año antes del desastre:

 

«Nací en Cabezuela del Valle, Cáceres. Yo vivía en Rebollosa con mis padres cuando me llamaron a filas. He sido toda mi vida albañil y chófer. Me ha gustado siempre la construcción. Cuando era chófer en el servicio público y en casas particulares, al pasar por las calles me fijaba en los edificios, en cómo se habían construido, sus características y su estado de conservación. Pero la llamada a África me distrajo de todas esas pasiones mías, fue cosa del destino.

Me tocó en el sorteo. Trabajaba como albañil con mi padre. Hubo que dejarlo todo. No podía imaginar entonces, en 1920, el desastre que se avecinaba.

 

»Hasta entonces África no era un destino ni bueno ni malo, en punto a la seguridad, me refiero. Pero eran tres años perdidos y lejos de la familia, de mis padres queridos.

Bajé a la zona y me tocó el Regimiento de San Fernando número 11. Estuvimos unos días inmovilizados en el cuartel. Como no había sitio para llevarnos a todos en el barco hacia África, nos concedieron unos cuantos días de permiso. Todo lo bueno se terminó. Salimos desde Guadalajara a Calatayud recogiendo a los quintos que se incorporaban al convoy. Desde Calatayud salimos en dirección a Valencia, donde nos hospedaron en la plaza de toros. Eran las cinco de la tarde cuando embarcamos hacia Melilla. Fuimos en un barco correo que se llamaba Lázaro. Hice toda la travesía a popa contemplando cómo los delfines seguían la estela del barco, relucían como la plata. Yo no me mareé.

»Empezamos a entablar amistades. Con el que más hablaba era con uno de Cabanillas, un tal Julián Camino. Yo conocía aquel apellido. Cuando trabajaba en Guadalajara había visto el rótulo "Camino, Cabanillas" en un volquete que recogía arena del río. "Hombre, Camino -le dije cuando se presentó en el barco-, ¿no serás de Cabanillas?". "Sí -confirmó-, soy Julián Camino, de Cabanillas". Era un muchacho muy atrasado, como era normal entre los que nos incorporábamos a filas. Yo le escribía las cartas a la novia, le ponía los cariños, los recuerdos, el dolor del apartamiento, todas esas cosas. Él sólo me decía: "Venga, Pepín -me llamaban Pepín-, que me escribas a la novia". Yo ponía el resto.

 

»Fuimos inseparables porque Julián Camino, en lo tocante a la amistad, era muy leal y muy considerado. Un buen amigo. Nuestra amistad era tan firme que el capitán de la compañía ordenó que nos pusieran juntos en la misma tienda de campaña por lo bien que nos llevábamos. Parecía que fuéramos hermanos. El resto era gente buena, tosca, que no sabía a qué santo la llevaban allí para defender qué, con qué motivo y razón. Por eso mi padre, que miraba por mí, quiso comprar mi plaza para que fuera otro en mi lugar. Esa figura se llamaba el sustituto. Mi padre trabajó de sol a sol en el campo, en la construcción, para ahorrar un dinero con el que comprar mi destino. Con dinero se lograba todo en aquel tiempo, bueno, por lo que se ve, ahora también. "Hijo quinto y sorteado, hijo muerto y no enterrado", decía la leyenda.

 

Ni un céntimo más

 

»Si el sustituto fallaba o desertaba eras tú el que pagaba el pato, porque entonces te tocaba a ti ir a la mili. Era una posición muy delicada, si fallaba el sistema. Mi padre me compró un sustituto por setecientas pesetas y veinticinco pesetas que le dio el primer día en Guadalajara para que comiera. Era un don nadie, un muerto de hambre, un aventurero. Por entonces con veinticinco pesetas se comía muy bien. El trato estaba hecho y mi padre tan contento. Me había librado de la mili en África, pero cuando nos las prometíamos más felices supimos que al otro yo, al sustituto, le habían metido en chirona. Entonces me tocó a mí dar la cara.

No sé por qué fechoría fue a parar a la cárcel, pero el caso es que me tocó a mí dar un paso al frente. En caso contrario me hubieran declarado desertor y la pareja de la Guardia Civil habría venido a por mí. Aunque era ya tarde y quedaba poco tiempo, mi padre se puso a buscar otro sustituto.

 

»-Padre -le dije-, no gaste ni un céntimo más, yo voy a África.

 

»-Pero aún estamos a tiempo, hijo. Deja que lo intente. Haré lo que sea, pediré prestado. Seguro que encuentro otro sustituto. Éste ha sido un caso de mala suerte.

 

»-Ni hablar. Ya está decidido. Ese dinero que tiene usted previsto para el sustituto me lo envía a mí al cuartel, a Melilla, para que pueda vivir un poco mejor.

»Así fue y así se hizo. Mi padre me vio firme, me vio seguro del paso que iba a dar y así fue como marché a África. "No tenga penas -le dije-, porque voy a gusto".

Claro, que no podía imaginarme lo que me esperaba.

 

»El período de instrucción fue algo sencillo, sin complicaciones. Teníamos al mando un alférez, un sargento y un cabo. Han pasado setenta y cinco años pero aún recuerdo sus nombres. Don Félix Tapia Tapiador se llamaba el alférez, el sargento se llamaba Aguilar y el cabo, Zapata.

Nos sentábamos en una especie de cuadrilátero, sobre unas tablas, para recibir la clase de teórica. Llegó el capitán, nos ordenaron que nos pusiéramos de pie y nos pusimos.

 

»--A ver -preguntó el capitán, que nos miraba a todos con ojos de hastío-, ¿qué tratamiento tiene el capitán general?

 

»No contestaba nadie. Silencio. Allí nadie sabía nada. ¿Cómo iban a saber si la inmensa mayoría no sabía ni leer ni escribir ni las cuatro reglas? Nada. Ésa era la

España de entonces, pobre, atrasada, embrutecida, atemorizada.

 

»-A ver, es muy fácil ¿qué tratamiento recibe el capitán general...?

 

»Silencio.

 

»--A ver, tú, rubio -se dirigió a mí el capitán-, ¿cuál es el tratamiento?

 

»--De Excelencia -respondí-. Al capitán general hay que tratarlo de Excelencia.

 

»-Exacto. Veis, este muchacho lo sabe. Ya lo veis, de un pueblo ha venido, como vosotros. Tomad nota, no es tan difícil.

 

»Nos instalaron en el Hipódromo de Melilla. Ese capitán me dio vida y me libró de la muerte. Hasta entonces yo pelaba patatas y limpiaba los calderos. A partir de aquel día, fíjese de qué manera tan simple cambia la vida de uno, el capitán me libró de esos trabajos de eccehomo.

El día que nos entregaron el correaje y la impedimenta el capitán me mandó llamar.

 

»-¿Da su permiso?

»-Pasa.

 

»-A sus órdenes.

 

»-¿Qué oficio tienes? -preguntó.

»-Carpintero -eso era lo que puse en la ficha.

»-Bien, muchacho, puedes retirarte, tengo algo para ti.

 

»Después de esa conversación me llamó el brigada y me dijo: "Tienes que entregar todo lo que se te ha dado y mañana a las ocho estarás en la casa de tu capitán para trabajar con él".»

 

Ebanista

 

«A las ocho de la mañana estaba como un clavo en casa del capitán. Fue su asistente, Francisco Pellicer, el que me abrió la puerta. Me llevó a su cuarto y me puso al tanto. Yo estaba un poco preocupado.

 

»-Mira, Pellicer, no te conozco, pero te voy a ser claro. Yo soy carpintero pero un poco basto. Un aprendiz de ebanistería, como quien dice. Yo no sé fabricar estos muebles tan acabados. No vayas a confundir mis habilidades, que son limitadas. He puesto carpintero en la ficha porque me parecía lo más conveniente. Estas sillas, estos escritorios, estos bártulos y estos muebles son muy elegantes. Veo que eres un artista.

 

»-No te importe, Cañizo, que aquí ya te pondrás al corriente. Aquí estarás muy bien. Somos jefes. Sólo nos manda el capitán. Has tenido suerte.»Aquel hombre, el capitán, era el mejor que yo me eché a la cara en toda mi vida. Dicen que del servicio militar sólo nos quedan las cosas buenas, los buenos ratos y recuerdos, que idealizamos todo aquello. Es posible, pero aquel capitán era un caballero, humano y considerado.

Su casa fue para mí un refugio, un balneario. Un día el general Manuel Fernández Silvestre tocó a generala, nos llamó a todos y allí fuimos con él a la montaña para ocupar posiciones. Hacían falta hombres. Su propósito era el de avanzar hacia Alhucemas, pero se ve que tropezó con difucultades. Me dieron el alta de instrucción, que había casi olvidado. Me costó ponerme al día. Perdía el paso, se me había olvidado marchar, la media vuelta, armas al hombro, y todo aquello. El caso es que llevaban una carricuba al fuerte Camellos, arriba, me salí de la fila para llenar mi cantimplora de agua. El sargento me echó la vista encima, vino y me arreó una bofetada.

 

»La verdad es que no nos arreaban. Ésa, la mía, fue la única bofetada que yo vi que nos dieran, al menos en nuestro regimiento. Se me había olvidado un poco la disciplina. De los oficiales no tengo queja. Nos trataban bien.

Casi no salíamos del Hipódromo. Melilla nos quedaba lejos.

Había una maquinilla de vapor para bajar, como la que circulaba de Chamartín a Colmenar Viejo en Madrid.»

 

Rutina

 

«Nuestra vida era la rutina, la instrucción, la espera. Todos nos acordábamos mucho de casa porque el cambio era radical. De la protección de la familia y la aldea, ¡hala!, a África, un paso brusco por mucho que sonaran canciones andaluzas en las casas y las chicas llevaran geranios en el pelo. Yo no había salido de mi casa. Al principio, tal y como me prometió mi padre, me enviaba las quince pesetas mensuales que guardó para el sustituto. En efecto, empezó a mandarme el dinero, hasta que le dije que ya me las arreglaría, que esas veinte pesetas las guardara para sus necesidades. Nos pagaban veinticinco céntimos diarios.

 

»En el campamento todo eran rumores. Radio Macuto, que luego la llamarían así, funcionaba las veinticuatro horas del día. Que si nos llevan allí, que si nos traen acá, que si salimos mañana, que si nos van a concentrar a todos en Annual, que si los moros se han envalentonado y va a haber gresca... El fregado lo llamábamos. Que hay fregado. Que el general Silvestre se tira para delante. Se decía que Silvestre le había pedido la fuerza al alto comisario Berenguer y éste no se la daba. Que estaban peleados, pi-cados, que buscaba la perdición de Silvestre, que se pegara el tortazo. Que Silvestre era muy osado. Se fue a Madrid, donde era siempre bien recibido en la corte de don Alfon-so XIII, en la que había sido edecán, y pidió la fuerza, las tropas que Berenguer le negaba. Tampoco se las dieron, al menos de forma oficial y en el número que él deseaba por-que era insaciable, pero algunas palabras de ánimo debió de recibir. El caso es que Silvestre estaba decidido a movilizarnos, a hacer la guerra por su cuenta. Salió la orden, y emprendimos la marcha hacia el campo, fuera de Melilla, a tomar posiciones. El capitán nos reunió a Pellicer y a mí. Era la despedida.

 

»-Ya no os puedo tener más aquí -dijo con aire compungido-. Han llamado a los de destinos, tenéis que subir al campo, pero seguiréis siendo los carpinteros de la compañía. Que tengáis suerte.

 

»Mi compañía era la sexta del Segundo Batallón del Regimiento de San Fernando. Por delante de nuestra posición, no lejos de Annual, acampaba la policía indígena. Te-nían armamento de todas clases. Hacían las descubiertas por las mañanas, las aguadas y todo eso. Cuando nos correspondía a los españoles ir por agua, siempre había algún herido. Los moros eran buenos tiradores, por lo general.

Durante aquellos meses, en la posición se escuchaban tiros esporádicos: eran los pacos, los francotiradores moros que acechaban a las columnas. El general Silvestre perdía los estribos cuando le mataban a un soldado. Pronto le matarían a diez o quince mil, quién sabe, y no pudo soportarlo. Era un hombre apuesto, con los bigotazos de la época, aguerrido, muy marcial, campechano, un poco impaciente y alocado, pero yo creo que buena persona. No puedo decir nada malo de él. Juré la bandera ante Silvestre en la Plaza de España. Todavía lo veo allí sobre la tribuna como si nos mirara en el desfile a cada uno de nosotros, sus soldados.

 

»Si perdía los estribos ante la muerte de un solo soldado puede imaginarse lo que debió de sufrir cuando vio a sus pies a miles de soldados españoles desbordados por los rifeños, los cuerpos profanados. Debió de volverse loco y se pegó un tiro. Un día vino a vernos a los de San Fernando, nos arengó en aquel estilo suyo tan patriótico y no le volvimos a ver más.

 

»Nos adjudicaban la protección de una cabila, de una tribu. Se dejaba con ella a un destacamento. Yo, que iba con los cazadores de línea, presentí algo cuando apare ció el jefe de la cabila que nos correspondía a parlamentar con nuestros jefes. Dejaron de sacrificar toros y terneros en señal de sumisión. Los disparos fueron en aumento, lo mismo que las alarmas. Batían a nuestros convoyes de aprovisionamiento y con la subida de la tensión crecía el número de bajas. Se lo dije a mi amigo el de Cabanillas, Julián

Camino: "Aquí pasa algo o va a pasar algo gordo. Yo creoque los moros vienen a por nosotros. Puede arder Troya, Julián. Veo a los moros y a nuestros jefes muy excitados".

El heliógrafo, los espejos de señales no dejaban de funcionar. Eran SOS. Según la extensión de la cabila se quedaba a su cuidado un destacamento o una compañía. A nosotros nos tocó la cabila de Ichtiuen. Al principio teníamos de to-do, comida abundante y pastillas de tabaco picado marca La Bandera o La Rifeña, que valían quince céntimos. Era prensado y había que liarlo. Después, atacados los convoyes por los rebeldes, empezó a faltar de todo.»

 

Como un padre

 

«El capitán era un hombre muy bueno, como nuestro padre. Era valenciano, don José Fe Llorens. De la noche a la mañana los de la cabila desaparecieron. No hubo ya más conversaciones ni visitas ni chau-chau. Así sobrevino la catástrofe. Cuando volvieron estaban armados hasta las muelas. Venían a por nosotros en tropel. Cientos y cientos de chilabas terrosas contra nosotros, los caquis.

Quedamos deshechos. El heliógrafo dejó de centellear en los alcores. No se puede describir lo que pasó allí porque fue la confusión de gente que huía y atacaba, de bestias y hombres entrelazados hacia la muerte, de descargas por todos lados, de culatazos y bayonetazos, de soldados y moros, de relinchos, de aullidos de los malheridos, de blasfemias e imprecaciones, gritos de angustia, ráfagas de ametralladora, explosiones de granadas, de tiros de cañón. "¡A mil, corrector, cuarenta! ¡Carguen! ¡Batería en descarga!

¡Fuego!", y disparos de fusil que desgarraban el aire, de humo, de gritos inhumanos. Vi a uno de los nuestros que ajeno a todo orinaba sobre un cañón, como se hacía para refrigerarlo, con la sonrisa en los labios, una sonrisa de lo-co. Fue tal el desorden que todavía veo a compañeros míos que, llenos de miedo, se quedaban paralizados en la huida, que se tapaban los oídos con las manos, que arrojaban el fusil al suelo. Yo no quería pensar, tan sólo quería correr.

"No dejo mi fusil -me dije-, para que estos moros me rematen con él". Perdí de vista a Julián Camino. Allí quedó, entre mulos despanzurrados, en los aledaños de la posición con el cráneo reventado de un tiro a poca distancia. Yo no tenía educación política, pero después de ver aquello me hice de izquierdas. No había derecho a lo que hicieron con nosotros. Tirabas de la guerrera de un muerto para arrojarlo en la fosa y se desprendía la piel.

 

»El capitán Llorens me despidió a toda prisa. Me entregó un talego de ropa usada. "Toma -me dijo-, si puedes llegar a la plaza le dices a mi mujer y a mi hija que me han matado, que he corrido la misma suerte que papá.

Y tú escapa, corre hacia la vía del ferrocarril". Fue el sálve-se quien pueda. En la tómbola de la caja o la faja, el ataúd o el ascenso, resultó ganadora la caja. Pero ni siquiera la hubo, los buitres se encargaron gratis de la funeraria. Todo ardía a nuestro alrededor. Retrocedimos como pudimos, nos abrimos paso a tiros. Yo tuve mucha suerte. Guardaba para mí una bala, la última, que me estaba destinada antes de caer en manos de los moros.

 

»Uno de la compañía, Saturnino, me confesó ho-ras antes que había pensado en pedir voluntario para la aguada. Su propósito no era cargar agua sino lanzarse a campo abierto hacia la línea de ferrocarril a Melilla, por-que aquellas conversaciones nerviosas con el jefe de la cabila y el aumento de la actividad enemiga le daban, como a mí, muy mala espina. Prefirió quedarse. Se cumplieron sus malos presentimientos. Fue una avalancha de morancos. Allí estaba Saturnino, muerto boca arriba, cubierto de polvo.

 

»Un turbión de moros y una estampida la nuestra. "A mí no me desarman los moros", pensé mientras corría a campo traviesa. Ahí es donde los hombres ya no tuvieron donde caerse muertos. Según salían del puesto, los mataban a placer, los mataban con tanta facilidad como al pim pam pum. "Si me quitan el fusil me escabechan", pensé. Sólo pensaba en eso y en perder de vista a los moros. En la huida, al menos en su primera parte, el capitán, que tiraba muy bien, nos protegió, cubrió la retirada para salvarnos. Vadeamos el río mientras disparaban a diestro y siniestro. Ahora los moros ya no necesitaban dar saltos de rana para aparecer y desaparecer a nuestros ojos. Estaban al descubierto.»

 

Cerca de mi madre,

 

«Recuerdo aún los gritos de algunos oficiales nuestros tratando de poner orden en el guirigay, voces de "¡Viva España! " "¡Agrupaos! ", confundidos con los ayes y los aymadres. Traspusimos un vallejo de olivas. Allí las olivas son muy pequeñas. En ese valle había visto a las mujeres de las cabilas uncidas al arado, hacían de vacas para la labranza. No había ya frente. Nos tiraban por todos lados, sin línea de fuego ni nada que se le pareciese.

 

»Yo en lo que pensaba, ya digo, era en no ceder el fusil, pero sobre todo en morir lo más cerca posible de mi madre. Metro que avance, metro que muero más cerca de mi madre. Esa idea se impuso en mí como una obsesión.

Corría en dirección a mi madre como los moros rezan en dirección a la Meca. Los soldados pensamos siempre en nuestras madres. sobre todo en esos momentos en los que ronda la muerte. El capitán me había aconsejado: "No pierdas la línea del ferrocarril, aprieta a correr, tírate por el barranco y pégate al ferrocarril".

 

»Durante el día me escondía entre los matojos de adelfas, entre las matas de lentisco y los acebuches, en alguna rugosidad del terreno, tumbado, quieto, acurrucado, inmóvil como si estuviera muerto. Al anochecer me ponía en marcha con el ferrocarril de Melilla como punto de referencia. Iba con un gallego y un malagueño. De vez en cuando se incorporaba gente huida que llegaba hasta nosotros con pésimas noticias: en Annual habían caído todos. De pronto desaparecía uno o aparecía otro. Estábamos derrengados.

Les dije a mis compañeros: "Si nos ven estamos perdidos. En cuanto los tenga a tiro les zumbo, si puedo". No fue necesario porque los raíles nos llevaron. hasta Melilla. No fuimos ni los primeros ni los últimos. Dimos la orden, nos respondieron y nos llevaron hasta un barracón del cuartel del Hipódromo. La excitación era grande porque había grupos de civiles que pedían armas para defenderse del ataque de los moros que consideraban inminente.»

 

Tomar Melilla

 

«No sé por qué Abdelkrim no tomó Melilla. La tenía rendida a sus pies, con tan sólo mil ochocientos hombres para su defensa. Debió de pensar que la escabechina sería tan espantosa que levantaría a toda España en armas y que tendría repercusiones internacionales. O pensó que había para su defensa más hombres de los que en realidad había. No disponían de artillería de campaña. Estaban tan desconcertados por su rápido triunfo que no fueron capaces de dar el último empellón a Melilla. 0 fueporque el moro Abdelmalek, nieto del héroe argelino Abdelkader, les hizo frente con los Beni Sicar... La verdad, estaban cansados de guerrear, el moro es voluble, inconstante. Ya habían saqueado lo suficiente y querían volver a casa para la cosecha. Por las aspilleras, protegidas por un vallado de piedra, la guarnición apuntaba sus fusiles hacia

Abdelkrim. Por suerte para todos, no vino. Dicen que a todo ejército en derrota hay que dejarle una salida.

 

»Nos encerraron en el barracón como si fuéramos apestados. Nos aislaron del mundo exterior. Ni a mi padre pude escribirle unas líneas. Nadie debía enterarse de lo que había pasado en Igueriben, Annual o Monte Arruit o en Ichtiuen: el pánico es contagioso, el honor se guarda en el silencio. Llegó gente desperdigada, se rehicieron los regimientos y nos llevaron otra vez a la guerra. Otra vez contra el moro, sin apenas habernos repuesto del desfondamiento. Estábamos aturdidos y humillados. Queríamos vengarnos, pero allí no parecía existir una idea o un programa para nosotros. Todo lo que hacían era sacarnos de la barraca para pasearnos por Melilla. Sonaban las marchas militares y los pasodobles. Las bandas de música no dejaban de tocar y las mujeres lloraban. ¿Cuándo se ha ganado una guerra con bandas de música y lloros de mujeres?

 

»Los barcos de guerra nos alumbraban durante la noche, iluminaban las zonas de despliegue, porque también operábamos en la oscuridad. Alumbraban y caponeaban. Al volver de las operaciones, me llamó de Mayoría un muchacho que era machacante del sargento. Todo el que fuera de oficios podía solicitar ir a la Península para examinarse. El escribiente se orientó a mí: "Oye, Cañizo, tú podrías solicitar un puesto". "¿Cómo?" "Yo te lo preparo si quieres. Viene la convocatoria de los exámenes en el Diario Oficial." Era un tal Vicente Morcillo: "Pues sí, vensa". Firmé el papel y se lo entregué al comandante mayor que a su vez se lo pasó al coronel. El coronel no puso muy buenas barbas, pero como era conducto oficial no hubo más cáscaras que tramitar la petición. Fui a Madrid, me examiné para forjador y salí bien. Ya el resto del servicio militar lo hice en Madrid. La forja me salvó de África. Me dije: "Si he dominado la madera como carpintero lo mismo podré hacer con el hierro".

 

»Supe que mi padre había sufrido mucho. Todos me dieron por muerto. Fue tal la hecatombe de África que se corrió por todos los pueblos que los moros nos habían matado a casi todos, que muy pocos habían logrado salvar el pellejo. Le paraban a mi padre y le decían: "Lo sentimos mucho, Cañizo. Tu hijo es un héroe que ha caído por la patria, como un valiente". Otros, que sabían a ciencia cierta que habían perdido un hijo, se acercaban a él para darle el pésame y compartir penas: "Cañizo, que también mi hijo ha caído". "Bueno -respondía mi padre-, que yo no lo sé de seguro, que no recibo carta de mi hijo pero tampoco me han comunicado su fallecimiento por telegrama".

 

»Mi padre cayó en un silencio absoluto. Se quedó mudo, ensimismado. Mis hermanas le preguntaban de vez en cuando: "¿Qué le pasa a usted, padre, que ha dejado de hablar?". "¿Qué queréis que os diga? -replicaba-, no me ocurre nada. Estad tranquilas". Y no decía más. Se encerró en sí mismo, en su silencio pensando en mí, en mi suer-te. Los demás hermanos fueron excedente de cupo. Yo fui el único que hizo la mili.

 

»Al llegar a Madrid mi primer pensamiento fue el de abrazar a mis padres. Francisco y Juana se llamaban. Fui al sargento y le pedí: "Mi sargento, que he venido de

 

África, mis padres estarán preocupados, no saben nada de mí". "Tú verás -me respondió-, tienes un día de permiso no oficial". Me fui a la estación, me metí en un vagón de segunda con dirección a Guadalajara. "Al toque de diana, a las ocho de la mañana, tienes que estar aquí", me encareció el sargento. Antes de arrancar el tren, apareció en el vagón un señor todo vestido de negro, con chistera y un manojo de papeles en la mano. Me incorporé. "Siéntate", me dijo. Era el marqués de Ibarra. Conocía a mi padre. "Sí, tu padre me ha trabajado en casa -me dijo-, te acercaré en coche hasta Torija". Desde allí fui andando hasta Rebollosa, dos o tres kilómetros. Era ya de noche. El pueblo se hallaba en silencio, dormido. Llamé por la puerta de atrás de mi casa. Mis padres estaban acostados. "Que llaman", oí que decía mi madre. "Qué van a llamar a estas horas, será el viento. Duerme", dijo mi padre. "Que llaman", insistió mi madre. "Chico, que llaman." Brilló la luz de un candil. "Soy yo -grité-, soy José, que vengo a verles a ustedes. Tengo unas horas, sólo unas horas de permiso". Nos abrazamos los tres y lloramos juntos. No sé cuánto tiempo estuvimos así de pie con los brazos y las manos tendidas sobre los hombros, mi madre, mi padre y yo, en corro.

 

»Salí antes del amanecer y andando fui a Guadalajara, cerca de veinte kilómetros. Llegué a tiempo para la formación. Después de mi regreso mi padre volvió a hablar como antes.»

 

Capítulo XVII

 

La historia de Julián Sanz

 

Julián Sanz Magro, de noventa y siete años, aparece a la solana, con la espalda pegada a la tapia. Estamos en la plaza de su pueblo, Taragudo, entre la Campiña y la Alcarria. Julián lleva garrota en la mano y un faria en la boca. He preguntado por don Julián, el excombatiente en África durante el desastre, y me responde al cabo de un rato, taimado, tras las oportunas averiguaciones y tanteos, que es él el que busco. Don Julíán en persona. Tras las presentaciones de rigor, pasamos a la taberna, reaviva la estufa con algunos leños de encina y después de contar chistes pícaros, cada vez más subidos de tono, se pone a desgranar sus recuerdos del Rif:

 

«Yo estaba en la primera compañía de Globos y era de cuota, o sea, que mis padres habían pagado equis pesetas. Si estallaba una guerra o cualquier cosa por el estilo, nos librábamos de ella. A la guerra sólo iban los pobres y los tontos. Se ve que la ordenanza cambió porque a los de mi quinta nos llevaron a África. Se acabó la cuota, la redención a metálico del servicio militar. Don Alfredo Sosa era el capitán en la plaza de

Guadalajara. Me mandó recado con un músico que tocaba en las fiestas de mi pueblo para que me presentara a él. Estaba en la cama cuando llegué. Charlamos un rato. "Déjame que me vista", dijo. "Si me es igual que esté encamado que no, podemos seguir hablando. Por mí no se preocupe, mí capitán." Total, que él fue el que me dijo: "Te ha tocado África, si algo quieres recurre a mí porque estoy aquí para algo".

»Éramos la tercera compañía, del Regimiento de

Aerostación. El coronel de los dos cuerpos, los de Aviación y Aerostación, don Jorge Soriano, vino a presentarse a nosotros. Estaba al tanto de todo. Yo tenía a mi lado a un amigo que ya murió, Eugenio Motino, que era hijo solo. El capitán nos sacó a los dos, pronunció nuestros números.

Iba de fila en fila eligiendo a los soldados. "Usted, un paso al frente, ¿cómo se llama?" No crea que se equivocaba el tío cabrón: sacó a cuarenta y tantos de cuota, o sea, de los que habíamos pagado para no ir a la guerra. Así se formó la compañía de doscientos hombres.

 

»Nos convocaron para las siete de la mañana en el cuartel con objeto de pasar lista. El capitán se llamaba Félix Martínez Sanz. No parecía dispuesto a dejarnos respirar. Era un hombre muy quisquilloso, iba a vigilar las guardias por la noche en el barracón. En la compañía nos despabilaron. "Tened mucho cuidado que el capitán acecha." Esa primera noche yo estaba de guardia con uno de Robledillo. Le advertí: "Cuidado, Robledillo, no te duermas, estáte atento". Yo me encontraba en la puerta de atrás frente a un terraplén cubierto de cardos. Me puse junto a la garita para resguardarme del frío cuando sentí que se movía el matorral. Me puse en guardia. "Éste es el capitán que viene a por nosotros." Levanté el fusil, abrí el cerrojo y le metí un cargador. "Como asomes, te tumbo."

 

»Cada cuarto de hora el centinela que estaba a las puertas de guardia nos daba la voz de "Compañero, alerta" y tenías que contestar "Alerta estoy". Pasó un cuarto de hora, pasó media hora y el de Robledillo que no daba señales de vida. "Ése se ha dormido", pensé. "¡Alto, quién vive! ", chillé mirando en dirección a la retama. Silencio.

Le eché el alto por segunda vez: "¡Alto, quién vive que le escerrajo!". Vi que se arrastraba por el suelo entre la maleza. En eso grité: "¡Centinela, alerta está!". El de Robledi-llo estaba dormido, roncando como un bendito.

 

»En lugar de venirse hacia mí, el capitán salió reptando hacia atrás, hacia arriba por un camino que llevaba a Globos. El de Robledillo tuvo suerte porque el capitán iba con la intención de desarmarle y de arrebatarle el fusil. Se le hubiera caído el pelo. Pero a mi compañero de guardia se le enredó el portacarabinas en una pierna. No le pudo quitar el arma. Si se lo quita le fusila. Nuestros padres se enteraron de que nos llevaban a África gracias al músico que era herrero en Hita y que tocaba el violín. Fue el que hizo correr la voz. En Guadalajara cerraron las tiendas y el ambiente era de consternación. "Pobrecicos, van a África."

»Yo tenía una buena amiga, una monjita de Sigüenza. Se encariñó. La veía todas las mañanas cuando bajaba a pasar lista y ella a velar a los enfermos. No nos decíamos nada, nos limitábamos a mirarnos. Hasta que una mañana la abordé: "Qué, hermanita, llevamos tres años viéndonos y no nos decimos nada...". "Estoy todas las noches de vela. Mi misión es asistir a los enfermos", contestó.

A partir de entonces departíamos todos los días. Cuando confiamos un poco el uno en el otro le pregunté algo que me intrigaba: "Hermana, ¿cómo usted, con lo guapa que es, ha podido meterse monja?". "Pues mire, Julián -me contestó sor Teresa, que así se llamaba, he estado tres años hablando con un muchacho en Sigüenza. Estábamos para casarnos y sin decir ni chus ni mus se enamoriscó de otra y me dejó en la estacada. Yo, pensando en que no había ya nadie capaz de quererme, he vestido los hábitos". "Pero, hermana, ¿cómo puede llegar a pensar, con lo bien parecida que es, que ésa era su última oportunidad?" Si yo le digo algo en este momento, no sé lo que hubiera pasado.

Estaba deseosa de comprensión y cariño.»Librarse de la guerra

 

«Se acabó la cuota. Nuestros padres pagaban unas cinco mil pesetas de aquellos tiempos para librarnos de la mili. Cumplíamos cinco meses en el cuartel de Guadalajara y al siguiente reemplazo otros cinco meses, pero ahora nos llegaba la hora de África. Sor Teresa, la hermana carmelita, bajó a ponernos a los africanos el escapulario de la Virgen del Carmen. Estábamos formados, mis padres enfrente y los familiares. Viene sor Teresa hacia mí y me pregunta de sopetón: "¿Es que no quieres ponerte el escapulario, Julián?". "Pero cómo no voy a querer sí soy un cristiano como otro cualquiera." Me quité el ros, el morrión, una especie de sombrero redondo, sin alas. Ella entonces metió el escapulario por el pescuezo. "Ahora, ¿permites que te dé un beso,

Julián?" "Pero, sor Teresa, lo que usted haga estará bien hecho." "Julián -añadió-, este escapulario no lo olvides en la vida, aunque se haga cachos, llévalo siempre contigo".

 

»Subimos al tren, que era un mercancías en el que transportaban a los cochinos o a las ovejas. Hacía un calor agobiante. Al llegar el tren a Alcázar de San Juan nos apeamos cuatro o cinco de la compañía. Avistamos unos montones de sandías y melones que abrían el apetito y saciaban la sed con sólo verlos. En ésas estábamos cuando el capitán dio inesperadamente la orden de marcha al convoy y tuvimos que correr detrás del tren. Allí nos dejó, en tierra. Venía con nosotros un cabo que era de Auñón. El hombre parecía acobardado. "Nos la hemos buscado, de ésta no salimos sin haber llegado a destino", se lamentaba. El jefe de la estación de Alcázar de San Juan era un señor. "¿Se ha enterado de lo que nos ha pasado?", le pregunté. "Sí, éste es un tío cabrón -respondió-, lo ha hecho aposta, os ha dejado en tierra aposta". "Mire, pues avise a todos los que trabajan en la estación que vamos a comernos ahora mis-mo las sandías y los melones. Están invitados." "Va a entrar un expreso y en ése vais a montar. Yo me encargo. Tranquilos", dijo el ferroviario.

 

»Nos comimos las sandías, tan contentos. El jefe de estación nos llevó hasta el mismo vagón del expreso y encareció al revisor: "Mucho cuidado, no te metas con éstos.

Van de mi cuenta". Al cruzar por el tren de la compañía que estaba parado sacamos nuestros pañuelos y les saludamos. Bajamos y nos presentamos al capitán. "A la orden de usted, mi capitán." El cabo agachó la cabeza. "¿Cómo es que habéis tenido la suerte de coger ese tren? Sois unos imprudentes". "¿Y cómo es que usted, mi capitán, salió arreando? Con todos los respetos, ¿de quién ha sido la imprudencia, de nosotros o suya?"

 

»No pasó nada. Al llegar a Málaga formamos en el cuartel de la Aurora. Nos numeró el capitán por si faltaba alguien. Estábamos todos. Después el capitán, el teniente y los suboficiales decidieron darse una vuelta por Málaga.

Con Mariano, Perfecto y el Hipólito me presenté al teníente. Yo quería conocer Málaga. Si nos daban para el olivo en Marruecos eso que me llevaría al otro barrio. "Mire usted

1e dije al teniente-. ¿Le parece bien que unos se vayan de jota y nosotros nos quedemos de esclavos? Mi teniente, no nos parece justo". "Vamos a formar -respondió-, toma nota". Éramos doscientos. "Si alguien escapa o desaparece será vuestra la responsabilidad." Volvimos todos. "Mirad prometió el teniente-, si cuando volváis de África, Dios lo quiera, sigo yo en este cuartel, os daré un café como no lo hayáis bebido nunca y al que fume le regalaré un puro. Sois responsables, habéis vuelto todos. Enhorabuena".

»Marqués del Campo, se llamaba el barco que nos llevó hasta Melilla. Los moros estaban apostados en el Gurugú.

La gente parecía asustada, lo cual no era extraño después de lo de Annual. Si tardamos unos días, los moros se meten en la plaza y hacen una serraczña. Con sus chilabas pardas los moros del Gurugú parecían un hatajo de ovejas. "Hay que nombrar sesenta personas de guardia", ordenó el capitán Sanz. Me tocó a mí entre otros. Era la primera guardia. Y había una muchacha que cuando bajé se acercó a mí y me abrazó gimoteando. "Qué lástima -dijo-, van a entrar, que van a entrar". La chica era de Melilla, de padres israelitas, pero estaba cristianada. Su familia era dueña de una tienda en la que había de todo. Me pareció que estaba asustada.»

 

Una chica hebrea

 

«Salimos de patrulla por Melilla y cruzamos por la capilla del Santísimo Cristo, el de la Buena Muerte. Nos santiguamos al pasar. Por la mañana tomábamos café cuando se presentó la chica hebrea con dos amigas. "¿A que no te atreves a echarles un piropo a esas tres?", me retaron el Hipólito, de Cañizar, y el Perfecto, que era primo suyo. Dije así: "Las tres flores más bonitas que ha criado la primavera en Melilla, quién las pudiera besar". Las otras dos eran hijas del comandante de la Marina. Yo creo que le hice tilín a la israelita. No es vanagloria, noté que me miraba con buenos ojos. Me visitó varias veces. Al día siguiente llegaron Dámaso Berenguer, el alto comisario, su hermano Federico, el general Cabanellas, Sanjurjo y Franco. Federico Berenguer ordenó que no formáramos, que no se saludara a los jefes. Tomábamos un café sobre un bidón cuando alguien se acercó por la espalda y me tocó en el hombro. Eraun capitán de Artillería. "A la orden de usted, mi capitán."

"Muchacho -dijo-, ¿quieres ser mi asistente?". "Mire usted, yo soy ingeniero y usted es artillero..." "Eso no importa, porque yo vengo a corregir el tiro de la artillería des-de la canastilla del globo." Subido al globo y provisto de unos prismáticos, su misión era la de rectificar o confirmar el tiro, más a la izquierda, más a la derecha, avancen, retro-cedan, etcétera. "Yo estoy dispuesto a obedecer lo que us-ted me diga, mi capitán." "Cuando termines el desayuno te vienes a la puerta de la Comandancia en el puerto que iremos a recoger mi maleta que está en el barco."

 

»Así entré a su servicio de machacante. Una tarde, mientras escribía una carta a mis padres, me mandó llamar. Era la israelita, la judía cristianada, que había ido a buscar me. "Mira, Julián -me dijo en un aparte-, no te voy a decir más que tres palabras. Creo que me gustas y quiero que aceptes mi proposición". "Mira, Isabel -le contesté, se lla-maba Isabel Bellver y tenía su casa en la calle Alfonso XII-, yo acepto tu proposición siempre y cuando tú seas una mujer prudente y decente, cosa que creo que eres". Era morena, guapa, radiante, decidida, no muy alta pero proporcionada. El hermano, Antonio, era bastante más alto que ella. En cuanto a los padres no les entendía nada cuando hablaban entre ellos. Así fue como Isabel y yo entablamos relaciones.

 

»Yo viajaba todos los días desde Melilla a Nador en el tren regimental. Era el que llevaba el municionamiento, los comestibles, etcétera. Isabel se empeñó en que me quedara en su casa. "En la habitación de mi hermano hay dos camas. Podéis dormir muy bien los dos." "Mira -le con-testé-, yo estoy sujeto a las armas, al reglamento de la compañía, no soy un particular, compréndelo".

 

»Era una chica que lo daba todo. Cuando iba con tres o cuatro compañeros a tomar algo al bar La Campana,ella corría con todos los gastos. Llevaba una faltriquera blanca, de seda. Me estampaba un beso y decía risueña: "¿Sabes a lo que vengo?". Si éramos cuatro como si éramos seis.

Llegaba a la repostería, corría la cortina y le preguntaba al camarero: "A ver, qué gasto han hecho aquí los muchachos".

Y pagaba. La querían todos por eso, por su generosidad y su carácter alegre. Se había encaprichado de mí, estaba claro. Yo me dejaba querer. La verdad.»

 

Tiempos heroicos

 

«Eran los tiempos heroicos de la aerostación y de la aviación. Una tarde en Nador, cuando ya construimos el barracón, se subió mi capitán a un globo para seguir con los prismáticos la evolución de los moros en plena montaña. Al parecer no vio nada, ni rastro de la morisma. Cuando el globo empezó a descender y soltaba lastre, apareció carretera adelante hacia Nador uno de los aviones de Melilla. Cuando vimos el avión, que pilotaba el teniente Mateo, nos dijimos para nosotros: "Este se estampa encima". En efecto, segó el cable del globo, el globo se fue a las alturas impulsado por el viento. Y cayó la canastilla del capitán a nuestros pies entre un remolino de polvo y el avión panza arriba. El teniente Mateo gritaba desde la carlinga: "Auxiliarme, que me he roto un brazo y una pierna". Y el capitán, nuestro capitán, le recomendaba: "Ten paciencia que ya iremos a socorrerte". Estábamos tirados todos en el suelo, con el susto en el cuerpo. Si explotan las bombas del avión la diñamos todos. Fuimos a por las bombas, las sacamos y las dejamos en la santabárbara donde guardábamos los recipientes del gas para inflar los globos. Al teniente Mateo, el aviador, no le volvimos a ver más. Le trajeron a la Península al hospital.

»En un avance llegamos a Dar Drius, evacuado por el general Navarro, allí pude comprobar la dimensión del desastre. No había quien se tuviera en pie. Era el horror, las moscas, las ratas, los muertos, la peste, el olor nauseabundo.

Quedaron miles de españoles muertos sobre el terreno. El viento nos traía la tufarada, el olor a cadaverina. Ni con los pañuelos en la nariz y en la boca se iba aquel olor dulzón a podredumbre humana. Nos ordenaron abrir una zanja, larga, profunda para enterrar los cuerpos. Allí comprobamos la locura que había cometido el general Fernández Silvestre al ordenar avances tan insensatos. De Annual a Ben Tíeb, de Ben Tieb a Dar Drius, de Dar Drius a Monte Arruit, de Monte Arruit a Zeluán, de Zeluán a Nador y de Nador a

Melilla los moros nos hicieron polvo en la retirada. No estábamos preparados para esa ofensiva porque no había moral en la tropa, ni medios ni provisiones ni armas adecuadas. El alto comisario Berenguer no sujetó a Silvestre. Silvestre buscaba victorias fáciles, marchaba sobre territorios que creía conquistados. Pero los rifeños de Abdelkrim cedían terreno a la espera de su oportunidad. La tuvieron y la aprovecharon a conciencia.

 

!De qué servía dejar unas pocas guarniciones desperdigadas, aisladas, incomunicadas, con sus sacos terreros, sus aspilleras, sus alambradas de espino a merced del enemigo, quince, veinte hombres tirados en jergones con pocas raciones de agua y víveres y unos cuantos fusiles? ¿Sabe lo que hacían algunos? Echaban las patas por arriba de los parapetos a la espera de un tiro de suerte. ¿Es que no contaba con las cabilas armadas a retaguardia, con un levantamiento de las tribus? Silvestre dejó la Comandancia General de Melilla desguarnecida y a su ejército disperso. Se hablaba nada menos que de ciento treinta o ciento cuarenta posiciones que jalonaban aquella marcha, la guerra relámpago hacia Alhucemas. En su orden de abril de 1921, o sea, tres meses antes de Annual, Berenguer felicitaba a las tropas que tomaban parte en la ofensiva: "Recibid con tanto acierto la más efusiva felicitación, que espero reiteraron pronto en la bahía de Alhucemas, perseverad en vuestra actuación, que colma las aspiraciones del que se honra siendo vuestro alto comisario y general en jefe". Fir-mado, Dámaso Berenguer. Si Fernández Silvestre fue un temerario, imprudente, también lo fueron Berenguer y el ministro de la Guerra por dejarle hacer.

 

»¿Quién era capaz de abastecer esas ciento treinta o ciento cuarenta posiciones sin medios de transporte adecuados y bajo el fuego de la guerrilla? Nadie. Silvestre pagó su atrevimiento pero a Berenguer le premiaron años después con el cargo de jefe de Gobierno. De Annual no sabíamos nada, tan sólo que la posición había quedado hecha trizas, incendiada, desaparecida. Ardieron hasta los muertos. En Dar Drius el viento nos traía ráfagas de polvo y de emanaciones de los cuerpos carbonizados, ceniza que nos daba en el rostro y que espantábamos como podíamos.

Los únicos que no eran culpables eran los muertos, aque-llos cadáveres momificados que arrojábamos a la zanja. Cientos y cientos de soldados desconocidos que no tendrían ni el consuelo de un enterramiento digno. Extendíamos una manta y cuatro soldados, cada uno tirando de una punta, envolvíamos en ella los cadáveres y a la zanja. Fue una mezcla de espanto y de ignominia. Aquellos muertos tenían padres, madres, novias, esposas, hijos, amigos. ¿Quién les daría a ellos una explicación sobre lo ocurrido? Se les envió a la muerte sin una buena instrucción, sin una explicación de lo que les esperaba, sin medios. Nos ordenaron correr en su auxilio cuando ya habían muerto, sólo nos quedaba darles la tierra. Vimos oficiales muertos, parapetados entre los mulos, arrebujados en ellos. No se salvaron en ese escondite porque la morisma dio con ellos y los decapitó sin contemplaciones. Otros se defendieron hasta la última bala. El mando no estuvo a la altura de la tarea.

 

»Hubo excepciones honrosas, de las que luego supimos. El capitán Escribano había salido para negociar con los moros, que no respetaron la bandera blanca y emprendieron el asalto a la posición. El capitán, visto lo visto, dio orden de que abrieran fuego sobre él y cayó junto a los rifeños que le rodeaban, destrozado por las balas y las granadas de sus hombres. Hubo resistencias dignas de Numancia como la del cabo Arenzana, que con cuatro hombres aguantó el ataque días y días hasta agotar las municiones.

Salió de la posición a pecho descubierto abriendo fuego con las balas de reserva, las últimas, hasta que después de una marcha extenuadora se abrió paso hacia la salvación en la zona francesa. O la gesta del capitán Amador, que en lugar de rendirse a los moros que se abalanzaban sobre él, falto ya de cartuchos, se defendió con su cuchillo hasta caer tronzado por una ráfaga.»

 

La fosa

 

«Nos pasamos días sepultando cadáveres. Allí terminó su breve paso por el mundo, cayeran boca abajo o boca arriba en la fosa. Lo que encontramos al llegar en el portalón de la fortaleza no es para ser descrito. Vimos a un soldado desnudo clavado de manos y piernas como nuestro señor Jesucristo, cubierto de moscas. Otro apareció atado a las rejas con la cabeza desplomada sobre el pecho, otros crucificados en las ventanas de las casas de la fortaleza con el uniforme hecho jirones, con las cuencas de los

»En un avance llegamos a Dar Drius, evacuado por el general Navarro, allí pude comprobar la dimensión del desastre. No había quien se tuviera en pie. Era el horror, las moscas, las ratas, los muertos, la peste, el olor nauseabundo.

Quedaron miles de españoles muertos sobre el terreno. El viento nos traía la tufarada, el olor a cadaverina. Ni con los pañuelos en la nariz y en la boca se iba aquel olor dulzón a podredumbre humana. Nos ordenaron abrir una zanja, larga, profunda para enterrar los cuerpos. Allí comprobamos la locura que había cometido el general Fernández Silvestre al ordenar avances tan insensatos. De Annual a Ben Tíeb, de Ben Tieb a Dar Drius, de Dar Drius a Monte Arruit, de Monte Arruit a Zeluán, de Zeluán a Nador y de Nador a

Melilla los moros nos hicieron polvo en la retirada. No estábamos preparados para esa ofensiva porque no había moral en la tropa, ni medios ni provisiones ni armas adecuadas. El alto comisario Berenguer no sujetó a Silvestre. Silvestre buscaba victorias fáciles, marchaba sobre territorios que creía conquistados. Pero los rifeños de Abdelkrim cedían terreno a la espera de su oportunidad. La tuvieron y la aprovecharon a conciencia.

 

!De qué servía dejar unas pocas guarniciones desperdigadas, aisladas, incomunicadas, con sus sacos terreros, sus aspilleras, sus alambradas de espino a merced del enemigo, quince, veinte hombres tirados en jergones con pocas raciones de agua y víveres y unos cuantos fusiles? ¿Sabe lo que hacían algunos? Echaban las patas por arriba de los parapetos a la espera de un tiro de suerte. ¿Es que no contaba con las cabilas armadas a retaguardia, con un levantamiento de las tribus? Silvestre dejó la Comandancia General de Melilla desguarnecida y a su ejército disperso. Se hablaba nada menos que de ciento treinta o ciento cuarenta posiciones que jalonaban aquella marcha, la

»Nos ponían inyecciones de caballo contra las epidemias, las pestes, el paludismo, el tifus. Nunca me dieron una mala fiebre ni una mala reacción. El capitán médico parecía asombrado. "Tú eres un granuja", me dijo. "¿Por qué?" "Porque te pongo la inyección y nada, mientras ya ves ahí tirados a cuarenta de tus compañeros, amontonados en el suelo, atacados por la fiebre. Eres más fuerte que un mulo. ¿Cómo te las arreglas?" "Es que, mi capitán, tengo un poder superior, un talismán, éste que ve aquí -le mostré el escapulario de sor Teresa-. Sé que ella reza por mí todos los días".»

 

Una palabra

 

«Isabel, mi novia hebrea, leyó en El Telegrama del Rif que la guerra se acababa o al menos entraba en una nueva fase. Parecía preocupada. "Claro =dijo con un mohín de desagrado-, ahora te irás". "Yo me voy, pero he dado una palabra y la cumplo. Si tú estás dispuesta a cumplirla, yo también. Somos el uno para el otro."

 

»Llegó la hora de la despedida. Ya en el muelle Isabel se abrazó a mí y no me dejaba marchar, no me soltaba.

"Julián", y "ay, Julián", y "ay, Julián". Se arrancó hacia el co mandante de la Marina y le pidió un salvoconducto para venirse conmigo. Yo iba a casa del comandante todos los días y tenía suficiente confianza con él. Le dije: "Mire usted, don Antonio [se apellidaba Generl, no se le ocurra darle un pasaporte porque la van a tratar como a una mujer de la calle. Yo voy a cumplir con el compromiso. Si ella quiere venir a mi pueblo deberá escribirme una carta en la que diga: `Espérame en tal sitio'. Y yo voy y la espero". La dejé en el muelle hecha un manojo de nervios y un mar de lágrimas.

»Mientras estábamos a punto de subir, el comandante le sugirió al capitán del barco que debía yo entonar una canción de despedida, un adiós a Melilla. Estaba el puerto abarrotado. Los melillenses se habían encariñado con nosotros porque los ingenieros fuimos de los primeros en llegar para salvarles de los moros. Dio una voz el coman-dante Gener y cesaron los rumores de la gente y los cuchicheos. "Guardad silencio -ordenó el comandante-, que Julián Sanz va a interpretar una canción compuesta por él sobre las posiciones que ha fortificado". No se movía una mosca. Y empecé así: "Tismanít, Beni Tuzin, Nador, Sidi Drius, Monte Arruit, La Esponja, todas las recorrí y en todas luché y eterna memoria guardaré. Tú fuiste el primero, Atalayón, donde tronó el cañón decirte adiós quiero, Atalayón, Atalayón, Atalayón". El monte del Atalayón es uno de los símbolos de Melilla y se encuentra entre el cabo Tres Forcas y el Cabo de Agua. Debió de ser un final perfecto y emocionante porque en el muelle la muchedumbre reaccionó como un solo hombre. Me gritaban y me arrojaban flores. Creí que me desnudaban a apretones.»

 

El adiós

 

«Cuando el barco Madrid-Luchana ponía proa hacia Málaga y cuando los saludos y los adioses sonaban cada vez más débiles en nuestros oídos hice un repaso mental, un resumen de lo que habían sido aquellos años. Cité, en la canción de despedida, a la posición de La Esponja porque estuve a punto de sucumbir en ella. Si no llega a ser por mí fortaleza, por el cariño de mis padres, el amor de Isabel y las oraciones y el escapulario de sor Teresa, creo que no hubiera podido resistir aquellas semanas malditas. Cuandonos relevó el Regimiento Galicia número 19 éramos cadáveres ambulantes. Rodeados por la morería, aislados, sin socorro ninguno, sin convoyes de aprovisionamiento, se nos acabaron el agua y los alimentos. Creí que no salía de aquélla. Es la única vez que he perdido la sonrisa. Por eso mis últimos pensamientos fueron para Isabel y para la posición de La Esponja de la que a duras penas salí con vida.

 

»Los del Regimiento Galicia se quedaron pasmados al vernos, chupados, los cuerpos enflaquecidos, los uniformes holgados, se nos habían quedado grandes, andrajosos, con la piel del color de la tierra, tambaleantes, debíamos de parecer fantasmas. Tuvimos que cruzar el río Kert. El alto comisario dio orden de que salieran veinticinco hombres del batallón para que nos auxiliaran, para que nos ayudaran a vadear el río porque nos caíamos de debilidad. Trémulos y descompuestos, tartaleábamos. Dámaso Berenguer nos hizo un favor. Más allá del río nos tenían preparado un rancho. Aquéllas fueron las bodas de Canaá. Durante las semanas del sitio, al ver cómo se agotaban el agua y las provisiones, sobre todo el agua, en comer piensa uno menos, soñábamos con atracones de alubias con chorizo, con. lonchas interminables de jamón, con hogazas de pan, con piernas de cordero, qué sé yo. Pues bien, allí nos esperaban calderas de judías con chorizo, cosa superior. Cada vez que me viene a la memoria La Esponja se me abre el apetito.

 

»Nos advirtieron que comiéramos con tiento, por-que nuestros estómagos se habían habituado a no recibir nada sólido. En efecto, cucharada de judías con chorizo que nos metíamos en el cuerpo, cucharada que vomitábamos en el acto. Fue una desilusión muy grande. Que todos nuestros sueños terminaran en arcadas y vomítonas... Hasta que después de echar las entrañas nuestros estómagos se acostumbraron a aceptar la comida con normalidad.

Días más tarde me hizo llamar el general. "¡Julián Sanz! -el ordenanza gritó mi nombre-. Que se presente usted al general." "¿Qué pasa, Julián? -me preguntó mi capitán-. ¿Has hecho algo?". "Que yo sepa, nada -le contesté-. No sé lo que querrá de mí, desconozco la razón". "Voy contigo." "No venga usted, mi capitán. No se preocupe. Me las apañaré solo." De todos modos vino conmigo y observó la escena a distancia, intrigado como yo por aquella inesperada convocatoria del general. "¿Da su excelencia su permiso?" "Pasa, pasa." No aguardó ni a que me pusíera firmes. Era un diluvio de palabras, una bronca monumental la que salía por su boca. "Eres un caballería, pero un caballería. Te voy a llevar a primera línea. ¿Tú crees que se puede tener a los padres, hermanos, primos, amigos sin darles noticias, sin responder a sus cartas?" Y otra vez: "Eres un caballería, esto no lo puedo tolerar". Yo no dejaba de darle vueltas al ros. Cuando hubo acabado aquella retahíla de palabrotas le pedí permiso para hablar. "Mi general, ¿me da su excelencia permiso para hablar?" "Sí, ¿qué es lo que tendrás que decir en tu defensa? ¿Aún te atreves?" "Mi general, que he estado semanas y semanas aislado en la posición de La Esponja, como sabe, despega-do del mundo, sin apenas comer ni beber, sin correspondencia, sin nada. ¿Cómo en esas condiciones podía enviar las cartas que he escrito, que aquí las tengo en el zurrón? Mírelas, mi general." Le mostré el mazo de cartas. No hizo ademán de verlas. Su expresión, severa hasta entonces, cambió por completo. Acababa de comprender que se había equivocado de plano. Se abrazó a mí. "¿Me perdonas, muchacho? Te había juzgado mal." "Está usted perdonado, excelencia." "Te lo pido por favor -añadió-, nunca he faltado a nadie como te he faltado a ti, sin razón ninguna. Tienes que enviar un telegrama a tu casa para confirmarque te encuentras bien. Nada más tomar el café de la mañana vendrá mi chófer a buscarte y te llevará en mi coche hasta Segangan. Desde allí irás a Melilla en tren."

 

»Fue una reacción muy de tener en cuenta en un general. Mi familia se había impacientado al no tener noticias y movió alguna influencia para interesarse por mi paradero. Mi capitán me dio permiso, como es natural, para salir a Melilla por delante de la compañía. "Cuando lleguemos allí te incorporas." Me deseó suerte. El mecánico llegó a la hora prevista. Me llevó como un señor hasta Segangan, casi ochenta kilómetros. Había un tal Ruiz, un paisano que trabajaba como maquinista en el tren regimental. Al verme se puso tan contento. "Qué, Julián, en el coche del general, has llegado muy lejos. Y eso que te dábamos por perdido."

 

»No podía ni subir al vagón, tan falto de fuerzas estaba, tan endeble. "Casi no te conozco, Julián -me dijo Ruiz-, has perdido muchos kilos. ¡Vaya cura de adelgazamiento! ". Se llamaba Ambrosio, Ambrosio Ruiz. "Túm-bate en la parte de acá -me dijo-, y no te muevas. Quieto, que a la venida nos han sacudido estopa los moros. Voy a meter presión a la caldera, descuida". Me tendí donde me señaló, al rape del tablero. Apenas si sonaron algunas detonaciones a nuestro paso. Llegamos a la estación de Melilla sin novedad. Ambrosio tuvo que ayudarme a bajar y me dio un palo a modo de cayado.»

 

Sorpresa

 

«Quiso la casualidad que estuviera el comandante de Marina a la puerta. "¡Uy! -dijo al verme-, si es Julián. Si está vivo y bien vivo". Apretó el hombre a correr hacia mí seguido del hermano de Isabel, Antonio, y de la propia Isabel que supo la noticia por las voces. Estaba en la tienda, un comercio en el que vendían de todo, plumas, lápices, papel, tinta, telas, toallas, mantas. Se abrazó el comandante a mí y luego Antonio. Un poco más lejos venía Isabel, que hipaba y gimoteaba de la emoción. Diez metros antes de llegar se le privó el sentido y cayó al suelo como una piedra. "Anda -le dije a su hermano-, dale una bofetada que se le pasa enseguida el desmayo". Así fue. Le dio un cachete en la mejilla y mi novia recuperó el sentido. Se había quedado muda de la impresión, del color de la greda. En Melilla nos dieron por muertos. Se creían que habíamos hincado el pico como los de Dar Drius.

 

»Los días pasados a la vera de Isabel, a su cuidado y protección, me devolvieron la vida, el apetito, las ganas de vivir. Muchas veces me pregunto si Isabel vivirá aún, lo que habrá sido de ella. Me atosigó a preguntas, que cómo lo había pasado, que cómo habíamos sobrevivido. "Tan sólo nos quedó el machete en la punta de la carabina. Ni una bala nos quedaba." " ¡Pobre Julián! ", decía una y otra vez. No me faltó de nada, me regalaba tabaco, coñac y pasteles y para celebrar mi regreso sano y salvo una estilográfica Montblanc, lo más caro que había en la tienda. ¿Qué más podía pedir? Los padres me trataban como a un hijo más: "Quédate a comer, quédate a cenar". Calle Alfonso XII, tercera o cuarta puerta: todavía me veo entrando en aquella bendita casa.

 

»Isabel era una mujer presentable en cualquier parte, educada, graciosa, con personalidad y salero. Se portaba tan bien con nosotros que los compañeros salieron en su defensa siempre que fue necesario. Una vez que fuimos al baile al parque Hernández la abordó un capitán para sacarla a bailar. "Ni hablar, usted no baila con ella", le prohibí.

Todos los soldados que me acompañaban se echaron sobre aquel intruso: "Usted se puede guardar las estrellas donde quiera, que esta señorita es novia de nuestro amigo

Julián y debe dejarla en paz. Ella no desea bailar con usted, o sea, que esfúmese". Hechos como este que les cuento sucedieron otras veces, tenientes, sargentos, soldados rasos acudían hacia ella como moscas a la miel. Creo que se enamoró de mí por la simpatía, por el gracejo. Yo estaba siempre de buen humor, me reía mucho y eso a las mujeres les gusta.

Si las haces reír, si tienes sentido del humor tienes mucho trecho recorrido para ganarte a una mujer. Yo prefería el humor a las broncas de cantina, a las zaragatas legionarias.

 

»Procuraba portarme bien con los demás y eso siempre se agradece. A los que venían de la parte de Galicia que ni sabían leer ni escribir, les redactaba las cartas a sus familias. Decía Isabel que yo tenía don de gentes. No me costaba nada relacionarme con todos, hasta con los superiores. Convertía las penas en alegrías. Verá lo que me ocurrió cuando la visita del rey Alfonso XIII, que vino a entregarnos unos aguinaldos. El almuerzo se celebró en Nador, enfrente de un barracón que levantamos los ingenieros de Globos. Fue cuando nació el Ángel. Clavábamos tablas cuando llegó el cartero. "Que tienes carta de tu casa." Pues que la Florencia había tenido un chico, el Ángel.

 

»Lo teníamos todo a punto. El rey se sentó entre nosotros. Yo había hecho amistad con los cocineros. No es porque yo lo diga pero se portaban muy bien. A ver, les escribía las cartas. Las cosas como son, tenían muchas atenciones conmigo. Aquel día se esmeraron. Yo estaba sentado cerca del rey, le escuché alabar la calidad de la comida, pero "estoy muerto de sed", añadió a continuación su majestad. Yo, que tengo un oído muy fino, tomé su petición al vuelo y sin más me acerqué al capitán: "Mi capitán, ¿me da perso. Se hablaba nada menos que de ciento treinta o ciento cuarenta posiciones que jalonaban aquella marcha, lausted permiso?". Hizo un gesto afirmativo. Cuatro pasos antes de llegar a Alfonso XIII me puse firmes, hice el saludo. "Acércate, muchacho", dijo su majestad, pues era muy simpático. "Tenga su majestad mi cantimplora, llena de agua cristalina." Bebió con fruición, a morro. "Me has dado la vida, muchacho. Te digo una cosa, el día que se acabe la guerra quiero que vayas a mi casa en Madrid, que allí están mi persona y el Palacio Real a tu servicio." Le hice caso. Tiempo después me acerqué al Palacio Real de Madrid, pero claro, con los nueve atentados que había sufrido y los disturbios de la época, la guardia tenía órdenes de que no se arrimara nadie. Se jodió la comisión.»

 

Abrazos

 

«En todo esto pensaba cuando el barco atracó en el puerto de Málaga. La primera carta se la escribí a Isabel desde un café de la calle Larios. Le contaba mis pensamientos, mis planes para que se reuniera conmigo. Al llegar a casa, tras los abrazos y las celebraciones, volví a escribirle. Hasta doce cartas más escribí a Isabel. De ninguna de ellas recibí respuesta. Ni una letra. Todo aquello era muy raro. No lo supe entonces pero las cartas las confiscaban mis padres y las guardaban bajo llave. No querían ni oír hablar de la israelita. Isabel, que era muy lista, descubrió enseguida que allí había gato encerrado. Mis textos, las cartas, en nada coincidían con lo que ella me contaba. Yo no acusaba recibo. Su sorpresa debió de ser grande por- que le preguntaba cada vez con más ansiedad a qué podía deberse su silencio.

»De modo que decidió escribir una carta al juez de aquí. Mis padres y mis hermanos no querían de ninguna manera que yo volviera a Melilla. Ellos no sabían que no tenía intención de desplazarme a África. Isabel siempre me tenía dicho: "Mira, el día que nos casemos tendremos que vivir mi hermano y yo juntos, aunque se case mi her-mano Antonio viviremos todos juntos. La tienda que tenemos aquí la trasladamos a la Península, donde haga falta, a Málaga, a Sevilla, a Madrid, donde quieras".

 

»El juez vino a casa a indagar sin que yo supiera nada. Fue entonces cuando mis padres y mis hermanos, para que no se levantara la liebre, decidieron ponerle unas letras a Isabel para disuadirla. Le escribieron diciendo que éste era un clima muy frío, un terreno áspero, inhabitable, que había cogido yo una pulmonía y estaba desahuciado por los médicos. Ahí terminó todo. Yo, aburrido, decepcionado, dejé de escribirle. ¿Para qué hacerlo si no recibía respuesta? La última carta, la número doce, estaba plaga-da de reproches: "Y tanto que decías que me querías, que no eras nada sin mí, tantas promesas, cómo habré podido equivocarme tanto, no lo comprendo, Isabel. ¿Qué ha pasado entre nosotros? Mejor dicho, ¿qué te ha pasado?

¿Cómo debo interpretar este silencio?".

 

»Mis padres y mis cuatro hermanas no se portaron nada bien al ocultarme las cartas de Isabel. Sufrí mucho por ello. No alcanzaba a comprender a qué se debía el mutismo de la mujer a la que tanto quería. Al marchar a África mi madre me había pedido: "Me escribirás todos los días, no lo olvides, hijo, todos los días. Eso es lo único que te pido". Le escribí todos los días desde aquel agosto de 1921 en que lle-gamos al muelle de Melilla hasta mayo de 1923 en que volví a casa a bordo del Madrid-Luchana. Nos daban unas tarjetas de campaña que no nos costaban nada. La escribí hasta las semanas pasadas en La Esponja rodeado por los moros. A cambio mi madre me escondió las cartas de Isabel.»

 

Demasiado tarde

 

«Me casé en el año 28 con una chica del pueblo. Era seis años menor que yo. Mire lo que son los avatares de la vida. Cuando era monaguillo le ayudaba al cura don Mariano a decir la misa. Y resulta que después de cristianar a una niña, le dije al pie de la pila bautismal: "Mire, don Mariano, qué criatura más guapa, qué sonrisa tiene tan hermosa". "Hijo -respondió el señor cura-, quién sabe si un día se convierte en tu esposa". Don Mariano fue profeta porque aquella criatura sonriente se convirtió con el tiempo en mi mujer.

 

»El día en que me casé, mi madre me hizo entrega de catorce cartas de Isabel, de la treintena que me escribió. Miré las cartas con pesar, y luego a los ojos de mi madre:

"Ya es tarde. Cometieron conmigo una barbaridad y una injusticia. No creo, madre, que haya merecido un comportamiento así por parte de ustedes. A un hijo le puedes aconsejar `esta chica no te conviene' o `ándate con cuidado con esa otra que es una lagarta', esas cosas que dicen las madres a veces, pero meterse en que se case uno con la María o con la Dolores... Yo le perdono, pero me han causado un grave daño. Estas cartas, madre, llegan cinco años demasiado tarde".»