Yo pondré la guerra. Cuba 1898, la primera guerra que se inventó la prensa. Aguilar, 1998.

 

 

Mezcla de reportaje periodístico y análisis de historia, en este libro Manu Leguineche cuenta cómo se desarrolló la guerra en la que España perdió sus últimas colonias. Se centra en Cuba y las consecuencias de la implicación de la prensa y alguno de sus magnates más conocidos. Entre ellos está William Randolph Hearst, que fue quien financió el traslado del monasterio cisterciense de Santa María de Óvila, ubicado en Trillo, piedra a piedra, hasta Estados Unidos. Leguineche explica por qué Hearst se encaprichó de este monasterio y para qué se lo llevó hasta EE.UU. Además hace una descripción del lugar y recoge varios testimonios de personas que trabajaron en la finca de Óvila o bien que conocieron el asunto en primera persona.  

 

 

 

UN MONASTERIO CISTERCIENSE

 

William Randolph Hearst había ganado en 1899 su guerra contra España. Ahora, como coleccionista de arte que era, al frustrado arquitecto sólo le faltaba comprarla. A muy pocos kilómetros de donde escribo este libro, en plena Alcarria, se alza entre sotos, roquedales, arboledas, pinares y encinares lo que queda del monasterio cisterciense de Santa María de Óvila, mandado construir por Alfonso VIII como fortaleza tras la reconquista del territorio a los árabes, en el año 1186.

 

William Randolph se encaprichó del monasterio, cuyos restos sirven hoy de cuadra para caballos y cochera para tractores. Se los llevó piedra a piedra a EE UU.

 

Corría el año 1.931. Dos años antes, el Estado, tras la desamortización de Mendizábal, vendió a un tal Beloso, vecino de Madrid, el convento de la orden del Cister, ya en proceso de descomposición, por 3.130 pesetas. Así empezó el expolio, la desaparición de las joyas arquitectónicas de Óvila, incluido un doselete de alabastro situado sobre el sillón abacial. Pero faltaba el saqueo definitivo, el que llevó a cabo Hearst con la ayuda de su agente artístico, Arthur Byne. Fernando Beloso, el vecino de Madrid, era su hombre de paja.

 

En los primeros meses de 1931 se ponen a desmontar el convento: columnas, capiteles, arcos, cornisas, impostas, guarniciones. Trabajan cientos de personas bajo la supervisión de Byne y de Steilberg, hombres de confianza de Hearst.

Las piezas de OVlla eran embaladas y transportadas por ca-rretera hasta Matillas y desde allí en tren con dirección a los puertos de Cádiz y Valencia, donde embarcarían hacia EE uv en nueve cargueros alemanes.

 

Nadie, salvo el historiador de Guadalajara Layna Serrano, dio la voz de alarma. Su campaña, sus airadas cartas de denuncia al conde de Romanones, natural de Guadalajara, ministro y presidente de la Academia de San Fernando, no sirvieron de nada. El país estaba más ocupado en la llegada de la República que en el robo de piedras, por venerables que éstas fueran. Aquello fue como un bienvenido mister

Marshall, todo un acontecimiento para una zona deprimida.

 

Evaristo Muñoz, de ochenta años, nos recuerda hoy la inyección de dólares: "A algunos les regalaron un camión nuevo y otros tuvieron trabajo durante muchos meses. Hubo quienes se hicieron ricos con el transporte de piedras. Fue una barbaridad, pero nadie protestó. A ver, si todos, herreros, canteros, albañiles, carpinteros, peones, sacaban su tajada".

 

La familia de Epifanio Herráiz había trabajado para los finqueros de la zona de Óvila durante más de siglo y medio. Epifamo contaba quince años cuando empezaron a desmantelar el monasterio. Trabajaba como pinche, subiendo y bajando el material por escaleras y andamiajes. Sesenta y siete años después recuerda el estado calamitoso en que se encontraba el convento cuando llegaron, hasta procedentes de Bilbao, los primeros obreros:

 

-El monasterio se encontraba ya en ruinas. Se había desplomado la techumbre. Lo que hicieron los americanos fue una barbaridad, aunque en aquellos tiempos de hambre nos llevásemos buenos jornales. Nos daban tres pesetas al día, que entonces era dinero. Los capataces compraron mucha madera para hacer cajas, para levantar el puente sobre el río Tajo y para tender los raíles. Trajeron esparto para hacer las "pleitas" con que envolver las piedras. Tuvimos que construir un puente de madera para que pudieran transitar las vagonetas. Las piedras las subíamos con trócolas y sogas

a pulso. La línea férrea medía casi medio kilómetro de largo.

 

William Randolph rechazaba todo lo que no fuera medieval, por eso los arcos renacentistas se quedaron en Trillo.

 

Cuando, tras las protestas de Layna y Cordavias, llegó la orden de Madrid de parar la demolición, al ser declarado Óvila monumento artístico arquitectónico, ya era tarde. Las piedras cruzaban el Atlántico rumbo a los muelles de San Francisco por unos simbólicos 25.000 dólares.

 

El alcalde de San Francisco proyectó un museo medieval en el centro de la ciudad. Pero estaba de Dios que las piedras de Guadalajara criarían moho en los almacenes por que estalló la 11 Guerra Mundial y los trabajos se interrumpieron. Las sagradas piedras cistercienses sufrirán cinco incendios que borran muchos de los números de las piezas. El pillaje del tesoro español está a la orden del día, los jardineros se llevan las piedras para venderlas. Treinta años más tarde el museo de Young decide rescatar el pórtico de la iglesia. Los restos de la cartuja aparecen desparramados por los terrenos contiguos al jardín Japonés. La sala capitular de Óvila, que quedó intacta, la pidieron y obtuvieron los trapenses de la abadía de New Clairvaux.

 

También Óvila quedó reducida a escombros. José Miguel Merino siguió la pista del expolio: "Sólo en Nueva York se contaron 12.000 objetos, entre los que cabe destacar", escribe, "el monasterio de Sacramentía, tres claustros medievales franceses, dos italianos, más de 50 artesonados españoles, innumerables portadas, ventanas, rejas, mobiliario. Todo ello fue malvendido y se desperdigó por territorio norteamericano". Hearst murió sin poder reconstruir ninguno de los monasterios españoles en sus terrenos de San Simeón o en el castillo de su madre en Wyntoon, al norte de San Francisco, destruido por un incendio. Hearst concibió, con la ayuda de la arquitecta Julia Morgan, la reconstrucción de la residencia de recreo de su madre. Merino de Cáceres lo describe así: "61 dormitorios en seis plantas, alrededor de un patio de armas, con numerosos salones, bibliotecas, salas de juego, de cine, de armas, todo ello rodeado de adarves, bastiones y torres, en la más alta de las cuales, la del homenaje, y al nivel de un octavo piso, estaría en solitario el estudio del propio Hearst. Las salas nobles y de uso colectivo irían situadas en las dos primeras plantas del edificio central y habrían de contener auténticas piezas de arte medieval, superando en esplendor a todo lo hasta entonces construido en América, piscinas cubiertas, gimnasios y un sinfín de piezas suplementarias". El nuevo delirio de Hearst quedó en nada, se disolvió en humo.

 

En una ocasión la mujer de Hearst visitó los galpones en los que se amontonaban los miles de piedras compradas en Europa. "¿Cómo puede un hombre", preguntó ensimismada Millicent Veronica Willson, la bella bailarina de Nueva York con la que se casó en 1903, "comprar tantas cosas?".

"Creo", añadió, "que compra cuando se encuentra mal". Era como una forma de terapia. Le llamaron el "Gargantúa de los coleccionistas". Comprar da sensación de poder. Su padre, George, dijo de él: "Cuando quiere pastel, quiere pastel, y lo quiere ahora. He caído en la cuenta de que pasado poco tiempo tiene pastel".

 

Su madre, Phoebe, era una compradora compulsiva. Viajaba con frecuencia a España -estuvo con su hijo en Madrid, Barcelona y otras ciudades-, y así sus alcobas, sus gabinetes, sus aposentos y estudios, sus escribanías, eran una muestra del arte español. Emprendía expediciones arqueo-lógicas a Egipto, Grecia, Perú, México, Rusia, Italia. En 1905 pasó meses en las excavaciones de Egipto. Su hijo William heredó estas pasiones aunque parece que de lo que de verdad entendía un poco era de tapices y alfombras. Su madre, mujer práctica, vivía entregada de lleno a la afición de los ricos, las obras de caridad. La caridad del pobre consiste en desear el bien del rico. Pero la caridad no puede reemplazar a la justicia. Tranquilizaba la conciencia de estas familias adineradas que imitaban la forma de vida de la aristocracia británica. ¿Qué hubiera sido de la mamá multimillonaria sin el auxilio de la arqueología y la filantropía?

 

Sentado en la mecedora, en el porche de la Casa Grande, el hijo mayor de Hearst, muerto éste, esperaba que des-pejara la neblina matinal sobre los montes de Santa Lucía. San Simeón fue la encrucijada de la familia durante más de un siglo. A partir de las diez de la mañana rompía el sol en tromba y la bruma retrocedía hasta el día siguiente. Llegó un momento, tras la desaparición del Jefe en 1951, en que la Corporación Hearst no pudo soportar los costes de la Casa

Grande y los tres pabellones de invitados. El dramaturgo inglés Bernard Shaw llegó a sugerir que éste era el lugar que Dios hubiera construido de haber dispuesto de dinero para ello. La familia regaló San Simeón al Estado de California.

Hoy recibe más de un millón de visitantes al año: un negocio redondo para las arcas californianas.

 

Desde San Simeón. William Randolph hijo sobrevolaba los recuerdos familiares. "Pop (papá) fue tan sólo un hombre de su tiempo", escribe en The Hearst, father and son.