El Club de los Faltos de Cariño

Seix Barral, 2007

 

 

Es, hasta la fecha, el último libro publicado por Manu Leguineche. Se trata del segundo volumen que dedica a Guadalajara y está considerado, por la crítica y por sus lectores, como uno de los grandes trabajos del reportero vasco. Utiliza una técnica similar a la de La felicidad de la tierra: filosofía popular, muchas lecturas, anotaciones al vuelo, opiniones sosegadas. Todo ello trufado de constantes referencias a la Alcarria, especialmente a Brihuega, y a un sinfín de pueblos, personajes y situaciones que tienen a Guadalajara como epicentro. En las siguientes páginas agrupamos los textos de este volumen donde Guadalajara es protagonista.  

 

 

 

 

Pavo real

 

Misterio. Bajo el nogal Pío Baroja ha aparecido un pavo real con su penacho emplumado. Me da la impresión de que quiere quedarse, pero tantea el terreno, mira la casa, escuela de Gramáticos del siglo XVI, restaurada o rehabilitada, no sé como se dice mejor, por doña Margarita de Pedroso, hija de una princesa rumana y un aristócrata español. Margarita fue el amor platónico de aquel genio insoportable llamado Juan Ramón Jiménez.

El pavo real es un animal quietista porque necesita mostrar su belleza. Sabe que está hecho para que lo contemplen.

Es una casa de tres plantas que se da un aire a una de esas residencias toscanas, de un tono ocre en las fachadas y nada conventual. Frente al jardín se balancean lo plataneros que yo llamo Cartier-Bresson, en homenaje al fotógrafo francés que fue los ojos del siglo XX. A la derecha, la iglesia de la Virgen de la Peña, el corazón de los brihuegos. Al entrar en la casa tienes de espaldas los dos ex conventos, que luego fueron cárceles. La España de los conventos y las cárceles..La muralla árabe, coronada de lirios silvestres, abraza todo el espacio entre el jardín y los plataneros que exportan pólenes y alergias. Fue árabe pero luego se adaptó a los odios históricos y a las necesidades de defensa. Brihuega pertenece a la España defensiva, desde los romanos y los árabes hasta la guerra civil.

 

 

Aliagas

 

Mayo. El campo revienta de aliagas. Aquí enfrente, en estado casi letárgico propio de estas fechas, advierto las creces de los plataneros, que van a más. Pierden a ojos vistas su color pajizo, se agitan, simbrean, vibran, se oxigenan.

En Gárgoles de Abajo me recitan un acertijo: “muchas monjas en un cerrillo, y todas visten de amarillo”. ¿Qué son? Las aliagas.

No hay aliagas sin espinas. “Aprovecha en mirarlas porque duran poco. En junio se habrán ido”, me aconseja el gargoleño. ¿Se dirá así, gargoleño?

 

Flores

 

A Jesús Rodrigo, jardinero desde la infancia, además de anticuario y filósofo a todas horas, los forasteros le preguntan si habla a las plantas. Yo creo que los profesionales no necesitan hablar a las plantas.

-Cuando trabajaba abajo en el Tajuña con los ingleses, que más tarde se fueron a vivir a Barbados, lo que yo les decía a los árboles es “necesitas agua” o a la siempre viva “estás rodeada de malas compañeras”.

La inglesa se empeñó en que metiera en la cabeza los nombres de las plantas, pero yo he sido más de la broza que del jardín, del monte bajo, de los cadillos, las uñas de gato, los cardinches, las camarillas, las zarzas al ras.

Lo primero que hago al llegar del Mediterráneo es restregar la mano en la hierbabuena y la lavanda, olisquearla. Después acaricio con tiento el pan recién salido del horno, fragancia de la vida. En cuanto se enfría un poco lo huelo como si fuera el perfume más caro del mundo. Estos pequeños placeres son gratuitos. Lo malo de la naturaleza es que nos la dan gratis.

He comido el pan en muchas artesas. Es lo que olvidan los turistas: el circuito de las panaderías. Las mujeres avisaban al hornero: “Que voy  coger mañana”. ”Vas de tercero” o “vas de primero”. Había dos o tres tandas. Lo amasaban en la casa y los horneaban en  y carne de la Alcarria hasta que muera.

La tahona lo hacían pan sobre un tablero. Hacían tortas con aceite y panes de cuatro libras. De una fanega de trigo salían 28 o 30 panes. El hornero cobraba su maquila un pan por sus servicios.

Hoy nadie besa el pan, quizá algún pobre que valora lo esencial, lo que vale. En la línea de Lope de Vega:

 

Yo lo como

y mejor diré lo beso,

por que es tan bonito el pan

que alma y cuerpo comerán

de la dulzura del beso.

 

Jesús Rodrigo se lamenta que la diabetes no le permita comer una de sus delicadezas preferidas: rebanada de pan caliente rociada de aceite y por encima un baño de azúcar.

Según el viajero inglés Richar Ford, el ‘Pan de Dios’ de Alcalá de Guadaira no podía tirarse al suelo y cuando se daba como limosna había que besarlo antes en las manos del mendigo: “Se bese y se de en la mano”.

 

“Pan de Marchamalo, vino de Yunquera”

 

 

 

Encina

 

Viajo hasta la Mata para saludar a la encina secular, la guardiana. Robusta, la llamaría Don Quijote. Ahí está, donde siempre, fortalecida con la edad y acompañada de gorriones, lo que Miguel Hernández llamó “la chiquillería del aire”.

Thoreau, el poeta yanqui de la naturaleza, concedía la misma importancia a los árboles que a las relaciones con los demás: “he recorrido kilómetros para saludar a la hermana encina”. Me como una bellota. “El dulce y sazonado fruto”, el elixir del otoño. El escritor italiano Dino Buzzatti, el del “Desierto de los tártaros”, creyó que los árboles eran personas. Herman Hesse escribió todo un libro sobre árboles. Cada árbol es un instrumento de viento.

Un shadu, un santón indio, se pasó la vida contemplando un árbol, un río, un monte, un valle y las únicas palabras que pronunciaba eran estas: “tat twam asi”, yo soy esto. O sea, un árbol, un valle, un río.

 

 

 

 

Setas

 

Si una mañana de invierno un viajero llega a Cogolludo, a Galve, a Orea o Budia dará con legiones de seteros. Porque es tiempo de setas, o de hongos como los llaman ahora los finos. Recuerdo cuando mi padre me llevaba a coger perrechicos hacia la zona de Navárniz, en Vizcaya.

El ruso es un pueblo setero. El deporte nacional junto al vodka y la supervivencia. Las buscan con sus cestillos de Caperucita en las tierras infértiles del sur de Moscú. Es lo mejor que pueden hacer antes de que lleguen las nieves. Los veo luego vender las setas en las orillas de las carreteras.

Ahora acompaño a unos amigos a cogerlas por aquí y compruebo sobre el terreno que es una actividad industrializada. Vienen algunos con 4X4, furgones, camionetas, porque la seta y no digamos el boletus edulis se cotiza cara. El futuro está en la seta de plantación, en cultivos de invernadero, el pescado en las piscifactorías. En Orea se hablaba de beneficios de un millón de pesetas al mes por la recolección de los boletus edulis.

Soy incapaz de distinguir las setas buenas de las malas y tampoco me gusta agacharme. Creo que el setero solitario o poco acompañado es una imagen del pasado. Ahora el otoño es una romería. Los hay que han caído en la trampa de los hongos alucinógenos: un pastor de por aquí estuvo viendo volar patos durante diez horas seguidas y otro asistió a la resurrección de Felipe II, retransmitida para él en directo. Virginia me pregunta en Cogolludo con su cesta de Caperucita Roja si creo que los pastores que han visto aparecer a la Virgen han sufrido antes algún tipo de intoxicación.

Antes la recogida de setas, 3.000 especies de hongos crece en España, era pasatiempo de pastores. Los de zonas vinícolas hacían un trueque de canastas de uvas por canastas de setas. Frente a la delicada amanita ‘caesarea’, bocado de los césares romanos, crece la letal manita phalloides. Un experto que viene al Tolmo a dar una charla nos advierte sobre los estragos que causa el corpino antialcohólico: nada de alcohol a la hora de consumirlo. Hasta dos días deben pasar después de haber consumido este hongo. En caso contrario ataca al intestino y produce taquicardia.

Los nombres que reciben son de cuidado, trompetas de la muerte, cuencos de lobo, cagarrias. Este año se ha retrasado el hongo, los níscalos, los cardos llegan tarde. La culpa es de las lluvias tardías o la falta de ella y de las previsiones de los hombres del tiempo. El caso es que si los japoneses se llevan las angulas, los franceses se llevarán las setas, por muchas que tengan en sus bosques. En un mercado me ofrecieron setas importadas de Rumanía. El largo camino micológico.

No he conocido el placer, pero sí lo he visto en otros ojos, de dar con un boletus. Lo que sí ha traído la globalización ya no son los petas del bosque, es algo parecido al espionaje industrial. Si te fijas verás las maniobras de despiste de los seteros al por mayor, de los que borran pistas, hacen como que se dirigen al sotobosque para no delatar su descubrimiento y desviar la atención de los competidores. La tendencia es a querer más a la humanidad en general que al vecino en particular, aunque venga al inocente esparcimiento de coger setas.

 

 

 

 

 

Alarilla

 

David murió como había vivido, pegando voces. Los moros de Franco lo mataron en la batalla del cerro de Alarilla. Lo marroquíes se arrastraron en la niebla, reptaron hasta las posiciones rojas y a David le tronzaron las dos piernas. Tuvo tiempo de gritar: “fascistones, mercenarios”. Un moro le destrozó el cráneo de un culatazo

 

 

 

Perros

 

El movimiento de cola de los perros es su forma de sonreír. Aquí no se ven muchos perros por las calles, creo que son más los gatos. Jesús disiente de la tesis: “hoy me han asaltado dos lobos”. Perros lobos. Por la noche es cuando se desata el concierto canino desde las laderas y el valle del Tajuña. Suspendo la lectura y trato de interpretar los ladridos. Perro viejo o joven, inexperto o resabiado, marca, pastor con carlanca, galgo, pointer, mil leches .¿Ventean el jabalí? ¿Un visitante inesperado? El caso es que para dormirme empiezo a contar perros en lugar de ovejas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pato

 

Llega Alonso, un crío de seis años rubicundo y espigado, con una cría de pato en un cestillo.

-Se lo presto, me dice, mancha mucho y en nuestra cocina ya no tiene sitio. Ya tiene nombre, se llama Toribio.

-Me quedo con él.

Toribio es una cosa diminuta de plumas, color huevo frito y ojos de susto. Ya que las aves de fuera desaparecen, se mueren, no sé, habrá que contar con estos patos de granja.

Toribio crece, día a día, a ojos vistas, pero dada la capacidad depredadora de Muki, la gata  ‘Ojos de Fósforo’, tememos que se vaya hacia Toribio y nos lo desgracie. Aseguramos bien la jaula, y el pato se queda dentro con Muki al acecho.

Le hará algo. Muki nunca perdona. Dejamos pasar los días.

Muki no me habla. Tal es el rebote que ha cogido tras la llegada de Toribio. Me desprecia, me ningunea, como dicen en las tertulias, me rechaza. Ya no quiere saber nada. Estos animales son muy rencorosos, siempre se ha dicho, pero en Muki después de ocho años me cuesta creerlo. Pero la ver es esta: huye a mi paso, con gestos de despecho, espera la venganza a la sombra del ciprés.

-Pero Muki, le digo en voz alta para que me oiga: ¿cómo puedes sentir celos de una criatura tan pequeña y tan frágil. Toribio no te quitará nada.

 

 

 

 

 

 

Espliego

 

El suelo lleno de espliego para que pase la Virgen. Esto es mejor que Jauja donde alfombraban las calles con buñuelos de viento.

Sofía, tan afectuosa, la hija del arco iris, se viene hacia mí sonriente y lozana con sus mejillas arreboladas y me estampa dos castos besos que son para recordar. Es como si me conociera de toda la vida. Me quedo un poco cortado porque no es habitual una expresividad de este estilo, tal inocencia y frescura. Le pregunto que de dónde es y me lo cuenta con una espontaneidad, una naturalidad que me desarman.

-Sofía, seas bienvenida. ¿De qué galaxia sales, criatura?

El estilo es la mujer. Morena, de estatura media, de zanca larga, una voz agradable, de cálido timbre. Veo en ella, por si no bastara el don del pudor. Entro en casa para regalarle un libro. El primero que encuentro es Lo topos, que escribí con Jesús Torbado. Quizá sea poco indicado, una historia sobre los escondidos por temor a las represalias tras la posguerra civil. Lo abraza como si fuera la primera edición del Quijote y se va a su trabajo.

Llevo 63 años en el mundo y he visto pocas apariciones como la de Sofía, tan tonificantes. Tiene el don de la alegría, tan alegre como una alondra, y tan bonita como la flor del cantueso, tan sencilla como la hierba.

La vi unos meses más tarde.

-He leído el libro y he llorado, Manu, me dijo.

Creo en sus lágrimas y en su compasión, como creo que rejuvenece al hecho de hablar bien de la gente. Hablo muy bien de Sofía porque por esta vez estoy seguro de no equivocarme.

-Los libros como los amigos, le digo, pocos y buenos. Amigos.

Su nombre, como diría mi amigo Serrat, me sabe a hierba. Hoy me siento romántico, qué caramba.

 

 

Don Miguel

 

Don Miguel Léivar me invita a almorzar en el restaurante de un pueblo cercano famoso por sus asados y sus cabritos. Don Miguel, que es de Tolosa, Guipúzcoa, lleva una airosa boina de su pueblo. La boina vasca está en decadencia, o mejor dicho, en declive, extremo que a mi paisano de la igual.

Se ha ganado a pulso el afecto de os briocenses. Vino de su tierra natal como capataz agrícola para administrar una finca, y desde entonces vive aquí. Su sino distintivo es la boina, se vuelo alto, en lo un punto  sobre la i de sus casi dos metros. Amable y él acostumbran a viajar de vez en cuando al templo del cordero, donde son recibidos

 

 

 

Como viejos amigos

 

Don Miguel tomó parte en el desembarco de Alhucemas, del que se van a cumplir ochenta años. A los 102, don Miguel tiene viva en la memoria aquel desembarco, en el que vio a Franco montado en su caballo blanco. Fue, bajo Primo de Rivera, la venganza española por la derrota de Anual en 1921 en los valles y montañas del Rif marroquí.

 

 

 

 

Biblioteca

 

 

Mi querida Blanca Calvo ha movido la biblioteca del palacio del Infantado al palacio de Dávalos. Es sólo un cambio de lugar porque los libros son los mismos. Los libros pasearon por la calle, de la mano de los ciudadanos, los lectores, uno por uno. Se va a la biblioteca para olvidar la vida o comprenderla mejor.

Con este motivo le he enviado a Blanca un billete:

Los africanos dicen que cuando muere un anciano, muere una biblioteca. ¿Y qué decir cuando una biblioteca renace, pasa de mano en mano, se transforma, renueva la piel, elige un lugar más amplio y ventilado? Que los libros se regocijan, su ánimo se esponja, se alegran por el holgado espacio y especial a los lectores con la emoción de siempre. En el frontis de la biblioteca de Calcuta, India, la patria de Tagore, premio Nóbel de Literatura, leí lo siguiente: “Un libro es un cerebro que habla; cerrado, un  amigo que espera, olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora”.

Blanca, se han ido las autoridades, se escucharon discursos, se apagaron las luces, quedaron sólo los ecos de las voces refugiados en las estanterías. Aunque una biblioteca no termina nunca, uno no tiene principio ni fin como cuando la incendian los bárbaros en Alejandría o en Sarajevo, llegará la hora de la verdad. Los libros esperan.

Los lectores debemos tomar nota de este gozoso acontecimiento, el traslado de los libros de los viejos anaqueles a otros nuevos. Surge en el escenario la nueva vida. El destino de muchos hombres (o mujeres) dependió de haber tenido o no una biblioteca al alcance de sus ojos y sus manos. Tu trabajo Blanca y el de tus colaboradores ha sido titánico, poético, ha estado y estará guiado por la ilusión, la vocación, el servicio. ¿Puede haber algo más hermoso y dramático que eso? Ahora quieren cobrar por leer. Ridículo.

Ahora podemos leer dos veces el mismo libro, el placer de releer el mismo libro que siempre nos parecerá distinto. Miles y miles de protagonistas y personajes de la literatura universal han cambiado de hogar. Blanca, tus manos vuelven a acariciar los lomos: ¡Queridos, nos hemos mudado a Dávalos, pero tranquilos. La travesía ha sido, es breve y dulce. Os lo diré con palabras de Pérez de Ayala en La pata de la raposa que veo ahí al lado: “Morderé de la amada biblioteca, la fruta idónea, entre apretadas filas, como zumo no se agria ni se seca”.

 

 

 

Jesús

 

Jesús, que está metafísico, define a España: guerras, religión y toros. “A los españoles te los llevas con la lengua”, añade convencido.

La sociedad se ha enfriado. Saludarse parece gesto ocioso y sin sentido. Lo único que escucho a veces en Las Vegas de Masegoso es un “que aproveche” dicho sin convicción. Algo es algo. Ante tanta incomunicación recuerdo los vaya usted con Dios que te saludan en Latinoamérica.

 

 

 

 

 

David

 

David Vela me lee de vez en cuando sus papeles o me los hace llegar. Es un escritor de mi querido pueblo de Cañizar, si bien trabaja en una fábrica de hierros en Guadalajara. Es elegante y afable en el trato, un hijo de la tierra que arrastra un paisaje personal. Es joven y autodidacta, mordido por la melancolía que segrega la infancia. Le prologué un libro de poemas. Me conmueve la dedicación de David a la escritura. ¿De dónde sacará el tiempo? Ha sido padre hace poco, cumple largas horas de trabajo en la fábrica para escribir estas páginas.

Me dice que ha intentado recapturar la infancia, a la que siempre vuelve, volvemos. Visita su Itálica particular, el casón de sus primeros años para comprobar que la chapa de metal conserva sobre el óxido su nombre ‘Los Arcángeles’. “No quedaba nada material donde situar al niño que fui; la casa en la que vivimos y nació mi hermano, las naves, las casetas llenas de viejos trastos, la chatarrería, improvisado parque de atracciones, el estanque que surcábamos en un velero construido con un neumático de camión, el paseo por el césped en el que aprendimos a andar, los sauces llorones, las flores que trazaban un arco iris en el suelo. Ahora sólo crece mala hierba, sólo queda la antigua carretera con los mismos baches que intentaba esquivar con la bicicleta, y que me dejaran rasgos de alguna cicatriz que todavía conservo.

En el camino hacia el único edificio que seguía en pie, no encontré al señor Cruz el jardinero, con sus desgastados trajes de pana y su roída boina. Antonio, el guarda, aficionado al tinto y su mujer Antonia. Una santa sin altar. Tampoco apareció Pascual al que nunca oí pronunciar una palabra, sólo entonaba indescifrables canciones. Cuentan que se quedó así al descubrir a su mujer ahogada en el estanque. Ya no ve al astuto y liviano Valentín, capaz de hacer que apareciera un huevo detrás de mi oreja. Ni al señor Licinio, el pastor, la señora Carlota y su perro Bambú, que murió con catorce años. Ángel, el mecánico, el padre de estos únicos amigos. Allí, Alberto, que murió atropellado por un coche y Francisco, del que guardo un grato recuerdo, una brecha en la ceja.

Tampoco me crucé con Mónico, el relleno y de rostro enrojecido. Su mujer se llamaba Manola. Nos hacía creer que era una experta nadadora cuando en realidad le costaba nadar a perrillo. Al señor Alonso, encargado del almacén al que acudíamos mi hermano y yo para tomar un refresco. Topé con una valla alta que nunca estuvo allí y que impedía el paso al último lugar en el que me veía de niño. Era la mansión de los señores. Allí vi por primera vez la televisión en color, en aquella lujosa mansión de agradables estancias, de alfombrados salones, de pulidas habitaciones, de inmensos cuadros en enormes paredes

Entrábamos por la puerta de servicio en busca del ama de llaves. Merce nos acompañaba hasta el salón en el que se encontraba don Vicente. Muchas tardes merendábamos con él. Yo creo que nos quería más, o por lo menos igual que a sus propios nietos. Nos daba la propina semanal, veinte duros de los de Manuel de Falla. Al salir Merce nos endulzaba con sus caramelos de café con leche.

Dejo de viajar por mis recuerdos y decido dar media vuelta. Lo universal es lo local sin muro de separación.

 

 

 

 

 

 

Siega

 

En la siega se oían las explosiones de las bombas en la sierra de Madrid. La bota pasaba de mano en mano. Caldereta de panceta. Si alguien de la cuadrilla se ponía enfermo, los demás segaban por él. Salías, recuerda Jesús, con la yunta, hablabas con el pastor de las ovejas paridas, del rastro de la liebre, del acecho del águila. Bebías en la fuente el pasar. Alguien cantaba la jota. Yo me he encontrado más solo entre 500 obreros de Trillo que en medio de una montaña. Nos refugiábamos en la barbería o en torno a la lumbre. No había más.

En la cabecera del Tajo los nacionales enviaban a los rojos tabaco por librillos. Los milicianos disparaban a las campanas de la iglesia. Uno de ellos, que era de un pueblo cercano a la Alcarria, fue de los que se llevaron  los santos de la iglesia para quemarlos en el campo.
Al terminar la guerra, este mismo miliciano que se llamaba Castor, volvió al  pueblo con el borriquillo con las alforjas cargadas de  tallas  y busto de vírgenes y santos, San Antonio, la Purísima, San Roque que vendió en un instante. Las estatuas habían desaparecido durante la guerra, de modo que la demanda era grande. Alguien que recordaba  el paso de Castor por el pueblo al principio de la guerra, le refrescó la memoria: “Vaya como cambia la vida: antes quemabas a los santos y ahora los vendes”. “La habichuela manda”, repuso el ex miliciano.

 

 

 

Mayas

 

Escribo un libro sobre Belice, pequeña república emparedada entre Guatemala y el Pacífico. Salen los mayas en el texto. Me encanta escribir sobe los mayas, de su calendario perpetuo, que arranca tres mil años antes de Cristo, de su juego de pelota, consistía en meter una bola por una argolla. Al que perdía lo degollaban. Fray Diego de Landa, que exterminó mayas y luego, tras destruirla, trató de salvarla nació a unos treinta kilómetros de donde escribo, en Cifuentes, en 1524. José Julián Labrador, con el que me tomo una cerveza en David, en los soportales del Conde Lucanor, es un experto en su paisano Landa. J.J. es catedrático en la Universidad de Cleveland, investigador de la España medieval y la lírica del Siglo de Oro. Nos conocimos en el Ateneo de Madrid poco antes de que yo saliera a dar la vuelta al mundo en coche, allá por 1965. El rostro del franciscano Landa tiene la marca severa, ascética, de un Ignacio de Loyola:

-Era un duro inquisidor, obispo bondadoso de Yucatán e historiador decisivo de la cultura maya. Presidió el famoso e infame auto de fe de San Miguel de Maní. Era domingo, se levantaron cadalsos para los inocentes acusados por el Santo Oficio de guardar ídolos en sus casas y rendirles culto. Al volver a Cifuentes redactó Relación de las cosas de Yucatán. En la península mexicana levantó pueblos y conventos. Los indios debían dejar de ser burros de carga. El arrepentido obispo reconoció el valor de la humildad: “Más se gana perdiendo”. Pepe García de la Torre esboza una sonrisa que puedo traducir como “no se lo cree ni él”.

 

 

 

 

 

 

Chistera

 

Ignacio me cuenta que el ricohombre venía sobre un jumento a vigilar sus posesiones vestido de chaqué y chistera. Decepcionado por lo que vio, siempre quería más de aquellos hombres, dejó un cartel en el que se leía: “qué hacéis ahí sin trabajar”.

Algunos hombres vestían aún como el anuncio del “tío de la bota”: pañuelo sobre la testa, faja de vueltas, calzón rasgado para medir la vueltas y alpargata navarra. Por un lado la chistera, tan presente en las caricaturas de los capitalistas, y el pañuelo jotero.

El melero alcarreño, que recorría el país desde la paramera castellana hasta las rías gallegas o las montañas vascas vestía, como nos informa Doroteo Sánchez, “pantalón de pana ajustado, amplio blusón de dril finamente rayado, boina en la cabeza que vino a sustituir al antiguo cachirulo, a estilo maño, propio del traje regional alcarreño, y como calzado, unas cómodas sandalias o unas ligeras alpargatas según temporada”.

Alcancé a ver a los meleros en acción en el Madrid de los 60. Llevaban la alforja con quesos, embutidos y la romana, sobre el hombro; en una mano un cubeto de miel y en la otra una cantarilla de atrope. Más o menos así presenta al melero una escultura a la entrada de Peñalver, donde los amigos Berninches, Josepe o Borobia y otros del grupo me dieron mi peso en miel. Di 102 kilogramos en la romana. Allí conté en mi discurso de agradecimiento bajo una lluvia incómoda lo que dicen los chinos: “si quieres ser feliz un día, emborráchate, si quieres ser feliz un año cásate, si quieres ser feliz toda la vida, cultiva tu jardín. Y, añadí, cuida de las  abejas.

-Mientras liban y trabajan, me dice Jesús, las abejas no pican.

 

 

 

 

 

Río

 

Los jóvenes han dejado de bajar al río en plan El Jarama de Ferlosio. Antes, el Tajuña, el río era la discoteca, la televisión, la moto, la iniciación al amor. Los primeros amores, los primeros besos furtivos estaban en el aire.

¿Habrá una ola de verano y otra de invierno como creía Camba? El verano es pecaminoso y el río olía a azufre. Bañarse en el río era punto de cita con gran preocupación en algún cura párroco temeroso de que entre los chicos se colara alguna ninfa casquivana, que por fortuna, las había. “El hombre es fuego y la mujer estopa”. El río es una condenación eterna, la fatal atracción, la confusión para los predicadores de la libertad con el libertinaje. Como en recordar la película “Verano del 42” de Robert Mulligan con Jennifer O´Neil una hermosa criatura por dentro y por fuera. Jennifer, cuello de cisne, con el frufru de sus pantaloncitos cortos y blancos sube a una escalera y el chaval, trémulo, abajo. La escena tiene la fuerza erótica de un tsunami, un maremoto. Sin embargo puede que hay erotismo pero sobre todo ternura. ¿Qué habrá sido de ti Jennifer?

Una tontuna enamorarse de las actrices de celuloide, pero... ¿Qué hubiera sido de nosotros, huérfanos, sin el cine?

Lorca, “me la llevé al río...”. Los primeros amores, los escarceos, el descubrimiento del cuerpo y sus respuestas. La educación sentimental y fluvial. En los fresnos, los álamos, las acacias, los chopos, los ciruelos y los manzanos que bordean el río, las inscripciones a clavo o a cuchillo maduran aún los corazones y las iniciales J.L. y M.C. y A.V. y R. Los corazones dejaron de palpitar el uno por el otro, pero su recuerdo queda aquí en la corteza como testigo de los primeros en inocentes pecados. ¿Cuanto darían muchos de ellos por volver a comer  la manzana de concordia en la orilla del Tajuña? La piscina municipal asestó el golpe de gracia a las acampadas junto al río machadiano.

El río era el motor de arranque sensual, después le llegaba el turno al baile, pero allí estaban algunas abuelas, guardianas de la moral con sus alfileres: hinchaban en el culo a los bailarines más osados, adosados...

 

 

 

 

Cocina

 

Ricardo García echa de menos, ahora que rompe el invierno, la lumbre baja en la cocina, la olla, el puchero sostenido por el morillo, pieza de hierro en forma de arco. La sartén sobre la trébede aro de hierro con tres pies, migas con uvas, gachas con tropezones, guisado de patatas con carne o bacalao, huevos de corral con algún torrezno o tallo de chorizo de la matanza casera. La voluptuosidad de la cocina de ayer, donde todo sabía a lo que debía saber.

Ricardo evoca para nosotros, entre el olor de la madera quemada, el humo blanco que brotaba de la  ladera de Hita, los útiles para atizar la lumbre, la tenaza, el fuelle.

En su estilo más costumbrista, que es el que circula en los pueblos:

 

“Hoy el fuelle esta arrinconado

y puede ser contemplado

como pieza de museo.

Con la trébede y tenaza

los tres fueron la ruina.

Los echaron sin piedad

el gas, la electricidad,

el progreso no perdona

y se lleva por delante

al listo y al ignorante”

 

Al amor de la lumbre es una expresión que me gusta.

Ricardo García, que va a cumplir 82 años en su pueblo de Torre del Burgo, ha escrito el Quijote en verso: 27.000 versos. Lo que da de sí la jubilación. Y la inspiración, Ricardo.

 

 

 

Nico

 

Nico se ha jubilado como jardinero en la antigua y Real Fábrica de Paños de Carlos III. Es un jardín versallesco, creado en 1840 en el que Nicolás trabajó con entusiasmos durante muchos años. Alguna vez lo volví a visitar con Cela, que lo describió como “romántico, un jardín para morir en la adolescencia, de amor, desesperación, de tisis y de nostalgia”. Hay topiarios de boj, rosales trepadores y palmeras Trachycarpus “que resisten tan bien los rigores africanos del verano alcarreño como sus inviernos de 15 grados bajo cero”. Andrés Campos opina que ahora, medio abandonado, está mejor, más romántico que nunca”. Nicolás, que ya que no le daban dinero para plantar flores, las compraba por su cuenta y las vendía a los visitantes, enseñaba la pajarera de madera, las pérgolas de hierro fundido y el paseo de cipreses que conduce a un mirador colgado sobre la vega del Tajuña, que nos ciñe de huertas…

 

 

 

Campillo

 

En el camino de la Arquitectura Negra de Guadalajara, las casas construidas con lajas, hay un pueblo tapado por el bosque con un nombre sublime, Campillo de Ranas. Más allá, Majaelrayo, Umbralejo, Valverde de los Arroyos, Almiruete. Cuando estuvo por aquí en la guerra Ernest Hemingway alabó sin tasa los nombres de los pueblos, más hermosos a veces por su nombres que por lo que eran los propios pueblos.

Tras la melancolía del otoño. Las bandas de grullas  y gansos sobre nuestras cabezas. La llegada de la nieve con los caminos intransitables se refuerza la solidaridad entre las familia aisladas. Mandan la cocina, la leñera, la despensa. Nano es el cartero de la zona:

-¿Cómo le trata la vida, Nano?

-Como se puede, jefe. Con este nevazo tengo que dar un rodeo de más de cien kilómetros hasta Buitrago (Madrid) y desde allí, acceder a esta vertiente de la montaña. Pero la gente se lo merece. Todos se alegran al verme.

Cada paso es una hazaña. Lo que no hay en Roblelacasa es  un cura. Se fueron con la guerra. El águila real planea sobre el castillo de doña Urraca, y sobre el monasterio de Bonaval, la trucha brinca en el Sorbe. Tamajón hace de guardia de tráfico hacia la Pizarra Negra. El viento esculpe caprichosas figuras sobre la piedra caliza. Geografía, geología, morfología de la pizarra. La mala noticia es que los desaprensivos se llevan la piedra para los adosados, las lajas de pizarra para los jardines, desmantelan  las tainas y parideras, los corrales de piedra, se hunden los chozos de los pastores. Me han robado las dos bolas herrerianas de piedra en la entrada de La Mata.

Bajo un cielo de nubes desflecadas el aire es limpio, transparente, tonificante. Lo debieran vender embotellado. Por estas tierras de los pueblos negros, de la Sierra Negra o pobre, caminó entre pinos, sabinas, quejido, fresnos, jarazas, zarzamoras, álamos y enebros el andariego Marqués de Santillana. Anota: “Encima del puerto, coidé de ser muerto/de nieve e de frio, e dése rocio/e de grand´helada”. Qué raro hablaban los antiguos.

La Virgen se aparece mucho por estos lares, aquí en un radio de menos de cien kilómetros enfrente de casa en Santa María de la Peña, en Sopetrán, en la ermita de Santa María de los Enebrales. Esa virgen, conocida como la serrana, interesa. Según me cuenta Raúl, salvó al párroco de Tamajón, que se dirigía a un pueblo cercano a decir misa, cuando le atacó una serpiente dispuesta a comérselo con misal y todo. Entre la Virgen y la serpientes nunca hay color: le bastó con lanzar un resplandor desde el enebral.

Nuestra señora de los Enebrales tiene siempre  una puerta abierta, día y noche para que se puedan refugiar los caminantes en caso de que sufran el acoso de los demonios. Tanto me hablaron de los demonios que acechan junto a la ermita que una noche me dirigí hacia allí armado de cruces de todas clases, un Kempis, una garrota con la cabeza en bronce de Santa Petronila, agua bendita de la que traje del río Jordán, que la venden en el aeropuerto de Tel Aviv y un spray que de dibuja la silueta de un diablo  comprado en una tienda de Timisoara, Rumanía, donde venden artículos antisatánicos y antivampíricos.

Muki, asustada, se negó a acompañarme.

El ambiente es de novela gótica, de cuento de Bécquer. Era más de medianoche cuando me senté en un poyo de la ermita a la Bécquer. En espera de acontecimientos. Era una noche con luna. Hasta mí llegaban los ruidos habituales, alguna rapaz nocturna, ladridos de perros, alguna falsa alarma entre las ovejas estabuladas en el aprisco. Ni siquiera una brisa interrumpía mi vigilia. Pasó media hora y me eché al coleto un trago de ron y coca cola de una cantimplora regalo de Pepe García de la Torre. Sólo un trago, largo eso sí, porque no quería, presa de la autosugestión, empezar a ver demonios por todas partes. Nada. Si no crees en los fantasmas, los fantasmas nunca vienen a ti. Es necesaria la fe. Al fantasma lo definió Berceo como un  signo “exterior e invisible de un temor interior”. Ni interior, ni exterior ni nada. Me vencía el sueño cuando sonó un alarido luciferino de la parte del picacho del Ocejón que me espabiló del todo. Era un alarido de ultratumba, que me erizó los pelos. En las guerras todavía me defiendo, pero los tratos con el averno con duendes y otras criaturas tenebrosas se me dan muy mal. Al hacer guardia una noche en el paso del Khyber, entre Pakistán y Afganistán, junto a una fogata y armado con colt 43 empecé a escuchar silbidos que me parecieron de cobra. Miles de cobras me rodeaban y calculé que tendría balas para matar a cinco o seis, si es que acertaba porque en aquella noche color ala de cuervo... La autosugestión porque en esa zona no criaban las cobras de anteojos. Al relevarme, Willy, que murió en Camboya en 1971 junto a otro amigo, el hijo de Errol  Flynn, vio a la luz de la linterna mi rostro blanco como el papel y me preguntó:

-Pero, chico, Manu, ¿te encuentras mal?

-No, es que me he destemplado con el frío.

Con el Ocejón, el monte tutelar, y el Pico del Lobo nevados al fondo, y un rebaño de vacas delante del prado de la casa, Pepe se explica: “La gente cree que esto es la Arcadia feliz, pero sobre todo en el invierno hay que pagar un precio por el aislamiento”

-¿Y la primavera?

-Eso es otra cosa. El paisaje se despereza como un gato después de la siesta. El sueño como espejo de la muerte. A vivir, que son dos días.

El aire cálido por una vez, el cabrito con su “breve”, la siesta evangélica, la partida al subastado.

La cigüeña vuelve al románico rural, a las tres de los monasterios y las iglesias, por los que asoman enclenques los cigoñinos, a los decrépitos palacios, a los castillos derrotados, que no vencidos, a los puentes romanos y las fuentes árabes. De ese paisaje salen, entre hayas o robledales, los yacimientos de lajas de pizarra, la esencia de la arquitectura negra. Salta un corzo que rompe con un chasquido. Monótono y dulce sueña el aquilón. Huele a tomillo. Hay un misal viejo sobre el facistol y un  velón todo derramado de cera ilumina las letras doradas.

 

 

 

Muki

 

Nadie sabe decirme la edad que puede tener Muki, recogida de la calle. Ella sabe que no ha sido comprada. Los gatos rara vez  alcanzan los 20 años de edad.

Es como la gata de Alicia en el país de las maravillas, flexible, como si fuera de goma. Arranca en  disparatadas carreras, salta los árboles, recorre las ramas y mira con ojos desorbitados. Cuando dio a luz a una tropilla de gatitos, lo hizo en mi casa, sobre un edredón de oca salvaje de Escandinavia.

Me lo advirtieron: ten cuidado. Su tendencia será la de parir en tu cama. Una madrugada llegué al cuarto y me la encontré allí, pariendo. Le felicité por un lado y por otro deposité gatito por gatito al pie de la cama sobre una toalla. Aquel gesto mío le disgustó sobremanera a Muki, que me propinó una mirada de desafío: cogió uno por uno a sus hijos, bañados en el líquido amniótico y los devolvió a la dulzura del edredón. Era allí donde había querido que nacieran.