Periodistas

22 noviembre 2005

Una vida en las trincheras

La intensa existencia de un corresponsal de guerra
Orgulloso de poder denunciar el sufrimiento y el horror que padecen las víctimas inocentes en los conflictos bélicos. A Julio siempre le reconfortó saber que sus crónicas desde el terreno podían contribuir a que se conociera la dramática e injusta situación que viven los niños, las mujeres y los hombres que se codean con la muerte y la acaban acogiendo en casa como un invitado impuesto del que no se pueden librar.
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Tremendamente respetado entre los reporteros de guerra de todo el mundo, componía junto a sus viejos colegas una tropa de veteranos unidos en las experiencias más extremas. Julio, que nació en Madrid en 1954, se escapaba a su «casa de Picos», en los Picos de Europa claro, con la intención de aislarse de tanta presión. Sólo su pasión literaria se puede equiparar con su innato entusiasmo por el periodismo en primera línea de fuego. Desde que en 1989 ingresó en el equipo fundacional de EL MUNDO, cubrió gran parte de los acontecimientos internacionales más importantes de los últimos 20 años, entre los que se encuentran la desintegración de la antigua Yugoslavia o la Guerra del Golfo. Sus crónicas laten aunque hablen de destrucción porque se alimentan con la esperanza de millones de seres humanos.

En Afganistán, guerra en la que llevaba tres semanas destapando la cara amarga y real de la contienda, no dudó en acceder a los enclaves más peligrosos con tal de poder narrar lo que estaba ocurriendo. Consiguió acceder a la ciudad afgana de Jalalabad el 16 de noviembre de 2001. Desde allí alertaba en exclusiva del descubrimiento de gas sarín en una base abandonada de Al Qaeda.

Inauguró su carrera como corresponsal de EL MUNDO en Centroamérica en 1989. Desde su base en Managua (Nicaragua), informó durante dos años de la guerra entre el régimen sandinista y la ‘Contra’ y la guerra civil de El Salvador, incluida la ofensiva guerrillera contra la capital, San Salvador. También cubrió íntegramente la intervención estadounidense en Panamá. En 1991, tras asistir a la Guerra del Golfo, fue de uno de los pocos periodistas que entró con las tropas aliadas en Kuwait City en el mismo momento en que la capital era liberada de la ocupación iraquí. Saltó hasta Croacia, en la ex-Yugoslavia, donde durante un año dio detallada cuenta desde el frente oriental del conflicto de los Balcanes.

En la primavera de 1992, se trasladó a Sarajevo, en Bosnia-Herzegovina, donde permaneció casi tres años contando el brutal asedio de la ciudad. Además de sus crónicas diarias para EL MUNDO, de aquella experiencia surgió su primera novela, ‘Sarajevo, Juicio Final’ de la que se realizaron cuatro ediciones. En 1998 publicó ‘Resistencia Humana’ y en marzo de 2000, su última novela, ‘Rebelión’.

En el año 1996, tras trabajar como corresponsal en Italia, recaló en Moscú, donde vivió la guerra de Chechenia (1999-2000) sobre el terreno, tanto en Grozni como en Ingushetia y en las repúblicas de Osetia del Norte y Daguestán. En agosto de 1999 fue enviado a Belgrado. La liberación aliada de Kosovo, los bombardeos aliados de la OTAN sobre objetivos en la antigua Yugoslavia, incluida la propia Belgrado, ocuparon sus siempre cálidas pero duras crónicas. Antes había cubierto durante dos meses la guerra civil entre los independentistas albano-kosovares y el régimen de Belgrado en Kosovo. La espeluznante guerra de Liberia y numerosas crisis en media docena de países en todo el mundo, además de catástrofes naturales se suman a sus diversas experiencias como reportero.

Uno de sus últimos y complejos trabajos de investigación a pie de calle fue el documento titulado ‘El Gulag vasco’, en abril de 2001, en el que escribió artículos tan sinceros como El corazón del imperio ‘abertzale’.

Antes de su incorporación a EL MUNDO, cubrió para la revista Cambio 16, con la que trabajó siete años, la guerra de Afganistán contra los soviéticos, la de Irán e Irak, así como la librada en El Salvador, entre otros conflictos.

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EL HOMBRE QUE HUYE DE LOS PROTAVOCES OFICIALES
por Felipe Sahagún(EL MUNDO, 20.11.2001)

Durante el conflicto de Kuwait en 1990.
La ideología de Julio Fuentes es la defensa del débil. En la corresponsalía de guerra encontró su razón de ser y de vivir. Detesta el despacho, le quema el sillón y huye despavorido de las ruedas de prensa y de los portavoces oficiales. Desde su bautismo de fuego en Centroamérica para Cambio 16, en 1980, recién cumplidos los 21 años, nunca se ha quitado el chaleco de corresponsal ni el barro de las botas. Como tantos otros de los mejores de la tribu, se ha licenciado en la facultad de la calle y en la asignatura de la vida mucho antes de que la Facultad confirmara sus conocimientos.

Reportero antes que redactor, sin dejar nunca de ser fotógrafo, de sus primeros años nos quedan exclusivas como la de Yasir Arafat, a cabeza descubierta, una de las raras veces que el líder palestino se ha separado de su kufiya, y la del Niño, de pie sobre un burro junto al Puente de la Amistad, entre Afganistán y Uzbekistán, cuando las tropas soviéticas se retiraban en 1989 del país. Acababa de empezar y tenía ya trabajos en la vitrina de los grandes nombres del periodismo gráfico español de finales del siglo.

La voz de Eduard Sanjuan, de TV3, me golpeó ayer mientras ojeaba ‘Los ojos de la guerra’, homenaje de 70 corresponsales a Miguel Gil, el cámara español asesinado en Sierra Leona en mayo de 2000, recién salido de imprenta. «No eran héroes, ni soldados, ni siquiera adictos a la heroína», escribe Fuentes de Gil y de otros amigos caídos en el frente. «Eran periodistas de elite que sacrificaron involuntariamente sus vidas para ofrecer (…) un pedazo de historia viva, cruel y despiadada del mundo».

Sus recuerdos de Sarajevo, donde permaneció durante todo el asedio -fue el periodista que más tiempo estuvo allí-, y de la destrucción de Grozni en los 90, en el libro, son un espejo perfecto del enviado especial que se incorporó a EL MUNDO desde el primer día.

«Lo contraté en una heladería de la Castellana», recuerda Fernando Múgica, compañero de andanzas y actual redactor jefe de Internacional. «Vamos a hacer este periódico», le expliqué. «Dijo sí, pero con una condición: para hacer reportajes, reporterismo de acción, periodismo vital».

El final de las guerras centroamericanas, la caída del sandinismo en Nicaragua, la invasión de Panamá por orden de George Bush padre, la ocupación de Kuwait por Irak y la guerra del Golfo, los Balcanes, Chechenia, Afganistán… Julio Fuentes ha cubierto las guerras más importantes desde 1989 para EL MUNDO, formando con Alfonso Rojo uno de los equipos de enviados especiales más sólidos del reciente periodismo español.

Sus escapadas a Centroamérica y a la guerra irano-iraquí le introdujeron en la vorágine antes de dejar el Grupo 16. En Basora, cuenta, sufrió daños graves en un oído de los que nunca se ha recuperado.

A pesar del audífono, sin masters ni doctorados, ha captado brillantemente la realidad de la guerra a través de los sentimientos y las miserias, los sueños y las traiciones, las atrocidades y las proezas de sus héroes y de sus víctimas. «Las guerras transforman a las personas que las hacen y las padecen», se lee en una de sus novelas, ‘Resistencia humana’. Y a quienes informan de ellas. A unos más que a otros: a Julio Fuentes, radicalmente. Para bien y para mal, ha acabado siendo, según sus propias palabras, «uno de esos soldados del periodismo». Y añade: «Los que vivimos la guerra de cerca nos convertimos en seres transparentes. En ella se puede sentir desde la solidaridad más profunda hasta delirios y fantasías criminales impensables en otras circunstancias». La mejor forma de contrarrestar la violencia, en su opinión, es «encontrar un término medio en la información».

No hay, probablemente, ningún corresponsal español que se haya identificado tanto con los personajes de sus artículos en los últimos años. Sus huérfanos de Sarajevo, a los que compraba raciones humanitarias y cuidaba como hijos, jamás le olvidarán. Nunca cortó del todo la relación con ellos. Su entrega a las víctimas de la capital bosnia con las que convivió tantos años, según sus compañeros, le desquicia un poco.

«Llegas a los contenedores de protección en el centro de la ciudad. Ante tus ojos está Sarajevo. La gente corre por las calles en fila india, como en un maratón colectivo de prisioneros. Pegados a las fachadas, esquivando la lotería mortal de los francotiradores y la metralla aventada en las aceras. El terrorismo militar serbobosnio convierte cada portal en una meta volante por la supervivencia».

Directo, humano, descriptivo, exacto. Este es su estilo. Poco académico para algunos, ejemplar para otros. En su primera novela, ‘Sarajevo: juicio final’ (editada, como las tres siguientes, por Plaza & Janés), reconoce que algunos periodistas pasan tantos años en la tensión del conflicto que llegan a engancharse y a necesitar estar cerca de él. «Es como una droga», escribe. Tras Sarajevo, le costó aterrizar y distinguir lo normal y lo anormal.

«Le habían afectado mucho la muerte de Ellacuría en El Salvador y el asesinato del fotógrafo Juantxu Rodríguez en Panamá», comenta John Müller, primer jefe de Internacional de EL MUNDO. «La muerte de Juantxu le pilló en la frontera costarricense, tratando de entrar en el país».

Se desquitó de aquel retraso con creces en el Golfo. Cansado de las ruedas de prensa oficiales en el hotel de Dahrán, en Arabia Saudí, harto de pools y de manipulaciones del Pentágono, compró un jeep con otros compañeros, se hicieron con la gasolina suficiente y, 15 días antes de la invasión terrestre, entraron por su cuenta en las líneas del frente iraquí.

Las crónicas de aquellas escapadas son, junto a las de Rojo desde Bagdad, algunas de las mejores publicadas en España sobre el conflicto. Aprovechó como nadie los testimonios de los soldados hispanos en el frente para contar la verdad que no se veía en la CNN. «Fue de los primeros periodistas que entraron en Kuwait. Contaba cuál fue su asombro cuando algunos soldados iraquíes salieron de una trinchera con los brazos en alto y se le rindieron», recuerda Müller. «Una pena, que, sin teléfono, no pudo contarlo en el periódico hasta el día siguiente, después de regresar a territorio saudí».

«Es un tipo muy honesto y, no sé si decirlo, atormentado por el trabajo», recuerda Carlos Toro, amigo y compañero de juventud con quien todavía discute y aprende el lenguaje y la parafernalia militar. A diferencia de Rojo, que vuelve del frente, se viste de Armani y se ríe de su sombra, Fuentes nunca deja la trinchera. Le cuesta mucho, pese a los esfuerzos de Mónica, su amor en la guerra y en el periodismo, vivir en la paz.

«No estoy y, cuando vuelva, si vuelvo, te llamaré», podía oirse en su contestador de soltero. No sé si Mónica le obligó a cambiarlo después. Fuentes siempre ha pensado cinematográficamente, en imágenes, y, como tantos otros reporteros de guerra, sufre cuando está lejos de la acción.

Mónica, a quien conoció en Roma cuando, para sacarle del infierno balcánico, el periódico le nombró corresponsal en Italia, acabó convirtiéndose en sus dedos y oídos: la mano que pule sus mejores textos, siempre apresurados, desde el frente. Juntos, se fueron a la corresponsalía en Moscú en el 96 y desde allí cubrieron las guerras caucásicas y el descalabro final de la era Yeltsin.

Quienes le negaron premios por una supuesta falta de rigor deberían repasar los análisis de Fuentes sobre los últimos meses de Yeltsin en el poder. Sueña con unos años en Jerusalén -ojalá aún llegue la oportunidad- y, para escapar del fragor, encontró un refugio en los Picos de Europa, junto a Potes. Allí escribió algunas de las mejores páginas de su último libro, ‘Rebelión. La historia de Europa’, una mirada escéptica desde el siglo XXII a la Europa que nos espera.

«He querido escribir algo así como una leyenda paralela del futuro», ha dicho. «Testimoniar un momento que probablemente nunca llegará, pero está en mi imaginación frente a la historia previsible».