Periodistas

21 febrero 2006

CORRESPONSAL DE LA VANGUARDIA EN BEIRUT

Tomás Alcoverro

Llegué a Beirut por primera vez cuando aún funcionaba el mítico tren del "Orient Express" y el autobús de la línea Naiirn, de insólita carrocería, medio aerodinámica, medio blindada -atravesaba el desierto entre Siria e Iraq- porque todavía no se habían concluido las obras del último tramo de carretera y llegaba a un Bagdad, remoto y provinciano.

ESPEJISMOS DE ORIENTE
Aquellos tiempos del télex (1)

La Vanguardia

TOMÁS ALCOVERRO – 20/02/2006 – 17.58 horas

Llegué a Beirut por primera vez cuando aún funcionaba el mítico tren del «Orient Express» y el autobús de la línea Naiirn, de insólita carrocería, medio aerodinámica, medio blindada -atravesaba el desierto entre Siria e Iraq- porque todavía no se habían concluido las obras del último tramo de carretera y llegaba a un Bagdad, remoto y provinciano. Todavía había una línea turca de navegación con el «Akdenis» y el «Karadenis» que iban de uno a otro lado del Mediterráneo. Entonces sin duda -era el principio de la década de los sesenta con el «Rais» Nasser de Egipto recién fallecido- Beirut era la «ciudad alegre y confiada» del Mediterráneo Oriental, era el centro de la prensa y de la información árabe e internacional, no sólo de esta región levantina, sino de la península arábiga, incluso de los países arabizados e islamizados del norte de África.

Los corresponsales occidentales habían hecho de la capital libanesa su despacho y su residencia habitual, por muy variadas razones, desde su inusitado ámbito de libertad, su diversidad cultural, hasta su red de comunicaciones, la mejor del Oriente Medio. En las oficinas de las agencias internacionales de noticias como la AFP, Reuters, Associated Press, UPI, se reunían o por lo menos coincidían, muchos corresponsales extranjeros, permanentes o de paso, en primer lugar debido a sus aparatos de télex desde los que podían enviar sus crónicas. Los operadores locales perforaban las cintas copiando escrupulosamente los textos sin saber, a menudo, ni una jota de las lenguas en que estaban escritas. Mis crónicas llegaban a la oficina de la agencia UPI en Madrid, vecina al edificio de Las Cortes, de donde siempre por télex las transmitían a la redacción del periódico en Barcelona.

El télex era el medio más utilizado para la transmisión de los despachos periodísticos. Recuerdo las crónicas de Cristóbal Tamayo, corresponsal de La Vanguardia en Atenas en los años sesenta -el primer periodista español que viajó a las montañas del Kurdistán a lomos de un a mula para entrevistarse con el legendario caudillo nacionalista Barzani, pegando las palabras del texto que yo tenía, penosamente que separar, aislar, porque el estaba percatado de que, de esta suerte, ahorraba dinero en la transmisión.

Tamayo, un burgalés que escribía con un excelente estilo y tenía además la costumbre de hacernos llegar reportajes, que se llaman «piezas intemporales» en las redacciones, o todavía peor «crónicas de color», por correo aéreo, escritas a máquina en finas hojas de papel.

El teléfono en los paises del Oriente Medio era en aquellos años un lujo raro. Una vez que había conseguido llamar desde El Cairo a Barcelona, la comunicación fue interrumpida, no me cabe duda, por algún agente de los servicios de escucha egipcios, al no poder descifrar ni una palabra de la conversación que mantenía, en catalán, con María Teresa.

Fuera del Líbano la censura era el pan nuestro de cada día para los corresponsales extranjeros que informaban desde Egipto, Siria, Iraq, Arabia Saudí. Sus ministerios de información exigían a veces la traducción de los textos en inglés o francés si estaban escritos en otras lenguas, para dar su visto bueno, tamponando cada una de sus páginas a fin de enviarlas por medio del télex. En 1972 efectué mi primer viaje a Bagdad en el autobús de la línea Nairn, saliendo de Beirut y pasando por Damasco. Recuerdo la noche en que atravesábamos el desierto teniendo como puntos de referencia los faros iluminados de otros vehículos que avanzaban por sus pistas -ya dije que aún no se había rematado la construcción de la carretera- rumbo hacia la frontera iraquí sin señalizar. Iba a Bagdad para escribir sobre los kurdos después de que el mollah Barzani hubiese firmado un acuerdo con el vicepresidente de la República Sadam Hussein, pero al llegar a la ciudad del Tigris coincidí con la histórica «nacionalización» de la Iraq Petroleum Company por el régimen baasista gracias a la que comenzó el espectacular desenvolvimiento económico, militar y cultural de la república. «El petróleo árabe -gritaban en la larga calle Saadun, en la porticada calle Rachid junto a los populares zocos- para los árabes». Después de la nacionalización por Nasser de la Compañía del Canal de Suez, fue el acontecimiento más destacado de la «nación árabe» para zafarse de los últimos vestigios económicos de la colonización occidental.

Escribí emocionadamente mi crónica -era el único corresponsal español en Bagdad- viendo los jubilosos manifestantes desfilando por el centro de la capital, escuchando el discurso del Jefe del Estado, general Al Bakr, entre himnos y canciones patrióticas retrasnsmitidas por la televisión y me precipité en la oficina del Ministerio de Información para enviarla. No había en Bagdad ninguna agencia internacional de noticias con su preciado aparato de télex para mandar el artículo. Pero eran imprescindibles tantos trámites para pasar la censura, era necesario tanto tiempo para obtener la autorización oficial que, desanimado estuve a punto de renunciar a mi trabajo. Si no hubiese sido por un diplomático que me ayudó a conseguir el último billete de un avión que despegaba por la tarde hacia Beirut, nunca hubiese publicado mi información de primera mano. Llegué a tiempo a la oficina oficinita de la UPI con cuya agencia Augusto Assía había firmado un contrato muchos años antes, cuando era el príncipe de los corresponsales de La Vanguardia, que nos permitía utilizar sus servicios, vale decir sus télex, así como sus informaciones en el extranjero, y entregué el texto al operador libanés que, sin pérdida de tiempo, perforó la cinta destinada a mi periódico. Al día siguiente aparecía mi crónica fechada en Bagdad como enviado especial.

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ESPEJISMOS DE ORIENTE
Aquellos tiempos del télex (y 2)

TOMÁS ALCOVERRO – 27/02/2006 – 19.21 horas

La tiránica dependecia del télex condicionaba frecuentemente el trabajo ya que había que elegir entre la seguridad de que las crónicas llegasen a tiempo a la redacción, o la incertidumbre de desplazarse a un lugar desde el que no estuviese garantizada su transmisión.

Mi primera entrevista con Yasser Arafat la escribí en Amman en aquel septiembre Negro de 1979 en que los fedayin palestinos y los soldados de la Legión Árabe del rey Hussein combatían en las calles de sus colinas en una implacable guerrilla urbana. Agotadas mis tentativas de enviarla por el télex de la oficina del Correos del centro de la ciudad aún expuesta a los francotiradores, o de la Embajada Española en la que el embajador Durán Loriga se desvivía en vano para conseguir la comunicación, la confié a un viajero, huésped de mi pequeño hotel, que salía aquella misma tarde hacia Beirut. Al llegar a la capital libanesa inmediatamente la entregó a la UPI para transmitirla a mi periódico. Ante la completa imposibilidad de utilizar el télex quedaba la difícil alternativa del teléfono.

Cuando don Juan Carlos I siendo todavía príncipe visitó en 1972 Riad, la capital de Arabia Saudita, la comunicación con España era tan lamentable que me desgañitaba para deletrear cada palabra, para que las copiasen los sufridos telefonistas. Nunca he dictado -cantado se decía entonces- una crónica con tantos sudores, mientras al otro lado del teléfono el operador me decía: «Tomás, no se oye, grita mas».

Muchas veces había que contentar a las telefonistas, a los operadores y operadoras con regalos o propinas. En Riad eran telefonistas tocados con sus blancas kefias los que debían conseguirnos la comunicación con España y recuerdo que les entretenía contándoles historietas o «noktas», como dicen los egipcios, para aliviar su enervante trabajo y poder enviar mi crónica.

Poco a poco los grandes hoteles contaron con sus líneas telefónicas y de télex internacionales. Durante el bombardeo y asedio israelí del oeste de Beirut del verano del 1982, el Hotel Coomodore, cuartel general de los corresponsales de prensa, ofrecía sus servicios de transmisión a los clientes. Esta fue una de las principales razones por las que los periodistas extranjeros se alojasen en aquel céntrico hotel del barrio de Hamra cuya propiedad y dirección estaban en aquel tiempo en manos de influyentes palestinos.

Durante los largos años de las sucesivas guerras entre 1975 y 1991, las agencias de noticias internacionales fueron desertando de la ciudad, ahuyentadas por el terror, por los secuestradores pero también por la falta de comunicaciones seguras estableciéndose principalmente en Nicosia, en la vecina isla de Chipre. Yo fui uno de los contados corresponsales occidentales que permaneció en el oeste de Beirut.

Como la sede de Correos y Telégrafos de la capital estaba en la parte occidental de la dividida capital mal llamada musulmana, fueron los palestinos de Yasser Arafat los que durante su hegemonía del sector controlaban su funcionamiento. En el Hotel Alexandre de la zona habitada por la población cristiana, los corresponsales tenían sólo tres minutos para intentar conectar por su teléfono a sus redacciones y si no lo conseguían debían dar paso a los que, impacientemente, esperaban su turno. El día en que Arafat y sus últimos compañeros salieron por mar de Beirut en cumplimiento de los acuerdos impuestos por los israelíes sobre la evacuación de sus guerrilleros y de los miembros de las organizaciones políticas, no pude enviar mi crónica. Los pocos aparatos de télex que había en la parte occidental de la ciudad -como el de Commodore en el pequeño mostrador detrás de la recepción- dejaron de funcionar.

Con unos colegas japoneses e italianos decididos a atravesar el peligoso «Paso del Museo» con barricadas de milicianos y francotiradores, que separaba los dos sectores desgarrados de la ciudad desde el principio de la guerra de 1975, para llegar a la localidad de Baabda en la parte cristiana ocupada por los israelíes desde donde el mando del ejército, el Tsahal, había instalado un centro de comunicaciones. Era nuestra única posibilidad de mandar las crónicas.

A pie, en taxi, en vehículo militar de la Falange cristiana, alcanzamos la oficina de teléfonos y de télex establecida en la sede del gobernador de la plaza. Anochecía y faltaba poco tiempo para el cierre de las ediciones. El japonés estuvo más de media hora pegado al teléfono y cuando le tocó el turno al italiano, un napolitano cordial y vivaracho, la comunicacion se cortó al poco de empezar a dictar y no hubo forma de restablecerla: «Maama mia» gritó desesperado casi con lágrimas en los ojos ante los militares de Israel.

La crónica sobre la evacuación de Arafat -una fecha histórica en la batalla de Beirut- que tanto trabajo y tantas peripecias me había costado sólo pude aprovecharla un día despues.

La interminable guerra de Beirut, el paraíso infernal de los corresponsales de prensa de las décadas de los setenta y de los ochenta, fue «mi guerra». Desde los balcones de mi piso de la calle Commodore al lado del hotel escribí crónicas narrando la batalla campal entre milicianos apostados en la esquina. Todo estaba al alance de la mano. Josep Pla repetía siempre que «es más difícil describir que opinar».

La fascinación de la guerra de Beirut, donde se cumplía a rajatabla el acto surrealista por antonomasia que según Andre Breton era salir a la calle y disparar sobre no importa quien, conmovió a una generación de periodistas. Lástima que entonces fueran tan difíciles las comunicaciones. ¿Cuántas angustias, cuántas frustraciones fuimos acumulando por falta de seguridad en la transmisión? O quizá habría que decir todo lo contario porque, debido a su inestabilidad, a sus complicaciones, el trabajo de corresponsal -un trabajo «atípico» según Lluís Foix- era aun más desafiante.

La información instantánea, la hegemonía de las poderosas cadenas de televisión -incluidas Al Jazira y Al Arabiya-, el extendido uso del teléfono móvil han confundido, como ha escrito Ignacio Ramonet «la información con la comunicación». Internet se ha impuesto en casi todos los paises del Oriente Medio con algunas excepciones como en Irán, y ha hecho estragos en Bagdad tras la ocupación estadounidense donde ha florecido en cada esquina un cibercafé. Nuestro trabajo «atípico» ha cambiado profundamente. Las oficinas de la agencias de noticias ya no son frecuentadas por los corresponsales ni enviados especiales. Ensimismados en la navegación por Internet sufrimos la tentación de hundirnos en un mundo informativo virtual.

He sido de los últimos en dejar de emplear el télex en Beirut. No era un anacronismo porque tras los años de las guerras crueles, la red de comunicaciones, especialmente telefónica, había quedado muy destruida. «Allo, Allo Beirut» fue una popular canción libanesa que aludía a estas penosas dificultades de comunicación. En Beirut, indiscutible plataforma de la prensa árabe, sigo frecuentando la oficina de la «Agence France Presse» -soy francófono empedernido- y utilizo uno de sus ordenadores para enviar mis crónicas a La Vanguardia. Beirut, pólvora y jazmín, es mi ciudad.