Guadalajara

3 marzo 2006

Sigüenza, cincel de Castilla

Raúl Conde

Cuando el viajero se acerca a Sigüenza, lo mejor es contemplarla primero desde lejos, a poder ser desde un alto. En la carretera de Atienza, desde el cerro de la Solana, la panorámica de la actual Sigüenza no puede ser más espectacular. El castillo-alcázar, hoy felizmente convertido en Parador Nacional de Turismo, y la catedral, románica y renacentista, son los dos ejes que vertebran la silueta de una ciudad marcada, desde los albores del siglo XII, por el color fucsia del bonete de sus obispos. Desde que se constituyó la diócesis seguntina, hoy Sigüenza-Guadalajara, la ciudad Mitrada ha ido alcanzando año tras año el rango que hoy día ostenta sin ningún rubor ni aspavientos. Sigüenza es la ciudad más visitada de la provincia. Algo lógico porque sus entrañas guardan el mejor espíritu castellano, la gentileza, la buena mesa. Un corazón activo y lozano que marca el latido del ritmo de vida de una provincia en pleno proceso de reanimación. Ya lo dijo el escritor Francisco Vaquerizo: “Sigüenza, lugar entre caminos, donde el tiempo fue dejando su huella venerable. Primera dama de la Alcarria: mora y cristiana, medieva y neoclásica, mística y guerrera. Odre donde se guarda la mejor esencia del espíritu castellano”.

Si el viajero se desplaza en coche es aconsejable dejarlo abajo, cerca de la Alameda. Lo más acertado es dirigirse sin más dilación a la catedral y sus aledaños. El templo que inició Pedro de Leucate se muestra recio, amparado en la turbadora presencia de las dos torres-fortaleza, idénticas incluso en el grado de deterioro. Detenerse en la Plaza Mayor y mirar con sumo respeto las balconeras y el edificio del Consistorio, admirar la artesanía de las alfombras y tapices que se exhibe en las calles adyacentes y recorrer las Travesías, la Baja y la Alta, puede constituir un excelente aperitivo para la sobremesa. En época de fiestas, mientras el viajero se toma unas cañas en la Alameda puede disfrutar con alguna charanga o dulzaina que, estoy seguro, no faltarán en estos días de asueto. Llegado el momento en que el estómago pide refuerzos, es hora de saborear uno de los placeres, quizás el más exquisito, que proporciona la estancia en la ciudad de los Obispos. La buena mesa está garantizada en cualquier restaurante de la localidad, donde sobresale con un gusto y una personalidad propia el cordero lechal asado en horno de leña. Es un tópico, es un clásico de la cocina de Castilla, pero es una delicia, una gozada y un deleite para el paladar. Sigüenza ofrece más de lo mismo cada año. Sigüenza no renueva su mensaje, siempre continuista: corazón de Castilla, ciudad en periodo de evolución en cuyos rincones restauradores todavía se conserva lo mejor de la cocina tradicional castellana. Un magnífico colofón al gañote puede ser la fina y deliciosa repostería seguntina de sus mesones, en la que brillan las yemas del Doncel y los bizcochos borrachos. Placeres culinarios, orgías gastronómicas que sólo Sigüenza, símbolo de las legendarias urbes del antiguo reino castizo dominador, sabe y puede ofrecer al viajero como testimonio irrefutable de un legado esplendoroso, también entre fogones.
La Sigüenza que el viajero de agosto puede encontrarse es una ciudad movida y jovial, con fluctuantes ciudadanos sumidos en un ambiente de pequeña gran capital. Una ciudad lozana y altanera que Ortega y Gasset retrató, a través de su bien cortada pluma, con el gracejo y el acierto de los grandes maestros: “Sigüenza, la viejísima ciudad episcopal, aparece rampando por una ancha ladera, a poca distancia del talud que cierra por el lado frontero el valle. En lo más alto del castillo lleno de heridas, con sus paredes blancas y unas torrecillas cuadradas, cubiertas con un curioso casquete”.

Después del mediodía, el Henares hierve la atmósfera seguntina al tiempo que en las empinadas calles cuestudas de la parte alta de la ciudad se respira un aire inconfundible de sosiego, de calma silenciosa que actúa de sedante para un ánimo que anhela seguir disfrutando, aunque sea con los ojos cerrados producto de la opípara comida, de los valores que Sigüenza expone al mundo con todo el apoyo y la ilusión de los suyos. El viajero se siente ufano, por el ágape y por las piedras de los monumentos de la villa. Después de observar la gigantesca plaza del Castillo, yerra el viajero que presagia en esta parte de la ciudad una zona ancha y extensa, ya que la plazuela de la Cárcel, diminuta pero entrañable, las ínfimas travesías anexas y los recovecos extraordinariamente exiguos y sucintos dejan bien a las claras la calidez de las callejuelas, la candidez vespertina de un atardecer suave, la ingenuidad de los lugareños y la sencillez entre pueblerina y urbana de un lugar, vestigio inquebrantable de épocas pasadas gloriosas que difícilmente volverán.

La caída de la tarde es otro excelente momento para pasear por la Alameda o charlar relajadamente al lado de sus álamos, de sus bancos, de sus modernas cafeterías. O si el viajero lo prefiere, puede acercarse a la calle Cardenal Mendoza, arteria coronaria de la urbe, tomar un refresco en el café París, comprar un “souvenir”, pasear por calles entrañables como la Bajada de San Jerónimo o la calle Valencia o sorprenderse con la parroquia gótica de Santa María de los Huertos. Y ya inmerso por completo en las entrañas de esta “eminentísima” ciudad –como acertó a decir Jesús Torbado-, el visitante puede sorprenderse de la hermosura del lugar mientras la caída del sol suscita todo tipo de variedad cromática. Como colofón a este paseo inolvidable contemplando piedras milenarias, no estaría mal cenar una sopita castellana en cualquier taberna y charlar, a modo de reflexión final, por las callejuelas seguntinas que a esa hora quedan iluminadas con unas dionisíacas luces de neón. Los más jóvenes tienen su cita en la noche de Sigüenza en los pubs de la Alameda y, más tarde, en la zona de la calle Vicente Moñux.

En estos días festivos en honor al patrón San Roque, los aficionados de la tauromaquia no pueden perderse las corridas de “Las Cruces”, y los practicantes y asiduos del turismo ecológico o natural encontrarán en Sigüenza y su tierra un formidable oasis en esta Castilla parda y plana que pintó el poeta. Si el viajero acude a Sigüenza en otoño, es ya suficiente reclamo acercarse hasta la Ciudad del Doncel las siguientes líneas, aunque sólo sea para revivir lo que Pío Baroja sintió en el otoño de 1901, y que después trazaría de puño y letra donando para la literatura de la ciudad uno de los mejores textos sobre la misma: “… Cansados de recorrer el pueblo, nos sentamos en un paseo con árboles, triste, desierto, con el suelo alfombrado por hojas amarillentas y plateadas. Un arroyo con color de limo que corre cerca murmura en la soledad. El cielo está puro, limpio, transparente, con algunas estrías blancas y purpúreas. A lo lejos, por entre las ramas desnudas de los árboles, se oculta el sol. Va echando sus últimos resplandores anaranjados sobre los cerros próximos, desnudos y rojizos”. Después de estas palabras, llenas de sentimiento cautivador de emociones melancólicas pero apasionantes, ¿quién se resiste a visitar Sigüenza? Sigüenza, legado del alma de un tiempo, de un pueblo, de un sufrimiento.