Manu Leguineche

24 noviembre 2005

Nunca volveré a Israel

He tratado de seguir las reglas del oficio: hablar lo menos posible de uno mismo, utilizar con mesura la primera persona en mis crónicas.Voy a romper por primera vez con la norma para contar una anécdota personal. Me había prometido no volver a Israel porque los dos últimos interrogatorios a que fui sometido por los shin beths, el servicio de seguridad interior, o quienes fueran, se pasaron mucho de rosca. Todos deben pasar por las mismas horcas caudinas, pero unos más que otros. Cuando mataron al primer ministro Isaac Rabin, la entrevista de los agentes fue tan larga, además de surrealista, que llegué al mostrador con el vuelo cerrado. Me dieron ganas de preguntar a la agente por qué no dedicaban el mismo tiempo y esfuerzo en prever asesinatos como el de su primer ministro, obra de la extrema derecha hebrea.
El Mundo, Mayo del 2002
Manuel Leguineche

El caso es que llegó hasta mí la noticia de la campaña militar desencadenada por Ariel Sharon contra la Autoridad Palestina, la visita de Colin Powell a la zona y decidí, rompiendo con mi promesa, volver a la zona. Lo que vi no me gustó nada. Era un Israel difícil de reconocer como «la única democracia del Oriente Próximo». Pero lo que ya era irreconocible del todo era el trámite aduanero.

Llegué al aeropuerto Ben Gurion de Tel Aviv a las dos de la madrugada procedente de Jerusalén, tres horas y media antes del despegue de mi avión, que es lo que piden las autoridades israelíes. En cuanto vi al jovencito encargado de la seguridad que me pidió el pasaporte y me indicó que me quedara de pie inmovilizado en un punto del vestíbulo, me temí lo peor. No le había gustado nada. Su mirada era de desprecio; su talante, ya no inquisitorial sino desafiante y hostil. Recuerdo lo que Isacc Deutscher, el biógrafo de Trotski, escribió del Israel victorioso en sus guerras contra los árabes: «Se han convertido en seres soberbios, arrogantes».Y si uno tiene con su barba y su piel atezada aspecto de palestino (y viaja con pasaporte español), sabe lo que le espera en el salón de tortura psicológica del Ben Gurion. (Sharon llama a Javier Solana Caviar Solana).

Me pidió el pasaporte, que fue a parar al centro secreto de verificación de identidad. Planteó las típicas preguntas de tanteo que tantas veces me habían hecho desde que viajé por primera vez a Israel en 1965. De aquellos interrogatorios leves, soportables, habíamos pasado a esto. En el asesinato de Rabin, una hora de preguntas; en las elecciones que ganó Netanyahu (o sea, bastante antes del 11 S), casi dos horas. Es la intimidación de mayor a menor. Me da reparo, la verdad, ocuparme de estas trivialidades cuando pienso en la grave situación en los territorios ocupados. Pero, en fin, pueden explicar la autodestrucción hacia la que camina, por mucho que uno comprenda su paranoia, la parte militarizada de la sociedad de Israel.

Media hora después de que el joven gorila se paseara con disimulo en torno a mi persona para adivinar algo en mis gestos, si hablaba con alguien, si mostraba preocupación o si huía, apareció acompañado de una joven rubia oxigenada que decía hablar español. Cargado con mi equipaje, me llevaron a un extremo del vestíbulo. Allí la rubia me sometió al típico interrogatorio. «Hombre», dijo con sarcasmo, «ya tenemos aquí a un Gabriel García Márquez. ¿Se siente usted García Márquez?». No estaba el viajero para bromas.Eran ya las tres de la madrugada y no había dormido un solo minuto.Es imposible reproducir todas las preguntas. Llegan hasta lo más personal, como saben los que han probado la técnica de estos artistas del terror psicológico. Que si había pasado por la Universidad, que quién había comprado el billete del avión, que quién me pagaba, que qué es lo que había hecho día a día durante mi estancia, por dónde me había movido en el mundo, cuáles habían sido mis cargos profesionales. De vez en cuando, aparecían nuevas agentes, éstas de tez morena, que ayudaban a su compañera en el tercer grado. Me sentía, disculpen el símil, como cuando la cuadrilla del torero ayuda a marear y humillar al toro antes del puntillazo.De vez en cuando aparecía el jefe con su micrófono en torno al cuello para comprobar si sus agentes cumplían con la misión de sacarme de quicio.

De vez en cuando, se ponían a hablar delante de mí en hebreo para comprobar los progresos si habían observado algo extraño.Hube de contar mis viajes a Israel desde hacía casi 40 años, los hoteles en los que me hospedé, los pasos que di, la gente que conocí, los artículos que escribí. Pero fue el análisis de mi pasaporte, lleno de sellos salvo en una página, lo que excitó la imaginación de la rubia oxigenada. «Conque ha estado usted en Egipto… Vaya, vaya… ¿Qué ha estado haciendo usted en Egipto? Conque Pakistan, ¿qué se le ha perdido a usted en Pakistán? ¿Y en Jordania, en Filipinas, en Indonesia…?». Deposité sobre la mesa toda la documentación, las acreditaciones periodísticas, las cartas de presentación de la agencia Fax Press para la que trabajo. La misión de estas señoritas y señoritos consiste en descubrirte en una contradicción. Serás para ello ametrallado, si eres sospechoso, con unas 500 preguntas repetidas una y otra vez algunas de ellas. Es el tono, la insolencia, la insistencia, el abuso por no se sabe qué leyes de seguridad interior lo que te humilla. Si a ti, piensas, un simple periodista con sus documentos en regla, te tratan así, ¿qué no harán con los palestinos? Lo sabes porque lo has visto.

Me preguntó el jefe por los israelíes que conocía. Cité a Simon Peres, con el que había almorzado un par de veces, al que fue presidente Navon, a Samuel Hadas, que tenía su oficina enfrente de la mía, al anterior alcalde de Jerusalén, a Shlomo Ben Ami, primer embajador en Madrid y más tarde ministro del Gobierno de Ehud Barak, al propio Barak, a algunos de los generales que invadieron el Líbano en 1982, etcétera. Evité nombres más polémicos.«¿Llegó usted a almorzar con Ben Ami en su casa? ¿Fue usted su invitado?, preguntó la rubia oxigenada. «No, contesté, siempre almorcé o cené con él fuera de casa».

El acoso no cesaba. Examinaron el contenido de las maletas, los libros, los papeles. Pidieron la factura del hotel, lo que llevó un cuarto de hora de escrutinio más o menos. Después le tocó el turno al ordenador. Estaba, y está, un poco chamuscado en el extremo de la tapa. Me preguntaron muy intrigados por qué.Se había quemado un poco una noche en que no advertí que la lámpara se había pegado a la tapa. Hicieron venir a un técnico que examinó el desperfecto. «¿Por qué no lleva batería?», preguntó de forma adusta como si hubiera descubierto que en su lugar llevaba una bomba. Insistió mucho en la quemazón del borde y no le convencieron mis explicaciones. «La batería no pesa», sentenció. Se llevó el disquete. Me preguntaron el nombre del empleado del Business Center de mi hotel en Jerusalén que me había conectado a Internet.

Llegados a un punto, hicieron que recogiera mi maleta y los dos bolsos y me llevaron al otro extremo del aeropuerto, donde el equipaje pasó por la cinta de Rayos X. Esa operación duró 10 o 15 minutos porque inmovilizaron la maleta y las bolsas. Sudaba.Sudaba hasta el punto que una de las interrogadoras me preguntó si me sentía mal. «No, lo que me pasa es algo que usted no alcanzará a entender nunca», dije en tono un poco altisonante, propio de la situación, «lo que me pasa es que estoy indignado». En efecto, no llegó a entenderlo.

He pasado en el ejercicio de mi profesión por varias cárceles, me han declarado persona non grata en el Chile de Pinochet, en la Sudáfrica de los racistas blancos (con la protesta del director de este periódico), en la Argelia de los generales, he sido interrogado en la Dirección General de Seguridad de Rabat durante la Marcha Verde. Me negaron la entrada en algunos países y me expulsaron a punta de pistola de otros, como en Irak al comienzo de la guerra con Irán. He conocido algún acoso después del 11 S, pero nunca me he sentido tan atropellado en mis derechos como en Israel.

Cargué de nuevo con el equipaje y me trasladaron a otro rincón donde el interrogatorio siguió en el mismo estilo intemperante.Habían pasado ya dos horas y pico desde mi llegada. Me creía a salvo cuando de nuevo hicieron que atravesara todo el aeropuerto hasta el cubículo de la prueba final. Allí me esperaban seis agentes con los guantes de plástico puestos, dispuestos con la felicidad de las aves de presa a abalanzarse sobre maleta y bolsas.Pidieron que las abriera y volcaron todo su contenido en unos cajones hasta el último alfiler. A partir de ese momento debí explicar por qué llevaba todo lo que llevaba, el mapa, los cuadernos de notas, las pastillas para el ardor de estómago (que me serían pronto muy necesarias), los bolígrafos, los lápices. Uno de ellos llamó la atención de una morena bajita que creía haberlo visto todo en la materia.

También un abrebotellas en miniatura suscitó su curiosidad. Se llevaron la radio portátil, el teléfono móvil, preguntaron por el número y lo anotaron. Hube de desprenderme de la chaqueta para pasar por un arco de metales muy moderno que tenían al fondo.Llovió sobre mí una nueva tanda de preguntas por si quedaba aún algo que explicar o esclarecer. Nunca se dan por satisfechos.

Habían transcurrido más de tres horas, siempre de pie y de un lado para otro, desde que caí en sus manos. Lo volcado volvió al equipaje. Y esta vez sí pude dirigirme hacia el mostrador de la compañía donde ya no quedaba nadie. Eran las cinco de la mañana. Hacía rato que llamaban a mi vuelo. Esta vez decidí que cumpliría con mi promesa, la de no volver nunca más a pisar la tierra que fue de la leche y la miel. Israel no perdería nada y yo ganaría muchísimo.