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18 abril 2009

CONFERENCIA CASA DE GUADALAJARA EN MADRID / 14.04.09

«Guadalajara, presente y futuro»

"No se trata de caer en el derrotismo. Tampoco ser pesimista. Al contrario. Es probable que Guadalajara tenga hoy unas condiciones hasta ahora desconocidas para poder encarar el futuro. (...)Castilla-La Mancha es en la actualidad una comunidad autónoma plenamente consolidada. Nació como un invento político-administrativo al albur de la Constitución de 1978. Pero ya casi nadie la discute. Al menos, en la práctica. Y creo que es bueno que así sea. Quizá Guadalajara debiera ir abandonando viejas rencillas. Quizá debiera explorar, al máximo, las posibilidades que le otorga formar parte de una comunidad autónoma del siglo XXI en un país miembro de la Unión Europea. No olvidemos estos conceptos porque estaríamos despreciando el marco jurídico de referencia en el que nos jugamos los cuartos. Caer en el victimismo puede ser productivo. Caer mucho en el victimismo suele ser contraproducente". (...) "Querer a una tierra me parece una condición imprescindible para poder luchar por ella. Creo que la gente de Guadalajara quiere mucho a su tierra. La aprecia, la cuida. Incluso la mima en la esencia de lo que Ortega y Gasset llamó “los primores de lo vulgar”. Pero también creo que tenemos una provincia cuyos políticos (la mayoría) no actúan en consonancia con la sociedad. Pregunta obligada: ¿Cuántas iniciativas parlamentarias han sacado adelante a favor de la provincia los diputados y senadores de Guadalajara dejando a un lado su disciplina de partido?" (...). Cabe cuestionarse por qué los empresarios catalanes invierten en la rehabilitación del patrimonio histórico y en su posterior explotación, y por qué no lo hacen los poderosos empresarios guadalajareños, que los hay. Cabe cuestionarse por qué los empresarios de Guadalajara no discuten sobre las posibilidades de la llegada del AVE, como ha hecho la patronal en Lleida, Zaragoza o Ciudad Real. Cabe cuestionarse por qué los sindicatos agrarios no convierten en pequeños empresarios a cientos de agricultores y ganaderos de la provincia. Cabe preguntarse por qué la Cámara de Comercio quiere a toda costa un Palacio de Congresos en Guadalajara capital y, sin embargo, no se muestra tan insistente a la hora de reclamar oportunidades para el comercio local de los pueblos pequeños. Cabe preguntarse para qué sirve la CEOE en los rincones más alejados de los focos industriales. Cabe preguntarse por qué los empresarios y los sindicatos de Guadalajara no son tan tozudos reivindicando la mejora de las carreteras en la Sierra o Molina y, en cambio, se desgañitan para pedir el tercer carril de la A-2 y los trenes “lanzadera” de alta velocidad. Cabe preguntarse por qué nadie ha impulsado en Guadalajara la denominación de origen Miel de la Sierra. O del níscalo. O del cabrito. Cabe preguntarse por qué la sociedad de nuestra provincia, en su conjunto, no es capaz de aprovechar las posibilidades económicas, agroalimentarias, cinegéticas, ganaderas y medio ambientales como lo hacen otras provincias de nuestro entorno más cercano". (...) "La España de las autonomías tiene una deuda contraída con la España de las regiones que carecen de nacionalidad. Potenciar el desarrollo de Guadalajara capital y el Corredor del Henares constituye una obligación inexcusable para nuestra clase política. Pero prestar la atención necesaria a las zonas interiores se ha convertido en una urgencia".
laGarlopa.com, 14.04.2009
Raúl Conde

TEXTO DE LA CONFERENCIA EN CASA DE GUADALAJARA EN MADRID. 14.04.09
“Guadalajara, presente y futuro”

El escritor inglés John Berger tiene un libro que retrata con detalle el olvido al que están siendo sometidos el campo y los pueblos. Se titula “Puerca tierra” y es un relato descorazonador sobre lo que hemos dejado que se pierda sin apenas reaccionar, aquello que ya se ha ido y que carece de retorno. Susan Sontag dijo que Berger escribe de lo importante, no sólo de lo interesante. “Puerca tierra” se centra en el campesino francés y el destino que no ha logrado evitar: sucumbir a la prosperidad europea y a las nuevas formas de producción. El reflejo de estas consecuencias pone sobre la mesa la pérdida de la luz y el color de una vida rural que está en vías de extinción. Las regiones más depauperadas de España son un referente de esta tendencia y Guadalajara no es una excepción. La vida campesina, en toda la Europa occidental y seguramente en todo el planeta, siempre ha estado dirigida a la supervivencia. Pero nadie había pronosticado un futuro tan paradójico: rozar la deserción justo cuando se han alcanzado las mejores condiciones técnicas y económicas para trabajar la tierra.

La realidad política, económica y social de Guadalajara no se puede entender sin recurrir a dos criterios básicos de análisis: la geografía y la demografía, es decir, el territorio y la evolución del número de habitantes.

Guadalajara es una provincia de mentalidad castellana y pertenencia administrativa castellano-manchega. Pero tiene un vecino rico y poderoso que se llama Madrid, que durante décadas ha devenido en factor de progreso y de riqueza, aunque con notables rasgos diferenciadores. La cercanía con Madrid se convierte en lejanía desde el momento en que nuestros pueblos no han alcanzado el nivel de desarrollo y de bienestar que los de la provincia madrileña. Las diferencias en cifras de población, renta per cápita, volumen económico y dinamismo social son evidentes y no hace falta recordarlas porque están a la vista de todo aquel que las quiera ver. En todo caso, seríamos los guadalajareños algo ingenuos o desagradecidos si no reconociéramos la aportación de la Comunidad de Madrid al desarrollo de Guadalajara. Esta coyuntura es la que entronca directamente con el factor demográfico.

El éxodo migratorio en los pueblos de Guadalajara fracturó para siempre la potencia del capital humano que, hasta ese momento, podía exhibir una provincia mesetaria como la nuestra. Siendo sinceros: no era mucho este potencial, pero era mucho más de lo que quedó después de la salida de miles de ciudadanos hacia las grandes ciudades. La provincia registra actualmente algo más de 230.000 habitantes. Tiene 288 términos municipales, de los cuales las tres cuartas partes son pueblos de menos de 200 habitantes.

Raquel Pociños, Juan Manuel Tieso y Miguel Marín, profesores de la Universidad de Alcalá de Henares, afirman en el libro Movimientos sociales en la crisis de la dictadura y la Transición que la transformación económica experimentada por Guadalajara a partir de la década de los sesenta del siglo XX se debe, no tanto al cambio de un modelo agrícola a otro industrial, sino a las consecuencias de la emigración. La proximidad a Madrid hace que muchos guadalajareños se busquen el sustento en la capital. Incluso Engels y otros teóricos del marxismo ya predijeron la desaparición del campesinado frente a la mayor rentabilidad de la agricultura capitalista. John Berger defiende que “el campesino ha sobrevivido más tiempo del que le habían pronosticado. Pero durante los últimos veinte años, el capital monopolista, mediante sus empresas multinacionales, ha creado una nueva estructura del todo rentable, la «agribusiness», por medio de la cual controla el mercado, aunque no necesariamente la producción, y el procesado, empaquetado y venta de todo tipo de productos alimenticios. La penetración de este mercado en todos los rincones de la tierra está acabando con el campesinado. En los países desarrollados mediante una conversión más o menos planificada; en los países subdesarrollados de forma catastrófica”.

En el caso de Guadalajara, como contraste a este proceso de descapitalización del campo, se alienta la inversión de empresas en el cinturón industrial rayano con el río Henares. Este hecho, hasta ese momento inédito, consigue mitigar en parte el éxodo rural. A partir de los sesenta empiezan a instalarse grandes fábricas como Vicasa, en Azuqueca de Henares, Isover o Crivisa. El desarrollo alcarreño empieza a despegar y dura hasta nuestros días,  fruto de la necesidad de mano de obra y servicios por parte de esta creciente industria.

Guadalajara, que había sido declarada “polo de descongestión preferente” de Madrid en 1958, comienza a despuntar en el sector industrial. El 23 de octubre de 1959, el Consejo de Ministros aprobó la extensión de los nuevos polígonos residenciales en 259 hectáreas. El alcalde de Guadalajara en ese momento, Pedro Sanz Vázquez, con buenas relaciones en las altas esferas del régimen, alcanzó su máxima cota de popularidad. Ciertamente, el desarrollo industrial experimentado por Guadalajara desde los años sesenta hasta hoy es, en gran medida, resultado de aquellas decisiones políticas que se adoptaron a finales de los cincuenta. La visión era evidente: había que compensar la pérdida de ciudadanos y la sangría del padrón convirtiendo a Guadalajara en uno de los principales satélites del gran Madrid.

Consecuencia de este proceso es la llegada a principios de los años setenta de empresas como la histórica Bressel, que dio empleo a cerca de ochocientas familias. Esta empresa estaba centrada en el sector del automóvil: fabricaba carburadores, bombas de gasolina y otros componentes para el coche, sobre todo para la marca Seat. Durante esta misma década se instalaron en los polígonos industriales de Guadalajara otras firmas potentes como Carrier, Interclisa e Hispano Ferritas. El Corredor del Henares, ya entonces, era una potencia industrial emergente. El peso de la actividad agrícola decaía a marchas forzadas.

El gobernador civil de Guadalajara en aquella época, Pedro Zaragoza Orts, escribía en su Memoria anual en 1975: “En el aspecto social continúa acentuándose en la provincia la distinción entre zonas industriales (Guadalajara y Azuqueca de Henares) y zonas agrícolas y ganaderas (el resto de la provincia), con las diferencias de todo tipo existentes en cuanto a renta per capita, acceso a la cultura, vivienda, prosiguiendo el trasvase de mano de obra de la agricultura a la industria”.

La evolución de los padrones municipales refleja estos cambios económicos. A favor o en contra, según el caso. Hay dos municipios especialmente beneficiados de esta pujanza: Guadalajara y Azuqueca de Henares.

La ciudad de Guadalajara tenía 21.230 habitantes en 1960. Diez años después, 31.917 y en 1981 ya registraba 56.922 habitantes hasta llegar a los más de 80.000 actuales. Por su parte, Azuqueca también creció de manera paulatina: de los 1.613 habitantes en 1960 a 5.745 a finales de los setenta y casi 10.000 en 1981. Hoy cuenta con cerca de 30.000 habitantes.

Ante este panorama, lo cierto es que la atomización de la provincia de Guadalajara en lo tocante a su población es cada vez más palmaria, aunque es verdad que se está produciendo una extensión de las áreas industriales que pudiera hacernos mantener la esperanza.

Atendiendo a factores económicos y poblaciones, la provincia de Guadalajara se distribuye en tres grandes áreas, cuyas capacidades son muy diferentes entre sí.

En primer lugar, se sitúa el primer cinturón del Corredor del Henares, la zona más industrializada, formado por Guadalajara capital y las localidades adyacentes o vecinas como Azuqueca, Alovera (casi 10.000 habitantes censados), Cabanillas (más de 8.000) y Marchamalo (algo más de 5.000).

En segundo lugar, cabe considerar el segundo cinturón del Corredor del Henares: pueblos con una relevante actividad agrícola, con una industria creciente y con un desarrollo residencia más equilibrado que en el primer Corredor. Un caso paradigmático es Torija, capaz de armonizar su desarrollo con criterios razonables y sostenibles de crecimiento industrial y urbanístico, aunque también hay que incluir a El Casar, Torrejón del Rey, Yunquera de Henares, Fontanar, El Pozo de Guadalajara, Pioz o Chiloeches. Son poblaciones que superan los 1.000 o 2.000 habitantes cuya vista está puesta en el agotamiento del modelo del primer cinturón del Corredor. Su crecimiento está siendo más ordenado y racional.

Finalmente, el tercer gran bloque de la provincia lo forman los territorios deprimidos, con falta de recursos, sin capacidad industrial, con una agricultura en declive (por la falta de relevo en la juventud) y con un importante déficit de habitantes. Son los pueblos de la Sierra y del Señorío de Molina, aunque también muchas zonas de la Alcarria. Los datos apabullan: durante los años sesenta y setenta, mientras en el valle del Henares las industrias empezaban a brotar como hongos, los pueblos quedaron semiabandonados. Unos más que otros, es cierto. Pero el resultado global genera desaliento. Atienza perdió el 45,6% de su censo; Molina de Aragón el 15,5%; Sacedón el 20,4%; Cifuentes el 45,1% y Sigüenza el 23,3%, por citar algunos de los antiguos partidos judiciales.

Otros núcleos modestos aún se han visto más castigados. A modo de ejemplos: Somolinos ha pasado de casi doscientos habitantes censados a principios de 1960 a tener 40 en la actualidad. Peñalén, de casi 400 habitantes a 126. Milmarcos, de más de medio millar a apenas 125 habitantes. Albendiego, de casi 300 a 43. Alcocer, de 1.300 habitantes a poco más de trescientos en la actualidad. Castellar de la Muela, de más de doscientos a apenas una treintena de habitantes. Por no hablar de la escualidez en el censo de las casi treinta pedanías que administra el Ayuntamiento de Sigüenza: Bujalcayado, Alcuneza, Villacorza, Alboreca o Pozancos, entre otros. Y por no hablar  de todos los pueblos que se han quedado en el camino, aquellos que ya no se habitan y que sólo conservan sus recuerdos: Villaescusa de Palositos, Tobes, Jócar, Picazo, La Vereda, Hontanillas, Valdelloso, Las Cabezadas, Robledarcas, Torrecilla del Ducado, Matas, Querencia, Sacedoncillo o Santotis. En España, según datos del Instituto Nacional de Estadística en 2007, más de 2.800 pueblos están abandonados. Ojo: no en trance de despoblarse, sino abandonados. Es decir, que son pueblos fantasmas. Esta es una realidad de la que, por desgracia, Guadalajara participa en su pasado reciente. Y, de forma indefectible, también representa un lastre para el presente. La cosa llegó a estar tan mal que el poeta Jesús García Perdices, en Nueva Alcarria, aportó una novedad: “Sería conveniente reagrupar en los pueblos todavía habitados a los vecinos de aquellos otros en trance de desaparición”. La idea fue lanzada al gobernador pero… ¡Cualquiera se resiste a abandonar su patria chica!

Dejando aparte la frialdad de los datos, yendo al terruño, conviene analizar el sustrato de aquello que nos ocupa hoy aquí, que es el estado actual y venidero de una tierra que rara vez se ha parado a pensar lo qué es o lo que quiere ser.

En un artículo publicado en el diario ABC del 2 de agosto de 1912, José Martínez Ruiz, el mítico Azorín, reseñaba un libro de reciente aparición: Campos de Castilla, de Antonio Machado. Y escribía: “La característica de Machado, la que marca y define su obra, es la ‘objetivización’ del poeta en el paisaje que describe. Paisaje y sentimientos son una misma cosa; el poeta se traslada al objeto descrito, y en la manera de describirlo nos da su propio espíritu”.

Guadalajara, como el resto de Castilla, ha tenido poetas que han captado su espíritu. Ramón de Garciasol, que era de Humanes, en su obra Memoria amarga de la paz en España, dejó escrito:

Este bruto bregar, esta pelea,
villano griterío, embestimiento
para dejar el campo ensangrentado,
las mieses sin cortar, alto de muerto
el corazón, de miedos, tan cercado,
mientras la vida sigue, el mundo marcha.
somos los incluseros de la suerte,
marginales, la sangre con escarcha.

Han cambiado mucho los tiempos. Aquella España, aquella Guadalajara que cantaba Garciasol ya no existe. Era la España cainita de la posguerra. La Guadalajara que bregaba a mediados de los sesenta y, de paso, perdía fuerza humana a marchas forzadas. Ahora es una provincia con estación de AVE y autopista radial de pago, pero con algunos lastres: la despoblación, la falta de perspectivas para el campo y, tal vez, con una notable ausencia de conciencia propia.  

Miren, es posible que uno de los mayores problemas que tiene Guadalajara, si no el mayor, es que se quiere poco. Falta de autoestima lo llaman los psicólogos. Me explico: hace un tiempo escuché en la radio al ex presidente de la región de Extremadura decir que antiguamente los extremeños nacían con una maleta debajo del brazo. ¿Por qué? Porque sabían que a los veinte años tenían que emigrar. Algo parecido les ha ocurrido a las gentes de Guadalajara. Existe un sentimiento que nos lleva a pensar que para triunfar en la vida hay que salir de la provincia. O sea, irse a Madrid o Barcelona. Puede que el axioma ya no sea del todo cierto. Miguel Delibes está considerado uno de los grandes del periodismo. Y para conseguirlo no necesitó salir de Valladolid. Guadalajara hace tiempo que dejó de ser la ciudad antañona del Coliseo Luengo y las bodas en el Hotel España para exhibir el Teatro Buero Vallejo, un campus universitario y una Ronda Norte. O sea, que ya se puede triunfar en el sitio donde uno nace. La mayoría de los que dieron vida y energía a esta Casa de Guadalajara son gente, seguro que muchos os reconocéis en este retrato, que tuvo que salir de su pueblo para poder labrarse un futuro. Para buscar un trabajo o para estudiar una licenciatura. Para ganarse el pan, en definitiva. Madrid, como en los viejos tiempos, sigue siendo una ciudad cálida y acogedora. Pero también puede ser seca y dura. Quizá por eso idolatramos las raíces.

Alguien dijo que una ciudad es un estado de ánimo. La definición puede servir para una provincia entera. ¿Cuál es el ánimo de Guadalajara? ¿Cuál es el estado de la temperatura social y emocional de nuestra tierra? Pues depende. Depende de las circunstancias y de la geografía. No es lo mismo vivir en el Corredor del Henares, plagado de guarderías y polideportivos, que en el páramo molinés o en las laderas de la Sierra del Ocejón. No es lo mismo estar a cincuenta kilómetros de Madrid que a ciento cincuenta. No es lo mismo vivir en la campiña que en la alta montaña.

Si una ciudad, o una provincia, es un estado de ánimo, veo a Guadalajara un tanto alicaída. Los pueblos son ahora más confortables y están mejor dotados que hace cincuenta o sesenta años. Como diría mi abuela: “pachasco”. Si no fuera así, habría que correr inmediatamente a un juzgado de guardia para interponer una querella contra toda la ristra de gobernantes autóctonos. Por regla general, los pueblos están mejor. De acuerdo. Las calles, la arquitectura, el suministro de agua, el alumbrado. En todo caso, la pregunta de fondo es: ¿Qué futuro tiene Guadalajara? Y, sobre todo, ¿tenemos suficiente amor propio los guadalajareños como para afrontar el futuro en las mismas condiciones que otros pueblos de España?

El proceso de Transición política a finales de los 70 tuvo muchas consecuencias. Una de las principales fue impulsar una etapa de descentralización de competencias que, cedidas por el Estado, pasaron a manos de las comunidades autónomas. No voy a entrar a discutir, porque es pasado y es estéril, el diseño del mapa de las autonomías. A Guadalajara, tan cerca de Madrid, le tocó Castilla-La Mancha y ese es un debate que muchos no han superado en Guadalajara. Esto, en sí mismo, representa un problema porque hay luchas que merecen la pena y otras que quizá sean estériles.

Lo cierto es que, gracias al Título VIII de la Constitución, se ha articulado el sistema político regional que nos ha garantizado el periodo, hasta ahora, más próspero de nuestra historia. Conviene subrayar la capacidad que ha tenido este articulado para generar conciencia propia en la mayoría de territorios del país. Es raro encontrar una comunidad, una provincia, incluso una comarca, que no tenga orgullo por lo propio. Un orgullo sano, no obsoleto. Un orgullo integrador, no excluyente. Un orgullo que genere expectativas de futuro, no que sirva para crear división. No estoy hablando de nacionalismo que, como ya dijo el político vasco Juan Mari Bandrés, es una enfermedad que se cura viajando. Estoy hablando de quererse a sí mismo sin caer en un estúpido narcisismo. Estoy hablando de aprender a valorar en su justa medida lo que tenemos alrededor. Ojo: tampoco quiero alentar la autocomplacencia. Manu Leguineche, amigo de esta Casa y activista alcarreño, siempre dice que la autocomplacencia, junto a la vanidad, son los dos peores pecados de un periodista. Quizá también de cualquier persona.

El ejemplo es extrapolable a un pueblo. No se puede avanzar si creemos que todo lo estamos haciendo bien, que todo marcha de maravilla y que las cosas van como van, y no pueden ir mejor. Tengo para mí que una actitud resignada es el peor enemigo del progreso. Y Guadalajara, en lo tocante a resignación, sabe demasiado. Hasta el punto que incluso el mismísimo conde de Romanones llegó a decir de sus paisanos: “el pueblo de Guadalajara es el más dócil y obediente del mundo”. Así nos ha ido, claro.

No se trata de caer en el derrotismo. Tampoco ser pesimista. Al contrario. Es probable que Guadalajara tenga hoy unas condiciones hasta ahora desconocidas para poder encarar el futuro. Lo que hace falta es que eso se traduzca de forma sólida y progresiva. El producto interior bruto de la provincia se ha multiplicado en las dos últimas décadas. El número de habitantes ya pasa de los doscientos mil censados. Uno de nuestros municipios, Villanueva de la Torre, es la localidad española que mayor porcentaje de crecimiento demográfico ha experimentado durante el último lustro: de apenas 300 habitantes ha pasado a casi 6.000. Hoy día, algunas de las empresas punteras del sector de la construcción tienen su sede social en Guadalajara y también su principal núcleo de negocio. Incluso los polígonos industriales de la capital y de poblaciones aledañas siguen conservando una capacidad de atracción empresarial que compite con la parte madrileña del Corredor del Henares.

Lo paradójico de esta situación es que mientras todo eso ocurre, en paralelo, subsiste una gran bolsa de zonas rurales descompuesta y sin grandes esperanzas. La población de Sigüenza y Molina continúa estancada: ni para adelante ni para atrás. Otros pueblos han engordado su censo en lo que es, quizá, el último intento de engañar al destino. Y, aunque se ha avanzado mucho, las carencias en infraestructuras y servicios persisten.

El presidente de Aragón, Marcelino Iglesias, suele decir siempre que tiene oportunidad que las mesetas, tanto la del norte como la del sur, “son las grandes olvidadas del Estado”. Me gustaría oírselo decir alguna vez a nuestro querido presidente regional. ¿Hace falta llorar para que nos hagan caso? Pues lloremos. Pero lloremos bien, no pataleando. Lloremos para tener una política hidráulica eficaz y consensuada y no andar con medias tintas. Lloremos para que el Gobierno central, en colaboración con las diferentes regiones, atienda de una vez la llamada de los pueblos. Lloremos haciendo propuestas de futuro, no sólo criticando al vecino autonómico de al lado. Lloremos fijándonos y copiando lo bueno que hacen los demás y desechando lo negativo. ¿Por qué los pueblos de la Sierra de Guadalajara no gozan del nivel de inversiones ni de la calidad de infraestructuras que los de la Sierra Norte de Madrid? ¿Por qué los pueblos del Señorío de Molina carecen del dinero que sí tienen los pueblos de Teruel para conservar y difundir su patrimonio histórico? ¿Por qué en los pueblos de Soria de la Sierra de Pela la explotación agrícola es mayor que en los de la vertiente de la misma sierra en Guadalajara?

La coyuntura actual por la que atraviesa el debate territorial convierte las reivindicaciones locales en un asunto nuclear. La agenda política hace tiempo que decidió incorporar al más alto nivel las refriegas autonómicas. Lo ha hecho, casi siempre, debido al auge de los nacionalismos periféricos y en detrimento de las mesetas. Existen poderosas razones que lo explican. La industria siderúrgica y metalúrgica en el norte. La industria textil y del automóvil en Cataluña. La industria marítima y el comercio en Levante. Y el turismo en la costa y en el sur. España ha potenciado la periferia en un proceso que ha acarreado, de forma abrupta, la ruptura de la esencia principal en la que se sustenta el proyecto político español, que es, como en el título de Delibes, lo castellano y los castellanos.

No hay régimen ni partido que pueda exhibir con satisfacción una política activa en defensa de los territorios menos favorecidos en el crecimiento que ha experimentado este país durante los últimos treinta años. Equiparar el franquismo y la democracia, máxime en un día tan republicano como hoy, 14 de abril, resulta injusto y absurdo. Pero, desde un punto de vista estrictamente economicista, lo cierto es que ningún Gobierno de antaño ni reciente se ha destacado especialmente en el reconocimiento del déficit histórico de infraestructuras y de servicios que sufren las regiones más humildes. Puede que con toda la razón del mundo, pero lo cierto es que mientras Madrid construye una T-4 en Barajas, Cataluña reivindica el Estatuto y Andalucía clama por el resarcimiento de lo que denominan “deuda histórica”, en las Castillas, incluido Guadalajara, miramos para otro lado. Aquí eludimos el principal del problema que padecemos, que no es el agua, ni los trasvases. El problema más gordo es que hay una parte importante de nuestro ser que se extingue, que se está yendo de las manos, que se escapa demasiado rápido a medida que se mueren nuestros abuelos. Y por algo dicen los africanos del sur que cuando muere un viejo desaparece una biblioteca.

En La edad sabia, un libro delicioso editado por la Casa de Guadalajara, Pedro Aguilar redime de su vejez a nueve guadalajareños que prestan toda su sabiduría: “La memoria es y ha sido siempre, el mundo de los viejos. Uno es lo que vivió, pero también lo que recuerda”, escribe el autor. En estas páginas, Dorotea Rodrigo Martín, de Gárgoles de Abajo, explica que se pasó setenta años de su vida sin leer. Después, a sus 95 primaveras, escribía en un cuaderno todos los recuerdos de su vida y sus nietos le editaron un libro. Decía Dorotea: “La televisión no la veo, oigo el parte nada más. Mire usted, sacan unos cuadros que había que prohibirlos. Sólo la enciendo para oír la misa”. Tomás Gismera, en su estupenda obra Guadalajara: crónicas de un siglo, apostilla: “Somos europeos, hablamos idiomas, no tenemos analfabetismo y vivimos en casas con todo tipo de comodidades, en cada uno hay al menos un televisor y tres o cuatro radios, y ahora nos acostamos a las tantas viendo la tele; falta conversación, no nos fiamos de los vecinos, porque apenas los conocemos, y de hablar, hablamos de fútbol, que mueve masas, o de las telenovelas”.

La lucha por los recuerdos y por lo que fue Guadalajara no debe ser sólo una utopía o un tópico literario. Puede ser un objetivo factible si logramos aprovechar los resortes del presente. Castilla-La Mancha es en la actualidad una comunidad autónoma plenamente consolidada. Nació como un invento político-administrativo al albur de la Constitución de 1978. Pero ya casi nadie la discute. Al menos, en la práctica. Y creo que es bueno que así sea. Quizá Guadalajara debiera ir abandonando viejas rencillas. Quizá debiera explorar, al máximo, las posibilidades que le otorga formar parte de una comunidad autónoma del siglo XXI en un país miembro de la Unión Europea. No olvidemos estos conceptos porque estaríamos despreciando el marco jurídico de referencia en el que nos jugamos los cuartos. Caer en el victimismo puede ser productivo. Caer mucho en el victimismo suele ser contraproducente. Cataluña, Euskadi, Valencia, Madrid o Andalucía hacen bien en reclamar las infraestructuras que consideren oportunas. Son el corazón económico del Estado, el motor de España. Pero eso no es óbice para escuchar y atender las reivindicaciones de los territorios más olvidados. Según publicaciones del grupo de desarrollo rural comunitario “Leader”, más de 6.000 municipios españoles, lo que representa un 75% del total, tienen menos de 2.000 habitantes. En ellos sólo vive un 7% de la población. El Ministerio de Medio Ambiente, Medio Rural y Marino señala que la superficie de las zonas rurales abarca más del 80,2% de la superficie total.

La despoblación afecta, sobre todo, a las provincias de la gran meseta central. Junto a Guadalajara, las menores densidades de población (inferiores a 25 habitantes/km2) se dan en Teruel, Huesca, Soria, Burgos, Palencia, Zamora, Ávila, Segovia, Cuenca, Albacete y Cáceres. No es extraño, por tanto, que la primera reivindicación que le hizo el presidente de Castilla y León, Juan Vicente Herrera, al presidente del Gobierno durante la tramitación de la reforma del Estatuto de esta región fueran las ayudas a los pequeños pueblos. Para las provincias con una población baja y diseminada, pensar en estrategias de cooperación territorial resulta un asunto fundamental. Por desgracia, no todos los gobernantes reaccionan con los mismos reflejos o con la misma sensibilidad.

La concepción radial del Estado español ha establecido ejes de desarrollo que van desde Madrid hasta los diferentes núcleos industriales de la periferia. El entorno del centro ha quedado descabalgado. Los políticos de Castilla-La Mancha y de Castilla y León, ni siquiera tras la formación de las comunidades autónomas, han logrado revertir esta situación. Que todas las regiones han prosperado es una evidencia incuestionable. La prueba, sin ir más lejos, es que Castilla-La Mancha es la única autonomía española que tiene a todas sus capitales de provincia conectadas por el tren de alta velocidad. Sin embargo, las grandes infraestructuras no garantizan el futuro ni tampoco un desarrollo económico y territorial equilibrado con el entorno y cohesionado con la sociedad. No todo se arregla con autopistas radiales, ni con el AVE, ni con un teatro-auditorio, ni con cinco centros de interpretación en el Alto Tajo, ni siquiera con una autovía de la Alcarria o de Humanes, si es que algún día llegan… Hace falta escuchar al entorno, a la gente que trabaja la tierra y la conoce palmo a palmo, a todos aquellos que siguen manteniendo viva a diario, incluso en los duros inviernos, la llama de nuestros pueblos. Hace falta más sensibilidad y más decisión a la hora de invertir en zonas que no dan votos.

Ahora que está en plena tramitación el futuro Parque Natural de la Sierra Norte, que todavía no saben cómo lo van a llamar, me contaba Juan, uno de los pocos jóvenes que quedan por la zona de Naharros y Las Minas, que a ellos nadie les ha preguntado nada sobre este asunto ni sobre ninguno. Ni a los ganaderos, ni a los agricultores, ni a los cazadores, ni a los pescadores. No se trata de oponerse porque sí ni de instalarse en el “no” permanente a todo lo que provenga de las alturas. Se trata de que para decidir lo que más le conviene a la tierra de Guadalajara no basta con que unos técnicos, por muy bien cualificados que estén, se reúnan en torno a una mesa en Toledo y decidan en un tono que, muchas veces, suena condescendiente. A veces las decisiones más eficaces son las más discretas. Y a veces, los grandes proyectos encierran más propaganda que otra cosa porque debajo se muestran hueros o insatisfactorios.

Manolo Esteban, el propietario de la tienda de comestibles de Tamajón, me decía recientemente: “Desengáñate, por mucha casa rural y muchas gaitas, si no fuera por la docena de comerciantes, incluidos los que tienen restaurantes, que aguantamos, la Sierra se había muerto”. La expresión también es válida para la Tierra de Molina y, en menor medida, para la Alcarria. Cualquiera que conozca la provincia reconoce los avances experimentados durante los últimos años. Y conviene subrayarlo, aunque sólo sea para no caer en la depresión permanente. Los centros de salud están hoy mucho mejor dotados que hace no ya treinta años, sino cinco o diez; los colegios gozan de mayor equipación; los helipuertos de emergencias sanitarias han sido una medida eficaz; y las carreteras de titularidad autonómica y estatal (no las provinciales), presentan un estado digno. Eso sí, lo que se ha conseguido, como el Centro de Especialidades de Molina, se ha logrado a base de esfuerzo y de tesón, lo cual demuestra que cuando algo se exige con tiento, con responsabilidad, los resultados terminan llegando. 

En cambio, sigue calando un manto de desesperanza entre las comarcas de interior. Cunde la sensación de que los problemas de fondo no se tocan. Y que por tanto, aunque la fachada ha mejorado, el interior de la casa sigue siendo un desastre. Los pueblos no ganan habitantes. El invento del asentamiento de “neo-rurrales” no ha surtido efecto. Los productos autóctonos no se aprovechan lo suficiente desde el punto de vista comercial. Las ayudas europeas están a punto de extinguirse y no todas se han invertido con inteligencia. El sector primario pierde fuelle a pasos agigantados por el abandono del monte, la falta de ganaderos y la ausencia de relevo generacional en la agricultura. Los ayuntamientos no tienen un duro, salvo que dispongan de ingresos extraordinarios generados por la energía nuclear o la eólica. Las administraciones públicas marean las inversiones y llegan a cuentagotas. Las carreteras siguen sin arreglarse de forma global y coordinada. Las conexiones son deficientes o pésimas, según amanezca el día. La población es escasa y envejecida. El transporte rural no funciona en muchos lugares. El ADSL de internet sigue renqueante y apenas alcanza un miserable mega de conexión, aunque hay previsiones de mejora. Incluso, muchos pueblos continúan con problemas en la recepción de la señal de las televisiones privadas.

Se ha hecho mucho o poco, depende de cómo se mire la botella. Pero está claro que queda mucho por hacer. Quizá demasiado. Y quizá muchas cosas ya lleguen tarde.

Querer a una tierra me parece una condición imprescindible para poder luchar por ella. Creo que la gente de Guadalajara quiere mucho a su tierra. La aprecia, la cuida. Incluso la mima en la esencia de lo que Ortega y Gasset llamó “los primores de lo vulgar”. Pero también creo que tenemos una provincia cuyos políticos (la mayoría) no actúan en consonancia con la sociedad. Pregunta obligada: ¿Cuántas iniciativas parlamentarias han sacado adelante a favor de la provincia los diputados y senadores de Guadalajara dejando a un lado su disciplina de partido? Muy sencillo, se lo digo yo: ninguna. Acabamos de celebrar el treinta aniversario desde la aprobación de la Constitución. A lo largo de tres décadas de democracia, y aunque a veces han votado juntos algunas propuestas, los parlamentarios nacionales elegidos en representación de Guadalajara han sido incapaces de ponerse de acuerdo para impulsar ningún gran proyecto para nuestra tierra. Eso es, para mí, lo contrario de tener amor propio.

Idéntica actitud, o parecida, demuestra la iniciativa privada. Si las élites no creen en su propia tierra es difícil que existan las condiciones adecuadas para insuflar esa creencia a la gente. Dicho de otro modo: si los que tienen que tirar del carro, se bajan del carro o flojean, entonces las esperanzas se constriñen. En consecuencia, cabe cuestionarse por qué los empresarios catalanes invierten en la rehabilitación del patrimonio histórico y en su posterior explotación, y por qué no lo hacen los poderosos empresarios guadalajareños, que los hay. Cabe cuestionarse por qué los empresarios de Guadalajara no discuten sobre las posibilidades de la llegada del AVE, como ha hecho la patronal en Lleida, Zaragoza o Ciudad Real. Cabe cuestionarse por qué los sindicatos agrarios no convierten en pequeños empresarios a cientos de agricultores y ganaderos de la provincia. Cabe preguntarse por qué la Cámara de Comercio quiere a toda costa un Palacio de Congresos en Guadalajara capital y, sin embargo, no se muestra tan insistente a la hora de reclamar oportunidades para el comercio local de los pueblos pequeños. Cabe preguntarse para qué sirve la CEOE en los rincones más alejados de los focos industriales. Cabe preguntarse por qué los empresarios y los sindicatos de Guadalajara no son tan tozudos reivindicando la mejora de las carreteras en la Sierra o Molina y, en cambio, se desgañitan para pedir el tercer carril de la A-2 y los trenes “lanzadera” de alta velocidad. Cabe preguntarse por qué nadie ha impulsado en Guadalajara la denominación de origen Miel de la Sierra. O del níscalo. O del cabrito. Cabe preguntarse por qué la sociedad de nuestra provincia, en su conjunto, no es capaz de aprovechar las posibilidades económicas, agroalimentarias, cinegéticas, ganaderas y medio ambientales como lo hacen otras provincias de nuestro entorno más cercano. Cabe preguntarse quién cerrará la puerta cuando la carcoma de la despoblación engulla a los pueblos. Cabe preguntarse, en definitiva, por qué vamos en la retaguardia de tantas cosas. Cervantes puso en boca de Don Quijote a Sancho una expresión que ha hecho fortuna: “Ladran, luego cabalgamos”. Aquí debemos cabalgar poco porque, muchas veces, ni ladran ni ladramos.

Algunos proyectos han puesto en órbita a Guadalajara durante los últimos años. Pero sólo a una parte de Guadalajara. El resto tiene que conformarse con las migajas. Quizá en estos tiempos de crisis, de incertidumbre, de agobio financiero, la quiebra del modelo económico basado en la especulación y en la obtención fácil de beneficios acabe por romper definitivamente la dinámica del crecimiento asimétrico de la provincia. A lo mejor a algunos de nuestros políticos y empresarios les da por pensar que la construcción no es el principio ni el final de todo, sino un punto de apoyo que debería beneficiar, no sólo a las zonas más prósperas, sino a quienes más lo necesitan. ¿Cómo reclamar solidaridad al resto del país si no la demostramos entre los propios paisanos?

Camilo José Cela dijo de la Alcarria aquello tan manido de que es un país que a la gente no le da la gana de ir. Como propósito para levantar el ánimo y la conciencia propia que reclamamos parece un lema insuperable. Y, sin embargo, seguimos siendo invisibles para una buena parte de los ciudadanos españoles. Lo que tampoco queda muy claro es si queremos seguir siendo invisibles, para preservar el entorno, o si la apuesta estriba en el turismo y en los guadalajareños de fin de semana. Quizá lo uno no anula a lo otro, pero me temo que esta dualidad marcará las próximas décadas en la provincia. Javier Serrano, un joven estudioso de Anguita, la Serranía del Ducado y la antigua Celtiberia, sostiene lo siguiente en su blog de internet: “No es coherente, ni sostenible a largo plazo, ser urbanización de lujo y pueblo referente (cada una de estas estructuras requiere de diferentes «órganos» e instituciones que las gobiernen). El problema que aquí se manifiesta acabará siéndolo de toda la región. Quizá sea el momento de buscar soluciones (mayor colaboración, generosidad con los negocios del lugar y compromiso común por la conservación de los elementos del pueblo, por ejemplo) por los que unificar los intereses que, a primera vista son diferentes, pero que en el fondo, nos afectan a todos: vecinos, amantes, nativos, y, en definitiva, todos aquellos que algo tenemos que ver con el campo semántico… «Anguita». La reflexión, como habrán podido observar, es perfectamente adaptable a cualquier pueblo de la provincia, especialmente aquellos que creen que los chales y los vecinos domingueros son la gallina de los huevos de oro.
 
La España de las autonomías tiene una deuda contraída con la España de las regiones que carecen de nacionalidad. Potenciar el desarrollo de Guadalajara capital y el Corredor del Henares constituye una obligación inexcusable para nuestra clase política. Pero prestar la atención necesaria a las zonas interiores se ha convertido en una urgencia. ¿Puede hacerlo Castilla-La Mancha o las instituciones propias de Guadalajara en solitario? Es probable que no. Es más: sería conveniente que fuera una decisión estatal tomada en el marco del debate sobre las distintas reformas estatutarias, incluida la de Castilla-La Mancha. La provincia ha soportado dos centrales nucleares, centrales hidroeléctricas, estaciones eólicas y ya se especula con un almacén de residuos nucleares que está ahí, latente. La conclusión es que el futuro se presenta difícil, complicado. Y no tanto por los problemas que permanecen sin solución, sino por la falta de una conciencia provincial que permita encarar el futuro con más confianza que el pasado.

En la capital y el área urbana de Guadalajara queda pendiente parar con urgencia la sangría del paro; atajar la crisis económica tras el gatillazo del ladrillo; fomentar la productividad industrial y no tanto el desarrollo residencial; incrementar la obra pública y la vivienda protegida; empezar cuanto antes y terminar la ampliación del Hospital Universitario; desencallar los proyectos de la Ciudad del Transporte y de la Autovía de la Alcarria, que ahí sigue, entre los cajones sin abrir del Ministerio de Fomento; construir de una vez por todas el tercer carril de la A-2; habilitar el desdoblamiento de esta autovía y facilitar la conexión entre los polígonos industriales; y finalizar, Dios sabe cuando, el megaproyecto de viviendas y urbanización del Fuerte de San Francisco.

En el resto del páramo la tarea es aún más compleja. Y tal vez más arriesgada porque el rendimiento electoral es mucho menos intenso y prometedor. Queda pendiente el reequilibrio entre la Guadalajara próspera y la humilde; la ordenación de los recursos naturales; el desarrollo social de los proyectos medioambientales; el milagro del fin de la despoblación; la ayuda a los pueblos y a los sostenedores del campo; la conversión de la N-211 en autovía hasta Molina; el aprovechamiento, o no, del futuro Parque Natural de la Sierra; la construcción del Parador de Turismo molinés, para el que no hay presupuestado ni un euro este año; la recuperación y puesta en valor del patrimonio histórico y artístico; y, por supuesto, la eterna lucha del trasvase Tajo-Segura, una polémica quizá demasiado contaminada de demagogia.

De nuevo hay que recurrir a nuestro premio Nóbel para recordar que “resistir, es vencer”. Guadalajara está obligada a resistir porque, entre otras cosas, no le queda más remedio. 

Ana María Matute, en su libro “Paraíso inhabitado”, cuenta: “Los recuerdos se parecen a algunos objetos, aparentemente inútiles, por los que se siente un confuso apego. Sin saber muy bien por qué razón, no nos decidimos a tirarlos y acaban amontonándose al fondo de ese cajón que evitamos abrir, como si allí fuéramos a encontrar alguna cosa que no se desea, o incluso se teme vagamente”. Luego remata: “El silencio puede ser la revelación más cruel”.

Y esta frase, tan sutil, tan rotunda, supone un aldabonazo en la mentalidad de los ciudadanos de Guadalajara que están dispuestos a ejercer de eso, de ciudadanos, no de meros espectadores de una agonía anunciada.

Garciasol cantaba así el silencio de nuestra tierra:
Fúndeme a tu ritmo eterno,
silencio del campo mío.
El pensamiento hace invierno
y metafísico frío.
Corta la invisible rosa.
Está crecida Castilla
de silencio para trilla
de corazones, esposa.

Estamos en tiempo de descuento y ya no hay motivos para dilatar más las prórrogas sentimentales. Guadalajara necesita cariño verdadero. O lo que es lo mismo, necesita trabajo, inversiones y rigor en el gasto público. Fuera de palabras ampulosas y de fruslerías políticas, pienso humildemente que a la provincia le conviene abandonar cualquier halo de tristeza o de misericordia. No hay que pedir perdón a nadie por existir. No hay que tener miedo ni complejo a la hora de reclamar lo que, por derecho, le pertenece. No hay que solicitar permiso en ninguna ventanilla para transformar la realidad; basta creer en ello. No conviene tener objetivos demasiado ambiciosos o sacados de contexto, pero tampoco pecar de una excesiva prudencia. Busquemos las oportunidades. Rememos juntos. Tratemos de construir objetivos comunes. Acentuemos lo que nos une y solapemos lo que nos divide. Seamos solidarios con el medio rural. Escuchemos a la gente de la calle y de los montes. Tengamos amor propio, orgullo cívico y conciencia crítica para vencer aquello que nos aleja del futuro que se merece Guadalajara.

Muchas gracias.
RAÚL CONDE
Casa de Guadalajara en Madrid
14 abril 2009

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