Guadalajara

3 marzo 2006

CRÓNICA

Cantalojas y las vacas cuerdas de Guadalajara

Alcarria.com
Raúl Conde

Llueve aceleradamente mientras el viajero levanta la persiana de su cuarto, e intenta sacudirse la modorra. El Año Nuevo, dicen, es una fecha ideal para refugiarse en la templanza de las Serranías. El viajero y sus colegas, tres en total, prefieren pasar el rato disfrutando de eso que llaman “la vida en el campo”. Ni siquiera los negros nubarrones que se ciernen sobre el cielo alcarreño, cercioran lo más mínimo el ímpetu del viajero y compañía. Primero reponen fuerzas con el café de primera hora y, sobretodo, con las magdalenas del panadero de Condemios que, según la creencia popular, son excelentes, buenísimas. Entretanto, piensan lo que van a hacer y optan por acercarse a Cantalojas, que queda cerca y tiene mil encantos por ver, descubrir y redescubrir.

Para arribar a su destino, el viajero y sus colegas se desvían por una estrecha carretera -más bien se diría que es un camino asfaltado- justo después de atravesar el pírrico puente de Valdillón. También aquí las comunicaciones son decimonónicas. Y mientras espera que se alargue la mano magnánima de Guadalajara y Toledo, Cantalojas aguarda el futuro postrado en un ancho valle del costado sur de la sierra de las Cabras. Para Antonio Herrera, Cantalojas “es un ejemplar típico de población serrana de este ramal oriental de la Somosierra”.

Por las praderas de la dehesa del contorno pastan varios centenares de vacas. El caserío se yergue cerca del nacimiento del Jaramilla y al pie de las primeras cumbres de los montes de Riaza, próximo al famoso río Lillas, que es un pequeño y místico riachuelo ahíto de encanto. El Hayedo de Tejera Negra (1.391 hectáreas), el más meridional de Europa, emerge en la sierra del Ocejón como una reserva natural y espiritual que condensa todo el sentir de la vida del campo: tranquilidad y sobriedad. El verde de los brezos y las jaras se mezcla en Cantalojas con el tono plomizo de esta matinal de invierno. A pocos metros del centro urbano -como reza un cartel roído-, el viajero y sus colegas se topan con un recoleto frontón pintado de forma chillona. El pueblo sorprende por sus amplias y extensas calles, por sus casas de sillarejo con sobrios portales y con alguna balconera de hierro. Cantalojas, bueno es apuntarlo, ha resultado ser uno de los pocos pueblos de la Transierra que han resistido algo las envestidas migratorias. El azote de la despoblación fue amortiguado, parcialmente, con la construcción de casas de segunda residencia repletas de madrileños. El viajero y sus colegas, pendientes del paisanaje, atisban a un lugareño que pasa el rato -algo insólito dada la temperatura-, sentado en el poyo de su casona.

– No crean, esto engaña mucho. Cantalojas aún conserva algo de “vidilla”, aunque sea invierno. Pero quedan pocos críos, la mayoría somos viejos, como yo.
– No diga eso, hombre, ¡qué sería de estos pueblos sin ustedes!,- le replica el viajero.
– Pué ser, no le digo que no. Pero esto no se mantiene sin niños. ¿Ustedes serán de fuera, no?
– No, vivimos fuera sí, pero somos de aquí, ya sabe, lo de siempre, nuestro padres se marcharon a Barcelona, a Madrid, y ahora pues venimos nosotros y vienen ellos,- le explica Víctor, que reside en Alcorcón pero practica el alcarreñismo activo.
– ¡Ah! Pues si son de por aquí díganle a sus padres que han estado hablando con el tío Bernardino de Cantalojas, que seguro que me conocen.
– No se preocupe, ya nos acordaremos, pero dígame, ¿de qué se vive ahora en Cantalojas?
– Ahora? Pues… de la ganadería, como el Arenas, o de tener algún “negociejo”, como yo, de las pensiones y de poco más. Se vive bien, no se lo niego, pero hemos “trabajao” mucho, como burros, casi no dábamos abasto a las faenas.
– ¿Usted habrá trabajado en el hayedo o en sus viveros, no?
– ¡Claro! Plantando pinos como burros, “arremolinaos” en cuadrillas en las tainas de la parte más antigua del hayedo. Después de trabajar bajábamos escape al pueblo, a la taberna, a tomarnos unos chatos y a echar un guiñote. Pero trabajando nos las teníamos que apañar solos. Comíamos lo que podíamos, un cacho tocino, algún potaje que se preparaba, incluso ovejas de esas que sólo Dios sabe como estaban…
– Eso, fíjese usted lo que tenían que comer y no les pasaba nada, ahora que tanta murga dan con lo de las vacas locas.
– Ya veis, aquí me tenéis, ¡ni siquiera me acatarro en invierno!.

El viajero y sus colegas aprecian al tío Bernardino como uno de aquellos “ilustrísimos señores”, en el decir del profesor Serrano Belinchón, que jalonan la tierra de Guadalajara. Bajito, con las manos ásperas, la cara arrugada, la piel morena y la boina de diario. Así aprecian al tío Bernardino el viajero y sus colegas. La conversación se alarga y las sabias palabras del lugareño dictan una lección de sencillez y equilibrio.

– Don Bernardino, ¿y qué le parece que ahora vengan de tan lejos para ver el hayedo?
– ¡Leche, pues qué me va a parecer!. Me parece bien, muy bien. Pero la mayoría no sabe, porque no se lo cuentan, claro, el trabajo que hay detrás de eso, y casi la maravilla en que se ha convertido.
– O sea, ¿qué deberían cuidarlo un poquito más?
– Tened en cuenta que esto casi se quema en el incendio de hace diez años… sí, creo que fue hace diez años. Es igual, vamos, que casi nos quedamos sin hayedo. Se quemó gran parte del costado donde están las hayas más viejas.
– Lo sabemos, nos acordamos del incendio. Sí, fue muy sonado.
– Está mal que lo digo uno de aquí, pero ya veis que éste es un pueblo muy bonito. Y con el hayedo, y los pueblos de Majaelrayo y esa zona, pues la verdad es que viene mucha gente, muchísima, es verdad. Pero la mayoría se marchan un poco decepcionadas.
– ¿Y eso?
– Porque no hay buenas fondas, ni casas de comidas, ni hoteles, falta… como les diría yo… falta….
– Infraestructura turística, que dicen los entendidos, ¿no?
– ¡Eso!
– Pues es una pena, porque Cantalojas lo tiene todo
– Ya, pero… aquí se acuerdan poco de nosotros. Esto está mejor que antes, pero sigue medio abandonado. Yo conservo el bar de la plaza, pero porque está el hijo, después ya veremos… Y así va todo.
– Pero, don Bernardino, ¡algo se notará que su alcalde es diputado en la capital! Además, aquí eso ya se sabe que se mira mucho…
– Puede ser, no os digo que no, aunque la gente del pueblo no lo nota demasiado, es un poco triste, en invierno ya lo ven, esto se muere. Ahora ha pasado la Navidad y han venido los madrileños con sus cochecitos, o en el Pilar, que esto se pone abarrotado para la feria. Pero después nada, todo el mundo se marcha y nos quedamos cuatro gatos.
– Es una lástima, desde luego. Bueno, don Bernardino, no le molestamos más. Ha sido un placer y que nos veamos muchos años por aquí.
– Igualmente majos, qué disfrutéis. ¡Ah! Y no se os ocurra ir hoy al hayedo, que no está el tiempo para florituras…

En la mañana que el viajero y sus colegas visitan Cantalojas el sol no parece salir ni por casualidad. Los adustos campos cantalojeños, propicios para un pasto rico y sano, reposan con sosiego bajo el manto grisáceo de los días tristes de Castilla. Las vacas, cuerdas todas (al menos hasta que se demuestra lo contrario), son en esta plaza una enseña que enorgullece a sus lugareños. Y, junto a las casas rurales y demás inventos de nueva generación, sientan ambos sectores los pilares necesarios para el futuro del municipio. Por eso, y todavía bajo los efectos de la charla fructífera con el tío Bernardino, el viajero y sus colegas reparan en las orondas reses que, año tras año, desde hace medio siglo, se vienen exhibiendo en los lotes de la Feria de Ganado local. Al parecer, una feria beneficiosa en lo económico y en lo turístico, puesto que se ha convertido en un reclamo de indudable interés para el visitante y el feriante. Lógicamente debemos al éxodo rural y a la pérdida de influencia de los ganaderos, el “mérito” de que una de las ferias que mayor actividad comercial generaba, se haya convertido hoy en una fiesta (con dulzainas, gaitas y calderetas) de exaltación del ganado vacuno. Pese a todo, y como reliquia de un tiempo caduco, aún se conserva por estos lares la costumbre del chalaneo. Esto es, la venta y compra de vacas al más puro estilo tradicional. Blanca Corrales lo cuenta estupendamente en un artículo que publicó en el “Guadalajara 2000”:

– Me la das o no me la das,- insistía Valentín Espada, un tratante de Cabanillas del Campo, intentando conseguir una mohína, por nombre “Morita”, a la que ya había echado el ojo, “para hacer mansos”.
– Por 175.000 sí, sino no hay trato, ¿no ves que te la vendo preñá?,- respondía Agustín Cerezo, uno de los ganaderos de Cantalojas.
– No subo de 130.000.
– Ni yo bajo de 150.000.
– Bueno, pues sea, en 150.000,- interrumpe el mediador, Joaquín Ayuso, obteniendo al instante el apretón de manos de ambos paisanos, que da por cerrado el trato.
– Anda que como luego no esté preñada –espeta el tratante- te sobo el aparejo con esta vara de fresno.
– Quiá, no va a estar, si lo sabré yo,- concluye el ganadero mientras recuenta los billetes y los guarda cogidos con una goma en el bolsillo.

El viajero y sus colegas siguen pateando las callejas de Canta, que así llaman al pueblo los que son de la tierra. La iglesia de San Julián Confesor, con torre del XVIII, se yergue al lado del colegio como único reducto que pervive en el desmochado patrimonio de este enclave. Debajo del templo parroquial, el campo de fútbol. El viajero y sus colegas recuerdan los partidos entre Cantalojas, Condemios y Galve. A veces también acudía Campisábalos.
– ¡No había una vez que no acabáramos riñendo! Pero el caso era pasar el rato,- salta raudo y con entusiasmo Jorge, el vallekano, que es más de pueblo que las amapolas. “Y a mucha honra”, como dice él.
Perder el tiempo, echar un partido y volver a tu pueblo con la cabeza alta, si el resultado era favorable, o con las orejas gachas, si sucedía lo contrario. Era tiempo de ver a tus amigos del pueblo vecino. Y de defender con orgullo un sentimiento de estima, todavía presente, hacia la patria chica de cada uno. ¿Será posible que esas rivalidades quedasen en nada cuando se trataba de ir a las fiestas?
– Yo no estoy de acuerdo con eso,- rezonga Víctor. Acuérdate de la movida aquella entre algunos de Condemios y otros de Galve que, por cierto, ya casi no me acuerdo quiénes eran…
– Cierto,- le replica lacónicamente Jorgito. Pero eso son excepciones, lo normal es llevarse bien, ¿o no?

El valle en el que reposa el pueblo de Cantalojas es llano, plano como el oscuro pinar que se advierte al fondo, y como el terreno sobre el que permanece impertérrito. En el cerro del castillo, mejor dicho, de los restos del castillo que el Fuero de Atienza (s. XII) cita con el nombre de “Diempures”, se levantan los remanentes de esta fortaleza que la tradición en el pueblo ha querido atribuir “a los moros”. La Historia dice que este castillo fue primero castro ibero y posteriormente se utilizó como torre vigía y como minúsculo reducto militar. Además, antaño marcaba el límite entre los Comunes de Villa y Tierra de Sepúlveda, Ayllón y Atienza, sin olvidar el pequeño condado o señorío, con jurisdicción propia, de Galve de Sorbe. Hoy, como es lógico, los tiempos han cambiado, a veces para mejor, a veces para peor. Lástima que este castillejo no se haya beneficiado de ese supuesto progreso.

Al viajero y sus colegas la hora se les ha echado encima. Se marchan, pues, con la sensación de haber visitado uno de los pueblos más prósperos, con sus miserias y sus riquezas, de esta apocada tierra. En la ínfima carretera que bordea los prados circundantes, sobresalen algunas lajas de pizarra negra, acaso últimos tesoros de un tipo de arquitectura que prodigó a no muchas leguas de aquí. A espaldas del viajero y sus colegas queda el pueblo, lleno de pequeñas pero encantadoras veguillas, de abuelos con memoria, de tabernas en las que sirven vino peleón. Cantalojas, en el friso provincial, rayano con las tierras castizas de Segovia, es la viva imagen de la Guadalajara de hoy. De la Guadalajara rural, la de los caminos sin fin, las casonas de piedra y las lumbres eternas.