Guadalajara

3 marzo 2006

Sigüenza al borde de la fiesta

Crónica momentánea después de una noche de verano
Raúl Conde

Pasea el cronista por la ciudad que estos días vibra con las fiestas de su patrón, San Roque. Busca el redactor noticias o impresiones con el fin de poder pergeñar alguna crónica estival, en una anodina actualidad, para una redacción sumida en los furiosos calores que se encargan de azotar, con mayor o menor justicia, una tierra maltratada por los hielos de unos inviernos tan crudos como la despoblación emergente en algunas villas y aldeas. Pero en el verano los caseríos alcarreños se tornan en bulliciosos puntos de encuentro de viejos amigos, de antiguos compañeros de infancia, de emigrados que anhelan retornar a sus lugares de origen y de una juventud fresca y renovada que aprende a estimar, a veces incluso con pasión, los pueblos que vieron nacer, entre migas de pan y caminos de tierra, a sus ancestros. Ahora es todo diametralmente opuesto. Aquellos caminos son hoy confortables carreteras y aquellas migas de pan son hoy suculentos cabritillos asados en hornos de leña que los mesones y tabernas, por ejemplo de Sigüenza, se encargan de aderezar con suma exquisitez. Se hace difícil, en estos provincianos lares, rubricar una crónica que, bien presentada, incluso puede tener cabida en un periódico de verano. Pero las dicharacheras fiestas seguntinas, su ambiente simpático arrollador, erigen a Sigüenza a los altares de la Guadalajara del verano.

El cronista prefiere quedarse con el paisaje posterior a la “juerga”. La imagen de las travesías de la ciudad a esta hora bien puede calificarse de surrealista y afrodisíaca. Los coches aparcados en Hilario Yabén tienen las más variopintas matrículas y los más madrugadores ya beben en el París su primer café de la mañana. En Cardenal Mendoza, dos turistas despistados deambulan por las históricas piedras del contorno. Mientras, entre polvo y lucecitas de la verbena que todavía alumbran, cuatro resacosos se balancean en la Alameda al tiempo que casi no se tienen en pie. El cronista está seguro de que Ortega y Gasset o Pío Baroja, que supieron macerar el “savoir fair” que irradia esta noble ciudad, no la alabarían tanto si la viesen en estas circunstancias tan deprimentes. Si bien el cronista acepta que el sentimiento es el mismo, la estética de la ciudad después del jolgorio de una noche de verano es indiferente para irrumpir silenciosa y cautelosamente por las entrañas, entre dormidas y melancólicas, de una ciudad rendida a la inmensidad de sus fiestas de agosto. El Doncel duerme tranquilo, sosegado, en su digno sepulcro de la catedral. Fuente de inspiración de Jorge Manrique para las coplas a su llorado padre, el guerrero Vázquez de Arce reposa junto a sus padres en la candidez de una catedral impenetrable e imperturbable, amén de transmitir lustro tras lustro, su recio sabor y su sólido empaque de fortaleza medieval, a caballo entre lo románico y lo renacentista.

En la Plaza Mayor no hay nadie, salvo un despistado abuelo octogenario de semblante triste y mirada ojerosa que bien pudiera ser un ejemplar perfecto de los damnificados por las fiestas.
-Buenos días. ¿Qué tal las fiestas?
-Pues no muy bien, yo prefiero las fiestas de antes. Sabíamos divertirnos de una forma más sana.

Los restos de papel, de confeti y de bebidas pululan por este hermoso enclave de la urbe seguntina, y los residuos del concierto de anoche en la plaza hacen sus estragos para desgracia de los hijos de la villa. El sol aparece en el límpido y despejado horizonte de la matinal seguntina, que florece entre el olor a grasilla de los churros calentitos, el color dorado de los trigales del contorno, el verde de los girasoles cercanos, el gris de las legendarias piedras evocadoras de prósperos tiempos, y el ocre de los tejados del caserío de la población. Sigüenza se yergue jaranera y erecta cruzando el tajo hacia la fiesta del Santo Patrón. Las peñas, remanente inapelable de los antiguos mozos que hacían la botarga por los pueblos, son ahora los sostenedores de las fiestas modernas, exentas de aquel costumbrismo, de aquella solemnidad convertida hoy en artificioso simulacro del recreo de antaño. Antes las fiestas eran únicas y exclusivas del pueblo, ahora las llenan con estridentes actos que violan la virginidad de las celebraciones.

En la Ciudad Mitrada, no obstante, el cronista todavía puede captar hoy día la secular tradición festiva de su pueblo. Los ciudadanos seguntinos, herederos de siglos y siglos de un glorioso pasado, son conscientes de su responsabilidad y conservan, como la custodia, un venerable y añejo sentimiento profundamente festivo, en el abismo de lo religioso y lo jocoso, entre la fe y la diversión, entre la creencia y el goce, entre el cumplimiento del deber y el ocioso regocijo de los festejos. El cronista percibe por las calles y callejuelas, plazas y plazuelas de la reina de la Sierra y primera dama de la Alcarria, que el bonete fucsia de sus históricos obispos ha calado hondo en la recta personalidad de sus congéneres. El cronista se pregunta, cuando el alba se ha difuminado ya en la sobriedad de la sobremesa seguntina y el sol hornea con vehemencia los álamos del Paseo, cómo la gente, tan hastiada de las lúgubres ciudades y de la rutina urbana, no le da la gana de acercarse a disfrutar de la maravillosa atonía electrizante de la Ciudad que vio pasar, por sus muros y paredones, lo más granado de la lejana y reciente historia de un reino venido a menos.