Guadalajara

3 marzo 2006

Un viaje entre el verano y el otoño

Campos del Alto Sorbe y Cogolludo

El placer sublime de los viajes es de capital importancia para disfrutar plenamente del asueto del estío. Elegir un buen destino, pues, se me antoja punto clave para no desistir en el intento. Escribo estas líneas en la soledad cárdena, melancólica, de una mañana de otoño pero con la luminosidad celestial de un día de agosto, por supuesto, de nuestra querida Guadalajara. Recuerdo el viaje a Cogolludo que hice el verano pasado. Hago memoria del mismo.

La matinal es monótona en mi pueblo, Galve de Sorbe, y en la compañía de mi padre, decidimos arrancar el coche y caminar sobre el asfalto por estas humildes vías guadalajareñas. Queremos hacer una visita a vuelapluma a Cogolludo. Antes, nuestra mirada es testigo de excepción de un espectáculo visual sorprendente, profundo y muy verde, lo que contribuye a erradicar aquel sarcástico comentario que hace referencia a la sequedad, a la planicie, a la esterilidad de una Castilla desértica o decrépita, como dijera don Antonio Machado. Avanzamos en el camino y el paisaje se sucede entre pinos silvestres, pueblecitos diminutos, coquetos, olvidados, rocas milenarias y huertecillos recónditos. Mi corazón palpita en un fondo de alegría inconmensurable por presenciar tan agreste rincón serrano, y el alma se me encoge mientras pienso que todos estos lugares del curso alto del río Sorbe pertenecieron, en su día –ha llovido mucho- a Galve de Sorbe, es decir, mi villa, mi patria chica, mi interior, mi mundo. Experimento un sentimiento de euforia comedida al comprobar la grandeza del territorio y, por ende, de su antigua capital, Galve; pero, a la par, creo que no sería justo adjudicar a Galve lo que hace mucho tiempo dejó de ser suyo. Así pues, mi estado de sana alegría va remitiendo paulatinamente mientras llego a la conclusión de que estos pinares, bosques y especies corresponden a aldeas como Valdepinillos, La Huerce, Umbralejo y a pueblos más conocidos como Valverde y sus caudalosas aguas. Todos ellos diminutos reductos de monumental belleza, exuberante grandilocuencia, pecado exquisito para ávidos viajeros del turismo rural.

Cogolludo es villa de abolengo. Su castillo, máximo símbolo desde la carretera por la que abordamos el pueblo, es una carta de presentación que da una idea al visitante de lo que después hallará en las entrañas de sus callejas. Ascendemos a la plaza observando las majestuosas, algunas de ellas fastuosas, casas de residencia. La travesía es ancha y la plaza supone su perfecta culminación. Este es el centro neurálgico de la villa, el núcleo principal de Cogolludo. La plaza es, sencillamente, extraordinaria. Pocas habrá en Guadalajara que ganen a la de Cogolludo en amplitud. Uno prefiere bajarse del coche y gozar, sin perder un minuto, de su elegancia, de su refinada factura, castiza como pocas. Enfrente, se yergue el Palacio ducal mandado construir por don Luis de la Cerda, primer duque de Medinaceli. La estructura renacentista de esta joya artística rivaliza con la suntuosidad de sus detalles góticos. Me enamora su portada, cuyo frontón queda ornamentado con diversas filigranas arquitectónicas y por el escudo de la casa de la Cerda. Justo al lado del palacio, otrora residencia de duques, se sitúa el edificio del Ayuntamiento, levantado en el siglo XVIII. La puerta está abierta pero no hay nadie dentro. Preside la sala un escudo de la villa. La plaza, en la cual señorea noblemente el palacio del siglo XV antes mencionado, se completa con diversas casonas típicas y una formidable retahíla de soportales que nos evocan la esencia castiza por antonomasia, aquella que hizo sucumbir a Machado, a Unamuno, a Azorín, a Pío Baroja, a Ortega y Gasset y a tantos otros hijos adoptivos del paisaje y las gentes de Castilla.

Compro la prensa en un coqueto y moderno comercio. Una señora se lleva a casa dos ejemplares de NUEVA ALCARRIA. En la plaza, además de una fuente en el centro, hay algunos asientos que permiten leer las noticias al cobijo de una radiante sombra. Más tarde, afrontamos el castillo por unas callejuelas estrechas, merodeadas por casas de corte clásico popular que parecen formar una piña o cogollo, y es posible que de ahí le venga el nombre a esta hermosa villa. El castillo es una ruina. Sus centenarias piedras se funden con la superficie en que se asienta. El emplazamiento de la fortaleza permite otear un paisaje de gran tradición castellana, con el río Aliendre en primer lugar. Son estos campos de Cogolludo plateados, de una textura fina que parecen constituir una alfombra idónea para pasear en unos atardeceres que deben de ser de ensueño. Los rayos de sol atizan a esta hora los campos ocres, extendidos, humildes, fuertes, que advierten las cumbres de la Sierra de Guadalajara, las encinas, los pinos, los escasos robledales de las pardas colinas bucólicas. Tierra labrantía, algo árida, la de Cogolludo, en la que tan sólo se vislumbra algún pequeño y singular vergel de inaudito verde, en barbacana ya hacia las vegas y veguillas de la Campiña alcarreña.

Desde el pico del castillo, a su izquierda, se divisa la iglesia de Santa María y a nuestros pies, quedan los tejados por donde se escapa la mañana y se hace notar, en el horizonte, el fértil valle del Henares. Este escenario de Cogolludo que hemos intentado pintar en las anteriores líneas no conjugaría en modo alguno con el que ahora podríamos contemplar desde el mismo sitio. Para enjugar este desequilibrio temporal sirvan estos versos de don Antonio Machado, escritos a medida del Cogolludo de este tiempo, villa ducal, señorial, de porte distinguido, pródiga en el terreno de la caza: “Hay una mano de niño/ dispersa en la tarde gris/ o en la tarde gris se borra/ una acuarela infantil./ Otoño tiene en el sueño/ un iris de abril./… no sueñes más, cazador/ de escopeta y galgo./ Ya quiebra el albor.”