SOMOS EL TIEMPO QUE NOS QUEDA

Verdad amarga

"Se ha pasado el siglo XX y no sé todavía si hemos sido capaces de escuchar la voz de la historia, por muchos libros y películas que nos regalen los periódicos del domingo. Y entonces, en ese momento difuso, conviene recurrir a los referentes que nos sirven para calibrar la tortura del fanatismo. Por ejemplo, Primo Levi"
El Decano de Guadalajara, 14.05.10
Raúl Conde

Antonio Muñoz Molina habla de pasados interactivos para referirse a la necesidad de buscar y escuchar los testimonios de quienes pueden revelarnos la historia contemporánea. En su último libro, La noche de los tiempos (Seix Barral), el escritor andaluz analiza, con destreza y lucidez, el proceso de banalización que sufre la Historia reciente en cuanto desaparecen sus testigos. Muerto Stalin, el mito del caudillo rojo se convierte en una especie de padre protector de un patriotismo que produce hambre. Muerto Mao, en China todavía se consume la religión oficial del Partido, con mayúscula, con sus mitos y sus mentiras. Muerto Hitler, surge una avalancha de libros y de películas que tratan de ofrecernos un retrato cándido de los ángulos inversos de aquella macabra locura, olvidando cada vez más los hechos, las realidades, las certezas.

Puede que la verdad sea demasiado amarga como para digerirla sin atragantarnos. Por eso Benigni triunfó con “La vida es bella” y por eso un libro como El niño con el pijama de rayas se convirtió rápido en un ‘bestseller’. Algo así puede que esté ocurriendo en España. La memoria histórica renace entre los políticos, pero la memoria se muere porque la gente que vivió lo que tiene que contar agota sus últimas horas. ¿Por qué se ha trivializado el adjetivo fascista o franquista precisamente por parte de aquella izquierda que con más cuidado debería esgrimirlo? ¿Por qué parte de la derecha asiste a la frustrada exhumación del cuerpo de Federico García Lorca como si de un espectáculo cultural se tratara? El filósofo Reyes Mate piensa: “Hacer memoria de la barbarie no consiste en tener presentes los hechos del pasado, sino entender lo que significa la memoria de la injusticia en la construcción de la democracia”.   

Cuando hace dos años un grupo de amigos y periodistas nos lanzamos a escribir un libro sobre la batalla de Guadalajara en la Guerra Civil, la mayor dificultad que encontramos no fue dar con la documentación, la bibliografía, los planos y las fotografías necesarias. La mayor dificultad fue encontrar a personas que hubieran vivido los hechos que queríamos narrar, tras siete décadas de silencio. Se ha pasado el siglo XX y no sé todavía si hemos sido capaces de escuchar la voz de la historia, por muchos libros y películas que nos regalen los periódicos del domingo. Y entonces, en ese momento difuso, conviene recurrir a los referentes que nos sirven para calibrar la tortura del fanatismo. Por ejemplo, Primo Levi.

Quizá porque tendemos a buscar el lado más humano de las historias a medida que va pasando el tiempo, me parece que el principal mensaje que nos deja Levi es que la peor pesadilla de quienes sufrieron el horror nazi no fue la esclavitud. Ni los trabajos forzados. Ni las matanzas indiscriminadas. Lo peor fue la humillación que padece la víctima en su integridad psíquica, al ser despojada de su dignidad como persona. De eso es de lo que habla, de eso y de muchas cosas más que siempre estremecen, en una obra que debería ser de obligada lectura: Si esto es un hombre. En estas páginas el escritor turinés narra sus calamidades en el Lager, es decir, en Auschwitz, el campo de concentración al que fue deportado el 13 de septiembre de 1943.  Allí encontró criminales, políticos y judíos. Con una pluma primorosa, Levi detalla el averno que brota entre barracones. El agua corría sucia. El ambiente, irrespirable. La comida, un sucedáneo de lo que se entiende por alimentos. Y tuvo que aprender a convivir con las ejecuciones diarias en las cámaras de gas. Impresiona cómo describe su proceso de adaptación a las condiciones más terroríficas que uno pueda imaginar para pasar los días. Al final consiguió que le enviaran al laboratorio de Química del campo de concentración (él era químico de profesión), y así sobrevivió hasta la primavera de 1945, cuando los rusos acabaron derrotando a los nazis. Un suceso del que esta semana, precisamente, se han cumplido 65 años.

Hay veces en que el hombre deja de ser hombre y se convierte en una bestia. Y hay veces en que un hombre al que le destripan la existencia se muestra incapaz de contar su propio calvario y, pese a todo, lo intenta. Esa es la memoria que me interesa y no la que busca otros fines. “No estoy lo suficientemente vivo como para poder sublevarme”, llegó a reconocer Levi. Imagínense el proceso de aniquilación mental al que fue sometido. Lo mismo que le ocurrió, por cierto, a Jorge Semprún cuando fue enviado al campo de concentración de Buchenwald. Tras salir en el 45, confesó haber tardado veinte años en encontrar la manera de afrontar la necesidad de dejar por escrito su propia experiencia. Al final, por fortuna, lo hizo en otro extraordinario libro: El largo viaje (1963), un ejemplo de valentía y hondura. El título, por cierto, alude al atroz viaje en un tren de mercancías que le condujo a la privación de libertad. Así empieza: “Corre el año 1943. En un angosto vagón de mercancías precintado, ciento veinte deportados cruzan las tierras francesas camino del campo de concentración. Es un viaje claustrofóbico, vejatorio: los cuerpos hacinados caen de agotamiento, uno pierde la cuenta de los días que lleva allí, y ni siquiera sabe dónde ni cuándo acabará. Y, no obstante, a veces, una simple palabra que pronuncia un compañero despierta toda clase de recuerdos, apenas lo único que queda en esos momentos”.

¿Cómo contar lo inenarrable? Esa es la pregunta con la que Semprún se martilleó después de su liberación. Esa me parece la pregunta que ha permitido conocer los límites de la maldad. Pero también de la memoria.

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