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25 agosto 2010

SOMOS EL TIEMPO QUE NOS QUEDA

El óxido del cielo

Con todo esto quiero decir que para defender la cultura rural no creo que sea necesario forzar el pretérito, ni engordar nuestros recuerdos. No exageremos. No tiremos de hipérboles. Los pueblos son sinónimo de quietud, pero nunca fueron la reencarnación de la divinidad. La memoria siempre me parece buena si nos traen el olor de la vida real.
El Decano de Guadalajara, 20.08.2010
Raúl Conde

Ser de pueblo. Quedarse en el lugar en el que uno nació. Buscar la mañana entre pinares y buitres. Crecer con los recuerdos siempre cercanos. Tomar unos vinos con la misma gente con la que has compartido media vida. Disfrutar del paisaje y transigir con el paisanaje. Después de la calma de los pueblos, mucha gente necesita la tempestad de las ciudades. No hemos sabido quedarnos en los pueblos, piensa Javier Rioyo. Quizá no era la mejor apuesta. Sobre los pueblos irrumpe siempre un halo entre místico y bucólico: el sosiego, la paz, el bendito remanso del tiempo. Hay todo un mito, el de Virgilio y el agro, que no siempre se cumple y que conviene recordarlo. En caso contrario, resulta fácil caer en la nostalgia.

Acabo de terminar de leer El óxido del cielo (El Páramo, 370 págs.). Es un libro coral de relatos a medio camino del ensayo y la crónica periodística, aunque con pretensiones literarias. Está escrito por Alejandro López Andrada, quien retrata los pueblos de la comarca de Los Pedroches, en Córdoba. El libro va dedicado a los herreros, pero es una evocación de todos los hombres de campo. Se trata de un texto interesante, aunque hilvanado bajo la leyenda de la eterna bonanza de los pueblos. Como si éstos no tuvieran también un reverso de la moneda. «Cuando lo rememoro, veo por doquier colores azules, una única superficie desierta que se extiende hasta el crepúsculo de la tarde». Partiendo de esta cita de Sebald, el autor transcribe una valiosa colección de testimonios de personas felizmente ancladas en otro tiempo. Y también en otros quehaceres. Puede que al texto le sobre lirismo y le falte ir al grano. Adjetivar menos y describir más. Si lo que se pretende es hacer literatura, conviene recurrir a clásicos del mundo rural en nuestra literatura. Qué sé yo: Unamuno, Azorín, Baroja y hasta otros autores más recientes como Julio Llamazares. En cambio, si lo que se busca es contar cómo se vive en los pueblos, y cómo son los que viven en los pueblos, quizá es mejor adoptar un estilo directo, incisivo. «Describir es más difícil que opinar», decía Pla. «La cultura rural murió hace muchas décadas. Ahora soy el notario de un universo clausurado», se propone el autor en el primer capítulo. Pues quizá había que hacerlo con menos ornamentos y más oraciones simples.

En todo caso, el libro constituye un estupendo alegato en favor de la cultura rural. Esa que se nos ha ido, que se nos está yendo todavía a pesar de que por todas partes brotan ferias medievales y mercadillos callejeros. Luis Mateo Díez opina que la memoria es la materia de esta obra. Es cierto: por sus páginas circulan personas que nos recuerdan que ya casi nada es como fue. Tierras andaluzas, rayanas con La Mancha y Extremadura, que esconden una época bastante más lastimosa que la presente. Por mucho que se insista en lo contrario.

No he nacido en un pueblo, pero me siento de pueblo. Me he criado parcialmente en un pueblo. He mamado (perdonen la vulgaridad) la vida de pueblo. Me he retozado en la hierba de nuestra sierra. He recorrido caminos y me he pinchado entre zarzas. He cogido moras en Valdepinillos y me he bañado en el río Lillas. He visto a los vaqueros tratar al ganado y a los pastores cuidar de sus ovejas. He reivindicado las necesidades de esta tierra y me he pateado la provincia. Me levantaba con la piara de cerdos de mi tío Satur detrás del corral de la casa familiar. Y bailo las danzas que, según cuentan, bailaban los ancestros de mis paisanos. Sin embargo, no quisiera nunca volver a un pasado que algunos porfían en hacerlo poético. Los pueblos son como los relatos de César Vallejo: las dehesas, los pájaros, los vientos. Pero también la atonía y una cierta sensación de gran hermano vigilante y cansino. Existen las infancias felices y los paseos al atardecer. En cambio, nadie quiere acordarse del atraso, de la miseria, del analfabetismo. Escribe López Andrada: «La gente era menos individualista y vivía más unida». Y más pobre, amigo. «Vivimos muchísimo mejor desde el punto de vista material, pero el hombre se ha vuelto más egoísta y se comparte mucho menos», abunda el autor. Es posible que olvide que en casi todos los pueblos, o tal vez en todos, se mantienen rencillas que vienen de antaño y que se han convertido en disputas perennes. Y concluye: «La gente de los pueblos se aísla en las casas. Lo que hemos ganado materialmente lo hemos perdido espiritualmente». Lamento seguir yendo a la contra: en Castilla faltan pobladores, claro, como en toda la España interior. Pero para izar esa bandera, y todo lo que implica políticamente, quizá no conviene amarrarse a las calamidades añejas. En Valverde de los Arroyos, por poner un ejemplo cercano, hace apenas cuatro décadas no había carretera comarcal. Hoy tienen una carretera bien asfaltada, consultorio médico, una escuela, restaurantes confortables y viviendas equipadas. Y además mantienen el espíritu. Las tradiciones. La leyenda que hace que un pueblo sea algo más que un discreto caserío.

Con todo esto quiero decir que para defender la cultura rural no creo que sea necesario forzar el pretérito, ni engordar nuestros recuerdos. No exageremos. No tiremos de hipérboles. Los pueblos son sinónimo de quietud, pero nunca fueron la reencarnación de la divinidad. La memoria siempre me parece buena si nos traen el olor de la vida real.

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