Manu Leguineche

13 mayo 2007

ENTREVISTA A MANU LEGUINECHE

«El espéctaculo de Irak da asco, aunque ahora no es el momento en que los americanos deben retirarse»

Vive en el centro de una miscelánea compuesta por una diversidad en la que caben personas, animales, árboles y otras plantas. Amigos de siempre lo visitan con frecuencia, amigos recientes y cotidianos lo rodean día a día, la gata Muki -hasta hace poco el pato Toribio al que se cargó una comadreja, «son vampíricas», dice-, los árboles del jardín que evocan, entre otros, a Baroja, Delibes, Hemingway y a su «querido Umbral», a quien los duendes que juegan en las imprentas han borrado del libro.
Podría ser uno de esos tipos que se pasan todo el santo día y durante años practicando el autobombo. No lo es. El gran Manu (Manuel Leguineche, Arrazua, Vizcaya, 1941), el reportero de todas las guerras, el periodista que tantos palos ha tocado, el escritor de temas que son la Historia del siglo pasado, es sólo un ser cuya condición humana se sustenta en la moral que alimenta la decencia. Es la serenidad frente a la prepotencia del protagonismo tan al uso; su sencillez no es vacua; su cordialidad no es fruto de un interés vano. Este vasco afirma, con humor y pasión, que el Athletic es su religión. En lo más profundo de su alma, en el meollo de su corazón, en el punto más sensible de su cerebro se encuentra la clave de su modo de entender la vida. Decidió hace ya años que en la verdad reside lo sagrado y con esa fe se consagró al periodismo. Es un testigo del siglo XX.
ABC, 13.05.07
Trinidad de León-Sotelo

Hace 12 años dejó Madrid -«es muy absorbente»-, y se trasladó a Brihuega (Guadalajara), donde ha escrito su nuevo libro, «El club de los faltos de cariño» (Seix Barral), título que retoma del club que fundó hace 40 años y del que formaron parte solteros y casados faltos de calor. Vive en el centro de una miscelánea compuesta por una diversidad en la que caben personas, animales, árboles y otras plantas. Amigos de siempre lo visitan con frecuencia, amigos recientes y cotidianos lo rodean día a día, la gata Muki -hasta hace poco el pato Toribio al que se cargó una comadreja, «son vampíricas», dice-, los árboles del jardín que evocan, entre otros, a Baroja, Delibes, Hemingway y a su «querido Umbral», a quien los duendes que juegan en las imprentas han borrado del libro.

Leguineche cree que la vida es lo mejor que se ha inventado, porque «pase lo que pase, descubres que es lo que te queda. En mis momentos de depresión que no son muchos, ni notables, sé que hay que agarrarse a ella».

Aventurero romántico

El único piropo que admite durante el diálogo es el de aventurero romántico.
-¿Fue ese espíritu el que le llevó a dar la vuelta al mundo con apenas 20 años?
-La situación política de España fue determinante. Franco era un sargento y poco menos. Yo necesitaba una revolución interna como tantos otros jóvenes españoles que hacían sus pinitos por Europa. El mundo te llamaba y el salto al exterior renovaba no sólo el tuyo, sino a tu propia persona. Trabajé en oficios diversos como, por ejemplo, camarero, en nuestro continente y luego, con un grupo de periodistas norteamericanos di la vuelta al mundo en jeep.

Su bautismo de fuego como corresponsal de guerra lo recibió con veintipocos años. Ha estado en todas, incluidos serios conflictos: Vietnam, Líbano, Bangladesh, Camboya, Irán, Palestina, Israel, Nicaragua, Chipre, Marruecos, Guinea Ecuatorial, China… Todo ha quedado escrito en libros como «La destrucción de Gandhi», «La vuelta al mundo en 81 días», «Sobre el volcán», «Filipinas en mi jardín», «Los palestinos atacan», «En el nombre de Dios», «Portugal: la revolución rota», «La guerra de todos nosotros», en un etc. que recoge sus vivencias a uno y otro lado del mundo. Una veintena de obras, en fin, entre las que está «La ley del mus», prologada por el Rey.

-Usted ha estado rodeado de peligros. En Camerún, por poner un ejemplo, estuvo a punto de ser linchado. ¿Ha pasado mucho miedo?
-No. Todos tenemos un poco de prevención, el horror al vacío que tenían los romanos, pero conocer el mundo da seguridad y un cierto fatalismo oriental.
-Conrad describe muy bien el horror…
-«El horror, el horror, el horror» escribe en «El corazón de las tinieblas». Sin embargo, lo peor es que te das cuenta de su existencia y de que al final nada cambia. Es como si el hombre estuviese incapacitado para resolver sus conflictos. Le dé el nombre que le dé, guerra económica, de religión, de odios interminables, siempre aparece una razón para justificarlas.
-Camus confiaba en la condición humana, ¿usted?
-Quiero hacerlo, pero los hechos son tercos y está claro que por muy buena voluntad que le echemos, después de dos guerras mundiales no hemos adelantado mucho, a pesar de que un ministro inglés de Exteriores dijera aquello de «derribemos las fronteras». Algunas cosas se arreglan; otras, nunca. No hay felicidad permanente.
-¿Pesimista? ¿Realista?
-No se trata de algo personal, sino de observar como se redoblan el sufrimiento y el hambre.
-¿Qué sintió al tenerlos cerca?
-Solidaridad. Además, el hombre sufriente es el que te habla, te pregunta.
-Kapuscinski hablaba de «los otros», refiriéndose a las personas con las que el periodista debe contactar para sentir la verdad.
-Lo conocí y nos caímos bien. Me han contado que cuando vino a Oviedo a recoger el premio Príncipe de Asturias, preguntó por mí.
-No me extraña, usted como él se ha alejado del cinismo, tan frecuente, por desgracia, en este oficio.
-Es una tentación fácil cuando se contemplan el hambre, el dolor, la crueldad, pero es detestable. No se puede caer en eso.
-Si estuviera en la guerra de Irak, ¿qué escribiría?
-Lo que en verdad sucede. Hay una escuela de pensamiento según la cual nunca debió declararse. La revolución iraquí actual ha derivado en una situación difícil de comprender. El espéctaculo da asco, aunque ahora no es precisamente el momento en el que los norteamericanos deben retirarse. Todo resulta dantesco donde la muerte se banaliza. ¿Hasta dónde va a llegar Bush? El caso es que mientras muere la gente.
-El corresponsal de guerra, ¿es un héroe?
-No, creo que es una profesión supravalorada. Entre ellos hay de todo. Gente a la que mueve la curiosidad, hacerse ricos, la gloria personal… Lo que le puedo contar es que he ido siempre a la guerra como un francotirador, sin seguro. Esto es injusto. En cuanto a los héroes hay que buscarlos antes de Cristo.

Leguineche no da nombres,se niega a reconvenir a nadie, aunque admite que hay corresponsales que permanecen en los hoteles y desde ellos redactan sus crónicas. «Los he visto, admite, pero se ridiculizan a sí mismos, porque los trucos se descubren enseguida. No se trata de una historia que pueda mantenerse». En su nuevo libro cuenta el caso de un periodista de «La Vanguardia», Eduardo Flores, enviado a la guerra de Bosnia, que acabó como general del Ejército.

-¿Qué hizo usted para salvar su propia alma?
-No rendirla.

A Leguineche no le gusta el poder, pero buscando la libertad fundó Colpisa; luego Fax Press. A ésta la evoca así: «Fue un proyecto lleno de ilusión, pero de imposible realización por la fuerza de los medios todopoderosos, que no permiten sacar los pies del plato y dejan poco espacio para cosas nuevas. Miras el espectro periodístico y sabes que hay poco que hacer. Contemplas territorios ocupados». Se duele de que ahora más que nunca a los periodistas les interese el dinero -«antes no se hablaba de él»,explica-. Pero aún se duele más de lo que se hace para lograrlo en buena cantidad: basura, basura, basura. Piensa que la Asociación de la Prensa debería intervenir en este asunto, porque no sería censurar, sino salvaguardar la dignidad de una profesión. Ya deja escrito en su nuevo libro sobre otros temas que le conciernen: «La libertad de Prensa es el derecho a decir lo que piensa el propietario del medio a condición de que no perjudique a los anunciantes».

El autor de «El Estado del Golpe» es un hombre que ha ejercido el periodismo con honor y a quien no ha fulminado una bala, aunque confiesa que lo han hecho otras cosas como ver a los niños bosnios dibujando sólo en negro o a Sharifa, una niña del campo de refugiados de Peshawar, que ganaba 1 rupia por tejer 120 nudos de alfombra, en jornadas de 5 de la madrugada a 9 de la noche.

-En su opinión. en el periodismo importa más la verdad que cuidar el estilo. ¿No ha mentido nunca?
-Me siento incapaz, incluso si se trata de alguien con quien simpatice. La mentira siempre pasa factura y la historia también. He mantenido la verdad, porque siempre he recordado lo que me dijo el fundador de «Le Monde», «con el lector hay que jugar limpio. No se le puede engañar». Las opiniones son libres, pero los hechos son sagrados. Si alguna vez me he equivocado ha sido de buena fe, nunca a conciencia.

-Cree que la religión de hoy es el miedo a la muerte. ¿La profesa usted?
-No, porque ya he vivido bastante.

-Nunca parece suficiente.
-Sí, pero al menos te has librado de una muerte estúpida agarrado a un volante. Del absurdo del que hablaba Camus.

«El club de los faltos de cariño» lleva al lector a un mundo de sensaciones, política, ciencia -personalidades como Indira Gandhi, Einstein, Mandela-; filosofía cotidiana, ésa de las gentes -arrieros, peluqueros, jardineros, etc-, sencillas y sabias. Dice Leguineche que el entrevistado que más le impresionó fue Nelson Mandela. Conociendo a Manu resulta lógico, a fin de cuentas fue el hombre que llevó a Sudáfrica «la paz, la piedad y el perdón». Por cierto, Mandela le pidió el ingreso en su Club. Pero dado que el periodista piensa que este político tiene el cariño de todos, le hizo socio de honor.
Hay quien deja la ciudad en busca de utopías. Manuel Leguineche al dejar Madrid sólo huía de la falta de paz exterior. La paz interior la llevaba puesta. Comenta que le gustaría que su querida Brihuega recibiese el título de «La ciudad del silencio» o, cuando menos, el de «Jardín de la Alcarria». El propio Manu merecería, aunque ha recibido numerosos premios, uno. No es para menos tratándose de alguien que hace suyas las palabras de Juan María Peña del «Diario Vasco»: «Lo que sé de periodismo cabe en un papel de fumar». Inaudito en el mundo que vivimos. Hay que pensar en un título para él por su falta de engolamiento.