Manu Leguineche

17 noviembre 2007

JAVIER MAQUA

Manu Leguineche

El Mundo, 27.04,95
Javier Maqua

Con motivo del 50 aniversario del fin de la Segunda Guerra de Reparto del Mundo, comenzó el martes en La 2 la serie Memoria de la guerra que, con imágenes de archivo (fundamentalmente de la inagotable mina audiovisual de NODO), dirige Manu Leguineche. Humilde, sencillo, sin grandes pretensiones ni alharacas -como corresponde al talante de Leguineche-, la primera entrega constituyó un «digest» recordatorio del encuentro de las tropas soviéticas y norteamericanas a orillas del Elba; nada que no supiéramos ya se nos dijo; ningún análisis o interpretación nueva se añadió a los tópicos que todos conocemos; de sus imágenes sólo memorizamos una vez más los osarios del holocausto y la leve danza cosaca ante las sonrientes tropas yanquis de un soldado soviético, mientras los caballos bebían en el Elba… No obstante -salvo el infame tópico que califica los últimos bombardeos asesinos sobre Berlín de «crepúsculo de los dioses»- nada era tampoco falso ni ofensivo, pese a cierta pereza que es ya lugar común en todos estos programas -de cine, de guerra, de lo que sea- que se limitan a revolver en los archivos y pegar una detrás de otra imágenes añejas clasificadas temáticamente.
En numerosas discotecas, mientras se bebe y en los altavoces suena una música cualquiera, es corriente que, en distintos monitores, se esté pasando una sarta, por ejemplo, de accidentes espantosos de Fórmula 1, coches que se estrellan o saltan por el aire, con sus presumibles víctimas; si se quitaran algunos testimonios de supervivientes y la voz en «off» informativa de Leguineche, esas imágenes bélicas podrían muy bien ocupar el lugar de las colisiones automovilísticas; hoy el horror filmado -lo mismo podrían ser instantáneas de cadáveres infantiles ruandeses que el mar enrojecido por la sangre de centenares de ballenas muertas- es un «background» silencioso, mudo, que nos acompaña a todos en todas partes, en el hogar, en los escaparates de la calle, en los bebederos o en las salas de bailes; con el que convivimos, en fin, sin hacer ni puto caso, perfectamente vacunados e inmunes a su espanto.

Del mismo modo que Sánchez Ocaña centró su oficio periodístico en los temas de salud y Pancorbo era sinónimo de documental antropológico, Leguineche tuvo y tiene su predio en el periodismo bélicoviajero. Prescinde, sin embargo, del halo chulesco de «valiente aventurero que arriesga su vida» que suele acompañar a estos especialistas, en general falaces reporteros de hotel -como cuenta el magnífico filme El año que vivimos peligrosamente-, que alquilan los servicios de un par de mercenarios o camareros para que disparen a su lado cuatro tiros al aire mientras ellos, disfrazados con chaleco antibalas, asomando su testa por la loma que los protege de nada y con el loro en los labios, hacen como que están en mitad de un fuego cruzado. No, Leguineche tiene esa virtud: nunca presumió de héroe.