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6 octubre 2010

SOMOS EL TIEMPO QUE NOS QUEDA

Labordeta

Cualquier país, y más en estos tiempos atribulados, necesita personas como Labordeta. Por su humanidad, por su ternura. Por su insistencia en tener siempre los pies en el suelo. Él mismo dijo que los aragoneses son como su propia tierra: duros como las rocas y suaves como la arcilla. Puede que así fuera también aquel cantautor que luchó por una tierra que ponga libertad.
El Decano de Guadalajara, 01.10.2010
Raúl Conde

La huella que deja José Antonio Labordeta es la de un intelectual comprometido, un aragonés orgulloso de serlo, un cantante que emocionaba, un político honesto y una persona llana. Fue mucho más, claro: escritor, autor de 25 obras, profesor de instituto, periodista, articulista, analista político y hasta presentador de televisión. Su personalidad poliédrica le granjeó la amistad de todo el arco social. He leído pocas críticas y escasos reproches a su persona en los obituarios que se han publicado estos días tras su muerte. Cosa lógica. Labordeta es de esas personas que se instalan en el escaparate social de un país y que, estando o no de acuerdo en su quehacer, al final acaba representando a todos porque el sentido común no conoce ideología. Aunque algunos se empeñen en lo contrario.

Un amigo mío, mezcla de Aragón y de Castilla a través de las tierras del Señorío de Molina, el fotógrafo Agustín Tomico me explica que la muerte de Labordeta ha causado un tremendo impacto en el pueblo aragonés. Hasta la Aljafería, sede de las Cortes de Aragón, desfilaron multitud de maños y personas de bien para despedir a su ilustre paisano. Creo que Labordeta era percibido como una persona de confianza. Un tipo culto, inteligente, sensato. Un tipo leído que pasaba a sus alumnos los libros que la dictadura consideraba ominosos. Los aragoneses vieron en él a un representante honrado de sus intereses, de sus problemas, de sus inquietudes culturales. No hizo política de aldeanismo. Hizo una defensa íntegra de los valores que representan una tierra como Aragón, enclavada en las mesetas, tan necesitada siempre de ser escuchada y de hacerse escuchar. Fernando Baeta subraya: «Su voz rota, triste y amarga levantó a todo un pueblo en épocas oscuras en las que resultaba difícil, incluso, alzar la cabeza. De pocos hombres puede decirse lo que no es aventurado decir de José Antonio Labordeta: que él solo reinventó un pueblo, que unas estrofas suyas reinventaron Aragón».

Fruto de esta conciencia por el terruño y sus gentes nació la vocación política de Labordeta. Le conocí en el Congreso cuando era diputado por la Chunta Aragonesista y yo iba a hacer una entrevista. Salía de una comisión como casi siempre, sin corbata y con cara de no entender por qué allí todo era tan alambicado. Parece que nunca terminó de cogerle el aire al Congreso. Es posible: ese ambiente de zancadilla no es el adecuado para los espíritus libres. Acaso por ello sobresalió en la política. Porque nunca fue un político al uso. Nunca abandonó sus ideales y su posición coherente, pero lo suyo no era el sectarismo. Todos le observaron siempre como un diputado dispuesto a entenderse con quien fuera… con tal de que el AVE llegara a Aragón o que el trasvase del Ebro se fuera a hacer puñetas. Creo que sólo le escuché hablar con desdén de una persona: de Aznar, y no porque estuviera en las antípodas de su pensamiento, sino porque el ex presidente, además de despreciarle en los turnos de palabra, no tenía la decencia ni de saludarle por los pasillos del hemiciclo. Le veía como un tipo raro, hosco, huraño. Alguien que no saluda al adversario es alguien que no es de fiar. Por eso Labordeta nunca se fió de aquel bigotudo dirigente.

Quizá lo más sorprendente de Labordeta es que hizo de todo y todo lo hizo bien. Mantuvo hasta el final un hondo compromiso ético y no necesitó alharacas para decir lo que pensaba. Por eso se permitió mandar a la mierda a algunos colegas de escaño embravecidos y por eso convirtió un programa de viajes en una muestra unamuniana de la España rural. Los pueblos de Guadalajara se pueden ver reconocidos en la serie ‘Un país en la mochila’: los paisanos con boina calada, los paisajes agrestes, los almuerzos a base pan y tocino. Labordeta recorrió de punta a punta las sendas del Señorío, sobre todo el Alto Tajo. Y la conversación que mantuvo, si no recuerdo mal, con el historiador molinés Juan Carlos Esteban, durante uno de los capítulos de aquella serie de La 2, debería ser de obligada escucha en los colegios de la Tierra de Molina. Labordeta conoció bien las tierras de Guadalajara, a las que se acercó para andar, descansar, cantar o presentar algún libro. El padre de su mujer, Juana de Grandes, era de Sigüenza, y allí todavía conserva casa su hija mayor. José Antonio Alonso, nuestro cantautor serrano, le ha dedicado una sentidas líneas: «Te has marchado en septiembre y tus canciones, tus palabras, tus versos, tu ejemplo son ya el fruto maduro que nos sirvió de sustento».

Cualquier país, y más en estos tiempos atribulados, necesita personas como Labordeta. Por su humanidad, por su ternura. Por su insistencia en tener siempre los pies en el suelo. Él mismo dijo que los aragoneses son como su propia tierra: duros como las rocas y suaves como la arcilla. Puede que así fuera también aquel cantautor que luchó por una tierra que ponga libertad.

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