Los topos

Manuel Leguineche y Jesús Torbado

Argos Vergara, 1978

 

 

Uno de los libros más conocidos de Manu Leguineche, Los topos, escrito junto al periodista Jesús Torbado, profundiza en la historia de aquellos que tuvieron que esconderse en la España de la posguerra para pasar desapercibidos. El volumen incluye dos testimonios de Guadalajara. El capítulo 8 aborda el relato de Andrés Ruiz, el topo de Armuña de Tajuña y el capítulo 17 el de Manuel Corral Ortiz, el “topo azul” de Loranca de Tajuña. Ambos textos se reproducen a continuación.

 

 

 

8. El mudo

 

Andrés Ruiz (Armuña de Tajuña, Guadalajara)

20 años oculto

 

Es un paisaje de campos de girasoles, de trigales, con las espigas engavilladas y una línea verde de álamos y chopos que sigue al río Tajuña y rompe la aridez de los montes pelados por la erosión.

 

Es domingo al mediodía y mientras la campana de la iglesia, sobre la ladera de Armuña de Tajuña, llama a misa, en los dos bares del pueblo se sirven cervezas y algunos parroquianos juegan al dominó. El pueblo está muerto, semiabandonado, quedan veinte, treinta vecinos. Según se llega por la carretera desde Alcalá de Henares, ya dentro del pueblo alcarreño, la iglesia queda a la izquierda y nos muestra la lápida sobre una cruz con trece nombres de los caídos "por Dios y por España" encabezados por el párroco don Constantino Sánchez Sánchez. Los caídos de la República no tienen lápida pero fueron una treintena, nadie en el pueblo lo recuerda ahora con exactitud. Por las bajas de uno y otro bando el pueblo quedó sin pulso, desangrado y un halo de tristeza flota, más de cuarenta años después, sobre las casas de piedra, el suelo de mampuesto y las calles vacías.

Frente a la lápida de los caídos, al otro lado de la carretera, alguien ha pintado con almagre sobre la puerta metálica deuna bodega esta frase en inglés: "The gates of delirium" ("Las puertas del delirio").

 

Unos metros más abajo, en una calle sin nombre, sobre la ladera, en una casa chata, recién pintada de cal, de dos plantas y apretadas habitaciones vive el matrimonio formado por Andrés Ruiz y Micaela Flores, de setenta y dos años los dos.

Andrés está sentado en el estrecho corredor. Tiene ojos de pajarillo asustado, está prácticamente mudo, no alcanza a emitir sonidos, apenas siseos; sus piernas son muy débiles. Es un hombre hace tiempo acabado, acabado antes de que saliera en mayo de 1965 de su topera, donde vivió veinte años como un vegetal, destruido por la malnutrición, por la humedad, por el anquilosamiento y la melancolía. Los médicos que le examinaron la garganta no hallaron ninguna lesión, ninguna enfermedad, simplemente que al topo alcarreño por hablar bajito durante tantos años se le habían atrofiado las cuerdas vocales.

 

Micaela, por el contrario, es una mujer robusta, muy viva, de gran fortaleza física y moral que empieza a pagar en su cuerpo las miserias, privaciones y sufrimientos de tantos años.

Padece del riñón, de la vesícula, del reúma. "Los médicos" nos dice con una voz quejumbrosa, "no han dado con lo que tengo, a pesar de todos los análisis y la pruebas de rayos. Es posible que dentro de unos días me ingresen. Hemos pasado mucho, mucho".

 

Micaela, enferma del alma y del cuerpo, se niega a recordar el pasado y cuando lo intenta los sollozos la interrumpen. Como si estuvieran sincronizadas sus respuestas emocionales, los dos esposos lloran a un tiempo. Su hijo Andrés, su mujer y los nietos, que han llegado de Meco, donde viven, asisten a la escena con los ojos bajos, en silencio. Andrés Ruiz Flores nació en plena guerra, en 1937, y desde su nacimiento fue víctima y testigo de la desgracia familiar.

Andrés Ruiz Flores

 

Cuando padre se fugó del campo de trabajo y vino a esconderse a casa, la Guardia Civil entró al cabo de un año para registrarla. Llegaron a ponerle la linterna en las costillas pero de puro milagro no le vieron. Padre estaba bajo el tejado, en la cámara, donde la casa va a morir casi a cero, en el último hueco donde no queda ya más espacio. Padre se había ocultado allí, reducido, pegado, encogido, tan arrugadito que debieron creer que se trataba de una viga, un artesón, un material que formaba parte del sotabanco y se marcharon. Pero volverían a desparramarse en torno a la casa día y noche, de noche con sus linternas alumbradas para darle caza por si entraba. Yo, que tenía entonces seis o siete añitos, me levantaba de madrugada, miraba instintivamente por la ventana de mi cuarto y allí estaban los guardias, envueltos en sus capotes, para comprobar las salidas y entradas de la casa a lo largo de la noche. Y padre escondido en la buhardilla o en la bodega, quieto, paralizado; sólo nos hablaba con susurros, de manera que cuando salió al aire libre en 1965 se le habla olvidado emitir sonidos, la garganta no le respondía. También es verdad que pudo haber salido antes, pero estaba tan ambientado a vivir así que le costaba trabajo de salir; se puso a pensarlo y pensarlo y estuvo así hasta que le arreglaron los papeles, pero mientras le arreglaban la documentación le tuvieron tres meses en la cárcel.

 

Este pueblo tuvo siempre fama de rudo. Familiares, incluso hermanos, se liaban a tiros por las ideas, por las envidias o las venganzas, se querían muy mal y se mataban entre sí. Yo recuerdo que me contaron cómo un hermano le saltó un ojo a otro de un disparo desde una ventana. Se tenían ya mala ley unos a otros y la guerra sirvió para ventilar los odios a base de bala y perdigón. Unos tenían que ser de derechas y otros de izquierdas, pero padre no había hecho nada, lo que se dice nada, lo subieron a un camión como a un borrego y apareció en el frente con los rojos, porque Guadalajara fue zona roja.

Si le dijeron que era rojo, rojo tuvo que ser. A media guerra selo llevaron: o moría en el frente o lo mataban aquí. Y al terminar la guerra, después de haber luchado en Madrid, Valencia y Cartagena, era un "rojo peligroso".

 

Este de Armuña será uno de los pueblos donde más gen-te ejecutaron después de la guerra, aunque falangistas, lo que se dice falangistas, sólo había uno. En Guadalajara hubo pueblos más sangrientos que otros, éste era uno de ellos.

 

Por lo que tengo oído, padre vivió su calvario después de la guerra en los campos de concentración y de trabajo, en una media docena de ellos, en León, Asturias, Madrid, Guadalajara, hasta que en un juicio celebrado aquí en la capital le condenaron a muerte. Estuvo diez meses condenado a muerte, hasta que le conmutaron esta pena por la de prisión mayor. Pasó varios años en la cárcel de Guadalajara, mejora-ron las condiciones de vida, mejoró también la alimentación y el trato que recibía hasta que lo trasladaron a un destacamento penal en el campo de Pálmaces de Jadraque, junto al embalse, para redimir la pena de treinta años y un día por medio del trabajo. Le redimían seis días de pena por cada uno de trabajo.

 

De Pálmaces pasó voluntariamente a Valdemanco de la Sierra, junto a La Cabrera, para trabajar en el mismo régimen en la línea férrea de Madrid a Burgos. Madre acudía a visitarle y le llevaba algunas cosejas de lo poco que teníamos. Así hasta que lo mismo que otros penados, padre decidió fugarse al provecho de la escasa vigilancia que tenían en aquel campo.

Se llegó a pie hasta aquí, alimentándose de lo que hallaba por el camino y con cuidado de que no lo apercibieran. Escapó de noche y llegó de noche. Debió de ser por la primavera de 1945.

Bajaba yo casualmente a la cocina cuando vi a un hombre des-conocido que entraba en ese momento. No esperábamos a nadie. Del susto salí arreando hacia arriba para refugiarme en las faldas de la abuelilla; mi madre no estaba. "Ven aquí, hijo, ven aquí": subía el hombre desconocido por las escaleras. Me-nudo cisco llevaba yo para arriba. Mi abuela lo reconoció yme tranquilizó: "Es tu padre". Como un año después comen-zó el cerco de nuestra casa por parte de la Guardia Civil.

 

Micaela

 

Me tuvieron nueve meses encerrada en la cárcel de Pastrana, tirada sobre un suelo como éste, de puro cemento, rodeada de otras mujeres como yo, mujeres de soldados "rojos".

Recibíamos una lata redonda de patatas guisadas y medio panecillo para dos personas durante veinticuatro horas y una frasca de agua. Todas esperábamos que nos juzgaran pero a mí se me iba el pensamiento tras de Andrés y de nuestros hijos, que había dejado repartidos con sus tíos. Sólo el mayorcejo quedó en esta casa con los abuelos.

 

Sabía de Andrés por las cartas que me escribía desde su cárcel a la mía, cartas a las que no pude contestar porque no me llegaba ni para el franqueo. Yo me cansaba de preguntar a los guardianes: "¿Por qué me han encarcelado?". "Porque su marido es rojo", me respondían. "¿Cuándo me sacarán de aquí para que pueda ver a mis hijos?". Y se alzaban de hombros.

 

Nos obligaban a desfilar por el patio de la cárcel y por las calles de Pastrana y cantar el Cara al sol. A algunas las pelaban al cero y luego las tomaban declaración, o las juzgaban y condenaban. A mí no me tomaron declaración. A los nueve meses llegó el guardián a la celda y dijo: "Micaela Flores, coja usted la ropa y se vaya usted a casa". No podía creerlo. Cogí el hatillo y camina que te camina llegué hasta Armuña. Andresito fue el primero en verme, pero echó a correr: no me reconocía. Luego recuperé a nuestros otros dos hijos y empecé a luchar para criarlos y alimentarlos. En Auxilio Social daban tres duros al mes por cada niño pero a mí no me entregaban más que tres duros por mis tres hijos. Alguien me sugirió: "Micaela, tienes derecho a cobrar nueve, protesta". Porque protesté me advirtió el jefe de Falange de aquí: "Como vayas a dar queja de lo mínimo, va a ser peor para ti; vas a volver a donde has estado, o sea que chitón, a callar". Ya pueden imaginarse quién se quedaba con los otros seis duros que me correspondían.

 

El jefe de Falange organizaba manifestaciones en el pueblo contra los "rojos". A las mujeres de los republicanos las cortaban el pelo al cero y a su paso la gente cantaba: "Pelona, sin pelo...". Incluso algunos que tenían familiares en la cárcel salían a la calle para gritar: "Mueran los rojos".

 

Yo trabajaba como una mula. En el pueblo, por causa de Andrés, no me daban ocupación y hube de buscarla en Aranzueque. Me abonaban tres pesetas y medio pan por espigar y por el arranque de legumbres, almortas, lentejas, garbanzos.

Hacía las matanzas del que me llamaba. Además, iba de pueblo en pueblo, mercaba una gallina en un pueblo y la vendía en otro. La Guardia Civil seguía todos mis pasos. Por la noche, con el cuerpo baldado, me iba a echar la hiel, a ganar el real; asistía a una familia, fregaba y subía el agua desde la plaza. Al volver a casa para dormir unas pocas horas me encontraba a Andrés receloso, asustadito en su rincón de la buhardilla, llorando, impotente ante aquella adversidad. Sólo después que echaba el candado a la puerta nos sentíamos relativamente aliviados, podíamos cenar en familia y hablar quedo o no hablar, pero sí estar juntos.

 

Andrés Ruiz Flores

 

Yo era zagalejo y cuando llegaba a mi casa desde el campo me encontraba siempre con la misma consigna, miles de veces repetida al oído: "A callar", "a callar", "silencio, hijo".

Esa tensión se nota. Estábamos siempre huyendo de traer amistades a casa. En estos pueblos las reuniones entre amigos en las casas son frecuentes, sobre todo en ferias y fiestas. Yo iba a casa de todos pero ninguno podía venir a la mía, para ello me inventaba disculpas. Así ocurrió durante veinte años.

Mi hermana se puso de novia con un muchacho que no pudo conocer a nuestro padre, ni saber de su cuestión hasta muy poco antes de casarse y ello con todo el tiento posible. Ni siquiera el banquete de bodas pudo celebrarse en la casa.

 

Al principio trabajé como pastorcillo por el sustento, luego me dieron una cincuenta al día. Hoy les cuento a mis hijos del hambre que pasé, el mayor tiene la misma edad que yo entonces, y no se lo creen. La abuela me preparaba por la mañana la comida del día, a los pocos minutos me la había zampado y luego me pasaba el resto buscando membrillos a la orilla del río o me subía a los cerezos. A veces el dueño me sacudía, lo mismo que la Guardia Civil, sobre todo en una ocasión en que culparon al pastor con el que yo iba de haber incendiado una tina; nos pegaron a los dos y a él le llenaron el cuerpo de verdugones con la misma vara que llevaba para mandar el rebaño.

 

Había cumplido seis años cuando entré de zagal. Por la mañana me daban un poco de café negro. Dormía en un saco de paja al lado de la lumbre. Salía muy temprano a los pastizales con una manteja y al volver al mediodía al aprisco me ponían unas almortas cocidas sin grasa, sin pan y sin nada que las acompañara. Y cuando iba por el campo y apacentaba el ganado miraba de recoger algunas almortas y me las echaba al zurrón. Si llegaba y la manta estaba mojada por la lluvia me cubría con la manta seca, pero a veces estaban húmedas las dos. Así me ocurrió que al pasar el invierno y llegar la primavera sufrí un fuerte ataque de reuma. Tenía ya siete años y mi madre se veía obligada a bajarme de la cama, vestirme y ayudarme a subir el risco. La verdad es que he pasado calamidades y gurruminas pero ninguna comparable a la situación de nuestro padre que nos hacía vivir encogidos, siempre al tanto de quién merodeaba por la casa para llevárselo al paredón.

Nuestra vida se montó sobre el disimulo, había que aparentar que nada sucedía, sonreír siempre ante los vecinos y dar a todo un aire de normalidad. Padre no podía salir de allí, no era cosa de llevarlo donde unos familiares, no podíamos comprometerles. Madre decía que el problema era sólo suyo, su obligación tener oculto a nuestro padre, era una carga que había que llevar sobre nuestras espaldas y sobre las de nadie más.

Así transcurrieron veinte años, hasta que un día un abogado de Madrid nos arregló los papeles. Padre salió una noche y sin que nadie reparara lo llevaron en un taxi hacia Guadalajara para firmar el atestado. Le cayeron tres meses de cárcel. A la vuelta de esos tres meses a nadie le quedaba humor para celebrar la liberación.

 

Un vecino del pueblo de Aranzueque

 

Andrés Ruiz no se metía con nadie. Todo su pecado debió de ser que votó por las izquierdas, por el Frente Popular y que lo llevaron en un camión a la guerra. Era muy tímido y desde luego no tenía instintos criminales, y en lugar de enfrentarse a la autoridad y decir al cabo de algunos años o entonces mismo: "Aquí estoy yo, ¿qué pasa?", prefirió enfoscarse. Lo que pasa es que Armuña debió ser con Loranca uno de los pueblos peores de Guadalajara, donde más gente cayó antes y después de la guerra, pero sobre todo después.

 

En Aranzueque, a tres kilómetros de Armuña, no sucedió nada y fue así porque las autoridades de aquí, el alcalde republicano, lograron sujetar la trómbola de hombres sin conocimientos que venían arreando gresca. Todos estos pueblos a nuestro alrededor tienen historias truculentas y no por los combates, que no nos envolvieron, porque el frente se cerró en Brihuega a unos cincuenta kilómetros de aquí. Antes, en el momento que decías "éste no piensa como yo", le juzgabas como enemigo. Hoy hay más cultura, el pensamiento es libre y no creo yo que la historia volviera a repetirse, pero el pobre

Andrés Ruiz perdió veinte años de su vida y amargó su existencia y la de su familia.

 

 

 

 

 

 

 

17. El topo azul

 

Manuel Corral Ortiz (Loranca, Guadalajara)

1 año y varios meses oculto

 

Los milicianos nos ataron las manos atrás con una pita y nos sentaron todo alrededor de la caja del camión Ford. Éramos dieciocho y nos llevaban a fusilar al término de Corpa. Era ya noche cerrada. Mi primer pensamiento, mientras el conductor movía la llave de contacto, fue saltar en marcha.

 

Entre los dieciocho, todos de Loranca, iba mi hermano, con el que no pude cambiar impresiones para intentar la fuga.

Los tenía encima de la nariz, a los milicianos. Con quien sí pude hablar, entre dientes, fue con mi primo que iba también en el camión de los condenados, a mi lado.

 

¡Leche! Ni que nos hubieran oído. Subieron de nuevo al camión, poco antes de que arrancara y nos ataron con otra cuerda de uno a otro, tan tensa que no nos permitía juntar las espaldas y así tratar de desgastar las pitas contra las bandas metálicas del

Ford. Sin embargo, ini primo y yo hicimos varios intentos para desengancharnos y luego esperar a que él corriera hacia Corpa y tirarnos en marcha. No nos dio tiempo, el camión tardó aproximadamente media hora en cubrir los 17 kilómetros hasta el paredón. Cada vez que mi primo y yo intentábamos darnos la espalda para desatarnos el uno al otro, mi hermano nos interrumpía con un susurro: "Estaos quietos, que me hacéis daño".

Dos milicianos viajaban en la parte posterior del vehículo, de espaldas a la cabina, armados con dos pistolones. De no haber sido por eso, por su atención a todos nuestros movimientos, le hubiéramos dicho a mi hermano, "Déjate, hombre, que haber si nos podemos desatar las manos y saltar a la cuneta".

 

En esas cábalas llegamos a nuestro punto de destino. El pelotón estaba ya formado y el faro pirata de un coche iluminaba parcialmente el lugar.

 

En Loranca, nuestro pueblo, los de izquierdas nos tenían un miedo cerval a los que ellos sospechaban que pertenecíamos a Falange, de manera que cuando llegó el momento se fraguaron para hacer de jueces. Pero nuestro pueblo estaba muy unido, por encima de las ideas, hasta que unos cuantos, que no eran de allí, lo encizañaron con la lucha de clases.

 

Yo tenía un criado y una yunteja de mulas. El criado iba conmigo a todos lados y alternábamos en el pueblo los días de fiesta, hasta que le prohibieron que jugara conmigo a la pelo ta. Se sacaron de la manga crímenes y pecados que no habíamos cometido. Al primero que echaron fue al cura, después al médico y al peluquero. Luego ya no se conformaron con haberlos desalojado de Loranca, quisieron acabar con ellos, pero era tarde.

 

Como el pueblo estaba unido y cada uno confiaba en su vecino, los cabecillas de la cNT y de la UGT que eran mayoría por aquí se inventaron una disculpa: afirmaron que tenían en su poder las listas de los que íbamos a matar cuando los nacionales ganaran la guerra, listas firmadas por nosotros.

 

Yo tenía amigos íntimos de la UGT, de mi quinta, de mi tiempo, que según los cabecillas figuraban en aquellas falsas listas y se preguntaban: "¿Pero es posible que Manolo haya firmado mi condena a muerte, que haya sido capaz de poner su firma en una atrocidad de esas?". Las listas fueron una añagaza para que el pueblo no se resistiera cuando nos llevaran al paredón. Algunos sabían que era una trampa pero se limitaron a pensar privadamente, "Manolo Corral no es capaz de hacernos eso". Luego no tomaron parte en la ejecución, se limitaron a callar. Pudieron muy bien haber dado la cara, "eso no se hace en este pueblo, donde no hay terratenientes y somos todos trabajadores y amigos", pero no se atrevieron.

 

Aquí hubo un individuo, agente de seguros, el marido de la hija del maestro, un tal Guillén, que se dedicó ya en la otra guerra mundial, en la primera, a reclutar gente. Era un ser misterioso y callado que se encargó de dirigirles la orquesta.

Nadie supo de dónde vino ni a qué partido pertenecía. Entre éste y el que se hizo alcalde y presidente de la Casa del Pueblo, un individuo de malos antecedentes que había estado en la cárcel tres o cuatro veces, una de ellas por robar a un obrero unos cuartos en la feria de Alcalá de Henares, arruinaron la concordia y la paz de nuestro pueblo. Guadalajara quedó en zona roja y ellos dos, el uno como cerebro y el otro como hombre de paja, propagaron el infundio de las listas y con ese motivo nos enviaron directamente al pelotón de fusilamiento aquella noche de un día de septiembre de 1936.

 

Al llegar a Corpa nos apearon para librarnos de la cuerda que nos tenía trabados. Primero bajaron a cuatro de los nuestros, los más jóvenes, estudiantes, que ellos consideraban como más responsables, los llevaron a rastras, a culadillas, y nada más caer de la caja del camión, los empujaron hasta la cuneta y los fusilaron a tenazón, a la luz del faro pirata.

 

Fue cuestión de segundos. Mientras sonaban las detonaciones mi primo y yo logramos desatarnos en el mismo suelo.

Nuestra atadura no consistía ya más que en una pita con dos puntas, de esos haces de pitas que usan en las máquinas segadoras, un nudo y una lazada con dos puntas. En cuanto atinabas a tirar de la que hacía salir la lazada ya andabas libre. Lo-gramos desatarnos al juntar las cuatro manos mientras les daban los tiros de gracia.

 

Este primo mío, que tenía veintitrés años, era grandón y decidido, dijo, "vamos a tirarnos a ellos, a tirarnos a los fusiles". Mi hermano era mayor que yo, tenía treinta y dos años, una mujer y cuatro hijos, dos chicos y dos chicas. Uno de los hijos, el más pequeño, es ahora alcalde de Loranca.

Cuando sintió que nos desatábamos y vio que intentaba destrabarle, mi hermano protestó, "estáte quieto, Manolo, a ver si va a ser peor".

 

Muchacho, ¿pues qué esperas? -le grité-. Ahora o nunca.

 

Todo fue muy rápido. Tiraron de nosotros hacia la cuneta de la carretera. Yo veía a los que formaban el pelotón, cinco o seis armados de fusiles, miembros del radio comunista del barrio de Ventas en Madrid, pero unos metros detrás, en segunda fila, esperaban unos cuarenta o cincuenta paisanos con escopetas. Mientras nos descendían a la cuneta nos daban confianza:

 

A vosotros, si cantáis, no se os mata.

 

Nos situaron en un carril de carros que venía hacia Pe-zuela. Yo estudié aquellos metros de terreno y sin pensarlo más salí arreando. También mi hermano lo hizo. A pesar de estar atado, echó a correr pero lo enfocaron con el faro y recibió varios tiros, le rompieron una pierna y quedó tendido sobre la tierra.

 

Era la una de la mañana del 25 de septiembre de 1936.

Mientras yo corría, como nunca he corrido, escuchaba los gritos y las blasfemias de los milicianos, "que se nos va, que se nos va". Comenzaron a disparar. Iba envuelto en balas. La luna me iluminaba hasta la altura de los hombros y lanzado como iba a aquella velocidad se me ocurrió discurrir "si corro agachado no me verán". En efecto, pero alumbraron el faro pirata y lo movieron sobre el eje para buscarme. Entonces fue cuando me tiré de cabeza a una zanja de esas que hacen de vertedera, un surco hondo. El haz de luz pasó sobre mí, pero a la distancia que estaba ya no podían verme. Tumbado en la zanja me palpé la cabeza, sangraba, "mecagüen diez, pero si voy herido". Por fortuna herido muy leve, la bala sólo me rasgó ligeramente la piel del cuero cabelludo. Si alzo unos centímetros más la cabeza, me levantan la tapa de los sesos.

 

A mi hermano lo remató uno de mi quinta, que era soltero. Malherido en el suelo mi hermano le preguntó: "Pero, ¿vas a tener el valor de matarme? Recuerda que tengo cuatro hijos".

 

-Tú vas al montón como los demás -respondió antes de dispararle el tiro de gracia.

 

Así me lo confirmó aquel hombre después de la guerra, en la Dirección General de Seguridad de Madrid, adonde se lo llevaron detenido. Me llamaron para identificarlo, tenía cara de criminal y lo confesó todo con pelos y señales, con toda la sangre fría de que un hombre es capaz. Lo condenaron a muerte y lo ajusticiaron. Era uno de los que al producirse el 18 de julio se presentaron en Guadalajara para reclutar matones y nadie les hizo caso. Es más, hubo alguien que les echó en cara, "pero si ese pueblo no es rico, si no hay explotadores del campesino". En Madrid dieron por fin con seis voluntarios y se los trajeron para Loranca en dos coches para hacer el trabajo.

 

Yo llevaba estiércol en una galera hacia la ermita en las afueras del pueblo cuando los coches aparecieron por la era.

Me encerré en mi casa. Al rato vino la parienta de un primo mío y sonó a la puerta. Pum, pum. Abrió mi hermana y me dice entrecortadamente:

 

-Han detenido a tus primos, Manuel.

 

Poco después pasaron a por mí y me llevaron al Ayunta-miento. Allí estaban ya los otros diecisiete. Nos pegaron duro.

Fui el último detenido y el único que saldría con vida.

 

También a mi primo lo mataron en su intento de fuga a ocho o diez metros de la cuneta. Nos salvamos tan sólo dos y el otro por pocas horas. A los demás les faltó determinación.

 

Nuestro pueblo era de derechas. Aquí en las elecciones todos votaban en masa a las derechas. Venían los agentes de Romanones prometiendo el oro y el moro y se votaba a Romanones. El 18 de julio casi nadie había oído hablar de Falange, ni de José Antonio Primo de Rivera, ni de Franco, ni de Mola, ni de Queipo de Llano. Estalló la guerra y no sabíamos lo que era, qué significaba y lo que se ventilaba. En otros pueblos, como Mondéjar, debían estar algo más organizados porque se pasaron a los nacionales cuando éstos llegaron a Guadalajara. En cuanto a nosotros, alguien nos prometió armas, pero no llegaron a traerlas nunca.

 

Cuando la luz del faro pirata dejó de pasar sobre mí me levanté del fondo del surco. En el impulso de arrancada, en la cuneta, había perdido las sandalias que llevaba. Descalzo, eché de nuevo a correr hacia un monte próximo a mi pueblo.

Logré orientarme a pesar de que estaba atronado por los golpes que me propinaron en el Ayuntamiento al ser detenido. Golpes en los oídos, en la espalda, en el costado.

 

Poco antes, patronos y obreros nos habíamos reunido, en junta, para discutir el convenio de la siega, que se hacía aquí a destajo. Acudieron a Guadalajara dos comisiones formadas por dos patronos y dos obreros para conocer las condiciones del convenio en el marco provincial. La fanega en el marco provincial se pagaba a catorce pesetas y aquí, la media fanega, que era nuestra medida, a once pesetas, de modo que en Loranca se pagaba el doble, veintidós, cuando catorce o dieciséis era lo reglamentado. Cuando la comisión mixta llegó al pueblo se organizó una merienda para celebrarlo y el acto se desarrolló en medio de una gran armonía.

 

Cuando al ser detenido en el Ayuntamiento los milicianos me preguntaron en concepto de qué había formado parte de esa junta y al responder yo que en concepto de patrón me cayó la primera rociada de golpes. ¿Qué aspecto tendría yo de señorito, con la piel curtida y las manos callosas para que tuvieran que preguntarme en concepto de qué? Ese verano del 36 a nosotros nos tocó trabajar más que a nuestros obreros a los que obligaban a hacer guardias con sus mosquetones. Aquí la gente era amigable y no había lucha de clases. Luego a mi criado y a otros los hicieron ir con la escopeta allí donde fusilaban, y los incitaron a disparar contra los muertos. En mi huida, la segunda línea de tiradores formada por unas cincuenta escopetas no entró en acción, si lo hacen me horadan como un colador. Y fue por eso mismo, no tenía enemigos.

 

Se ha dicho de mí que después de escapar permanecí dos años escondido dentro de una tinaja. La verdad es que estuve escondido en una tinaja, dentro de una chimenea cegada por la base, en un hoyo practicado en la cuadra, al fondo del pajar... Mi historia es más emocionante que lo que cuentan.

Venía campo a través cuando vi alguna luz en Pezuela de las Torres. Me guiaba por la carretera y al rato los camiones me adelantaron, ya de vuelta, con la intención de formar grupos y salir en mi busca. Me desvié como a un kilómetro de la carretera. Me zumbaban los oídos y me sentía desorientado.

Sólo me topaba con barrancas y precipicios hasta que vi un coche con las luces puestas sobre el camino y me dije, "ya me están esperando en el cruce".

 

Decidí no hacer lo que ellos pensaban que haría, huí de los caminos como de la peste y ya al llegar a una morra caí rendido, agotado y me prendió el sueño instantáneamente.

 

Abrí los ojos con las primeras luces del amanecer. Ahora sí lo veía todo claro, me encontraba en el monte, frente por frente a la casa de Pombo, en el Robledal. Lo primero que hice fue preparar una vara en forma de escopeta, me la eché al brazo y seguí monte arriba, si alguien me divisaba de lejos po-dría pensar que era un cazador. Contorneé el barranco hasta llegar al convento derruido que fue de los jesuitas y que lo abandonaron cuando la desamortización de Mendizábal. Los milicianos habían ya controlado el monte para dar caza al otro fugitivo, al que dieron muerte en el monte de la Alcarria. Al escapar del fusilamiento corrió a refugiarse en casa de unos familiares. "No te podemos guardar, pero te escondes en el monte y ya te subiremos comida", le respondieron. Pero fue delatado por los propios parientes.

Subía por el barranco hacia el convento de los jesuitas, con mi vara al brazo cuando de pronto escucho un tiro. "Leche, digo, éstos vienen a celebrar la fiesta aquí, hay que jugársela". La verdad es que me había quedado con pocas ganas de dejarme coger. Tan pocas que era capaz de lanzarme al cuello de cualquiera, morderle en la cara antes de dejarme coger. Escondido en un arbusto vi que era un cazador que había disparado a una perdiz, y venía derecho a cincuenta metros hacia mí, a darse conmigo de cara. "Manolo, me dije, no te pongas nervioso, si viene y te ve, bien, y si no , bendito sea Dios".

Pasó de largo a unos dedos de la mata. "verás cómo el perro, que viene detrás, te olfatea y rompe a ladrar". Tampoco el perro reparó en mí.

 

El último trecho hasta el convento lo cubrí sin más complicaciones. Busqué el rincón más abrigado entre las ruinas.

Un par de horas más tarde comencé a sentir sed y hambre.

Para mayor seguridad era preferible esperar a la noche. Descalzo como estaba bajé hacia las huertas y me hice con unos tomates, blandos, pasados, en septiembre ya sólo quedaba el despojo. Tenía los pies arañados, heridos, las plantas magulladas. Subí unas matas para tenderme sobre ellas y lo trasladé todo a un lugar más seguro, a la bodega, para no pasar la noche al sereno. Me palpé los bolsillos de la chaqueta, en uno de ellos llevaba aceitunas secas del año anterior, y me las comí y mastiqué los huesos hasta que quedaron suaves como semilla de calabaza.

 

Así me dio la segunda noche. No sabía yo entonces que amigos míos, de los rojos, habían salido en mi ayuda. Se corrió la versión de que iba herido, de que habían visto huellas de mi sangre sobre los surcos. Mis amigos, Juanito y Jesús, es-tuvieron a punto de venir al convento a mirar. Si vienen, queriéndome hacer un favor me joden por la mitad.

 

El tercer día nada más oscurecer bajé volando, para sentir menos los pinchazos en los pies, por los olivares, hasta un huerto mío. Hice un breve alto y crucé el camino detrás de las escuelas hasta que me deslicé en casa de un hermano mío. Por suerte no me vio la gente que venía del campo. Me metí en el corral, salté por el pajar y por el boquerón de la pajera, caí en la cuadra. Cuál sería mi sorpresa cuando comprobé que a esa hora no había nadie en casa de mi hermano, ni siquiera habían echado de comer a las mulas. Digo, "a éste se lo han llevado también".

 

Forcé la puertecilla de un pasillo que conducía a la cocina y encontré medio pan; en pocos minutos lo había devorado.

Esa noche no vi a nadie por la casa. Al día siguiente por la mañana me preparé una estaca de una herramienta, una estaca tan gruesa como mi brazo. Si viene un tío de esos no la cuenta. Tenía puestos todos los instintos de matar, todos los instintos de la conservación... Pensé que a mi hermano se lo habían llevado y se habían repartido sus yuntas y sus aperos.

En esta escuché un ruido en la puerta, me situé en un rincón de la cuadra con la garrota levantada. Era mi hermano, solo.

Lo conocí en la zancada, en los pasos. Venía a sacar paja y le hice, "sschhhh, Honorato, silencio".

 

-Coño, Manolo, qué susto.

 

-Ya ves, Honorato, me he librado por los mismísimos pelos.

 

-Dicen que vas por ahí dejando regueros de sangre...

 

Y me dio un abrazo. Subí al pajar. En septiembre los pajares están a rebosar y llegan hasta las tejas. La hermana con la que yo vivía me preparaba la comida y Honorato me la subía sin que su propia mujer lo supiera. Durante el día dormía sobre el pajar. A los cuatro días se ponen a registrar en la casa de al lado. Buscaban al médico, que según rumores había regresado al pueblo. Mi hermano se echó a temblar como una hoja al viento. Su mujer lo advirtió al instante.

 

-¿Qué te pasa Honorato? Te has quedado pálido...

-Si es que está aquí Manolo, mujer.

 

Pensé que lo mejor sería ahuecar de allí y llegarme a Pastrana donde un tío mío. Mi cuñada, que era de izquierdas, muy buena gente, preparó el plan de salida.

-De doce a doce y media de la noche los centinelas pasan por aquí para ir a dormir, y ya a partir de esa hora no hay más guardia ni más nada, yo te aviso y arreas hacia Pastrana.

 

Así lo hicimos, y yo, pies para qué os quiero, tomé hacia Pastrana por detrás de la casa que daba a las huertas.

 

Fueron tres horas y media de marcha, a través del campo, con cuidado de evitar los caminos, salvo un trozo en que resultaba inevitable cruzar la carretera. Justo allí me encuentro con cuarenta o cincuenta individuos armados de escopetas y palos. Yo iba desgreñado, sin afeitar, con barba muy cerrada pero lo que es peor, sin salvoconducto.

 

-Salud, camarada.

-Salud.

 

-¿De dónde vienes, camarada?

-De Loranca.

 

-Pues en Loranca han matado a dieciocho fascistas...

Reaccioné en aquellas circunstancias de manera muy rara.

-No han matado a dieciocho fascistas, han matado a dieciocho hombres, mejor dicho a dieciséis porque dos escaparon del pelotón.

 

Menos mal que corregí a tiempo.

 

-Lo malo es que los demás estamos sufriendo las consecuencias.

 

-Anda. ¿Y por qué? .

Me curé en salud.

-Porque ahora no dan salvoconductos a nadie.

 

-Pues es muy peligroso circular ahora sin documentos.

-Ya lo sé, pero yo soy sobrino del señor Enrique.

Enrique era el jefe de la Casa del Pueblo de Pastrana y ya no hubo pega.

 

Une a salir a la plaza de Pastrana y ya después a la calle Mayor donde mi tío tenía una sastrería. Al ir a meterme en su casa pasaba un hombre con un mono y una pistolita al cinto charlando con otro. Y me miró. No es de extrañar porque, ya digo, con las barbas que llevaba... "Pues mire, esto me ha pasado", dije a mi tío. Me recibió con los brazos abiertos.

Lo primero que hice fue sacar la cédula personal. El recaudador era conocido y le digo, "a ver si me puedo documentar de una forma u otra". No hubo problemas. Avisaron al peluquero y vino a afeitarme a casa pues estaban atemorizados de mi aspecto. Tampoco Pastrana era un lugar seguro, quizá Madrid lo fuera. Un primo mío que era de Izquierda Republicana, pero que no reparó en ideas políticas al tratarse de la familia, me había ofrecido en una ocasión la ayuda de dos cuñados suyos que eran dueños de una imprenta en Madrid. La señora de mi primo fue la primera que el 1 de mayo salió a la calle al grito de

"¡Viva la República!". Más tarde, lo que son las cosas, los mismos de izquierdas mataron a mi primo y ella se volvió loca y murió en el manicomio. Envié un telegrama a mis primas, Remedios y Pilar, que tenían una tienda de ultramarinos en Madrid. "Que digáis a los hijos de la señora Julia que estoy en Pastrana y que si pueden hacer algo por mí, que vengan. Vuestro primo". Supieron que era yo. Conocían la noticia de que me había escapado con vida del fusilamiento. Pero los cuñados de mi primo, los hijos de la señora Julia, contestaron que nones, que ellos no hacían nada, estaban acobardados, la gente que era buena estaba cagada de miedo. Entonces Pilar habló a un amigo suyo policía.

 

-Si no le han cogido con el carné de Falange en el bolsillo, se ofreció, yo voy a por él a Pastrana y me lo traigo a salvo a Madrid.

 

Creyeron que yo estaba en la cárcel. Total que envió un telegrama al jefe de las milicias de Pastrana, precisamente el del mono y la pistolita al cinto que me había visto entrar en la sastrería. El telegrama del policía decía más o menos así: "Sírvase contestar si está Manuel Corral detenido que saldrá persona garante".

 

El jefe de milicias al recibir el telegrama pensó que Manuel Corral era el hombre que había visto entrar en casa del señor Enrique y se vino con el telegrama.

-Le he dado dinero para el viaje y se ha ido a Barcelona donde está mi chico -se excusó mi tío.

 

En fin, que a donde realmente me dirigí fue a mi pueblo, Loranca, el último sitio donde me buscarían. Di la vuelta a las laderas que rodean el pueblo. Me salieron los perros de la guardia y logré librarme de ellos tirado al suelo. Luego, a través del corral de un vecino, subí por la pared, descalzo, con las alpargatas en la cintura y salté hasta mi corral. Al día siguiente supe que en el corral de mi vecino estaban las mulas requisadas a los patronos, con los criados y los perros. No sé todavía cómo no me sintieron caer, ni como ningún perro soltó un ladrido.

 

Con la ayuda de mi hermana preparé enseguida varios escondrijos. Uno de ellos era la chimenea que estaba cegada, cortada por abajo y no llegaba al tejado. En el tramo final hice un agujero disimulado y entré en la chimenea, coloqué de parte a parte una cuerda y cuando había emergencia me sentaba sobre la cuerda haciendo columpio.

En la pared de la cuadra tenía un boquete tapado con un aparejo, con un serillo, para en caso de necesidad levantarlo y poder colarme de un sitio a otro. Pero mi escondite preferido era un hoyo en la cuadra con una trampilla y encima colgando del techo un saco de paja. Una vez metido en el hoyo, tiraba de una cuerda, se vaciaba sobre mí el saco y tapaba la trampilla. ¿Quién podía sospechar que bajo aquel montón de paja pudiera haber una trampilla y un hoyo? Un vecino que tenía yo a veces de criado me ayudó a cavar el hoyo. Aparte de mi hermana soltera fue el único que supo que yo estaba oculto en mi propia casa. Un día los rojos le encargaron que registrara la casa por si encontraba armas.

 

Este vecino, cuya mujer era muy vocinglera, fue el encargado de traerme todos los cuentos y chismes habidos y por haber sobre mi persona y sobre mi paradero. A mí me han visto según esos cuentos en media España. "Que han visto a Manolo Corral en el frente del Norte, que le han visto pasar en un camión de los que subieron a Brihuega a cortar la ofensiva de los italianos, etc.". Uno de aquí al que cogieron preso los nacionales y consiguió escapar afirmó que me había visto ocupando un cargo importante en zona nacional. Y me tenían metido en un hoyo a dos palmos de sus narices. Desde septiembre de 1936 hasta, más o menos, principios de 1938 estuve oculto en mi casa, hasta que vinieron a por mí en un coche para sacarme de allí. Esa noche había una niebla muy espesa.

Esperé metido en una alcantarilla hasta que vi unos faros y salí. Eran ellos, Juanito y Mariano. Juanito era sargento pagador del batallón de Cuenca y Mariano estaba en Transportes.

Tenían un cochecito en el que venían a ver a sus familiares y a cargar comida. Fue una vecina que ya supo que estaba allí escondido la que los llamó. "Tal día venimos por él, que esté preparado en el puente", le prometieron.

 

Me había afeitado la cabeza completamente. Tanto tiempo había pasado metido allí en la cuadra que llegué a hacer las cosas más inverosímiles para no aburrirme. Me tapé la cabeza con una manta y salimos en dirección a Cuenca.

 

Juanito me llevó provisionalmente a casa de su madre y sus hermanos. Me acuerdo que me acostaba con el hijo pequeño de diez u once años que era tan alto como yo. Dormía de cantero, en una turca, de estrecha que era no podíamos ponernos boca arriba.

 

Perdido algo del miedo comencé a hacer algunas salidas.

Juanito no se atrevió a llevarme a un pueblo desde el que pasaban a mucha gente a zona nacional. A pesar de todo, yo supe, en un mundo de gente temerosa, jiñada de miedo, aterrorizada, conservar los nervios fríos, congelados y tuve la suerte de cara.

 

Un pielero amigo mío me prestó un carrito y una mula e iba a por astillas a las fábricas de sierra. Luego trabajé en la construcción de un refugio. Me había quedado sin un real.

Las trescientas pesetas que saqué de casa se las había prestado una noche a Juanito, el sargento pagador, para jugar a las cartas. Las perdió y me dejó limpio.

En esas estábamos cuando llamaron a mi quinta, en pleno fregado de Teruel, donde murió tanta gente. Vivía por entonces de patrona en una posada donde paraban chóferes de camiones, guardias, oficiales. Pasaba por comprador de pieles, pero lo cierto es que estaba indocumentado. Para matar el rato de vez en cuando iba al cine. Una noche en el Salón Madrid de Cuenca estuvieron a punto de cogerme in fraganti.

Llegó la policía, dejaron abierta sólo una puerta e hicieron salir sólo a las señoras para pedir la documentación a los hombres. Yo me salvé otra vez, ahora por no entender bien lo que dijeron y como mi butaca estaba al lado de la única puerta abierta, sin darme cuenta, salí entre las señoras. En la calle me percaté de lo que pasaba. Había una hilera de coches de línea, se conoce que para meter allí a los sospechosos o a los indocumentados, que terminarían en la cárcel del seminario o en el campo de concentración más próximo.

 

No me presenté a la llamada de mi quinta. Disimuladamente, me colocaba frente a la Caja de reclutas de Cuenca y veía cómo se los llevaban al frente de Teruel, hacinados en camiones. Yo no estaba por el viaje porque todas las noches llegaban a mi posada un montón de tíos del frente de Teruel y el que no traía un dedo cortado, traía una mano helada y el que no unos dedos de los pies amputados por el frío. "Si vas, me decía, te mueres de una forma o de otra, o te pegan un tiro o te congelas".

 

Estaba claro que mi punto de destino ante la imposibilidad de pasarme era Madrid. Con unas perrejas que había ahorrado compré ropa, una maletilla y un saco de comida, garbanzos, patatas, tocino. No había transporte directo a Madrid, ni pagando. Tomé el tren hasta Tarancón, ya con más serenidad porque iba provisto de un carné falsificado de Izquierda Republicana. Si me daban el alto en algún control ya tenía a punto la respuesta:

 

voy a Madrid a presentarme como soldado, por mi quinta.

Pero no hubo nada, salvo el miedo que a pesar de la sangre fría llevas siempre dentro como una úlcera de estómago.

Tuve suerte en Tarancón. Nada más cruzar la vía del tren vi un camión al que se le acababa de caer la rueda de repuesto.

-Oye, camarada, que se te ha caído la rueda de repuesto

-le grité al chófer cuando arrancaba.

 

Paró. Iba solo.

 

-Hombre, muchas gracias. ¿Se te ofrece algo, camarada?

-¿Podrías llevarme a Madrid?, voy a incorporarme a la Caja de reclutas...

 

Me dejó a la misma puerta de la tienda de mis primas en Madrid que vivían en la calle San Vicente, 44, en la Corredera.

Me escondí durante un tiempo en su casa, hasta tener claras las ideas y decidir el próximo paso que iba a dar. ¿A quién recurrir? Tenía un amigo farmacéutico, dos o tres años más joven que yo, Felipe Fernández Fernández, el de las tres efes, que luego puso un laboratorio, el de las pastillas Koki, que se hizo inmensamente rico. Tenía entonces una farmacia en Don Ramón de la Cruz, 82. Conque ya cojo el metro y me voy a la

farmacia. El ayudante era un señor mayor, andaluz.

 

-Don Felipe, si hace el favor...

 

-Mire, no está, pero viene esta tarde, si quiere que le diga algo...

 

Dejé una nota. "Estoy en casa de mis primas. ¿Puedes hacer algo por mí? Te abraza. Manolo Corral". Felipe estaba de farmacéutico en el asilo de San Rafael que en guerra era el Hospital número 21. El a su vez me hizo llegar una tarjeta: "Coges un tranvía, el 7, que va a Fuencarral y le dices al cobrador que te avise en la parada del Hospital 21. Allí me tienes en la farmacia.

Tuyo. Felipe Fernández". Al día siguiente me presenté ante la guardia: "Que vengo a la farmacia para visitar a Felipe Fernández". No hago nada más que pasar y Felipe me tiende una bata: "Póntela, desde ahora eres mi ayudante de farmacia".

 

Quedaba la cuestión de la cartilla militar y se me ocurrió algo. Pedí que me hicieran llegar la de mi hermano Víctor, que me llevaba cinco años y pasé a llamarme Víctor Manuel.

Me valía para manejarme en el hospital.

 

Era un curioso hospital, lleno de falsos enfermos, todos de derechas, salvo el delegado que era de la cNr, un personaje, un tío chalado, hijo de una familia riquísima, que iba rodeado siempre de su escolta de guardaespaldas. Y fueron precisamente estos matones los que liquidaron a los maridos de tres sobrinas suyas. Al saberlo, este hombre, fuera de sí reaccionó en contra de los suyos, los rojos, y se puso a buscar a los asesinos sin saber que eran sus propios hombres. Cuando fue a recoger a sus sobrinas viudas, y al volver, una de ellas reconoció a uno de los asesinos de su marido:

 

-¡Tito!, ¡Tito! ¡que ese es el hombre que mató a Pepe!

Cogió uno por uno a sus guardaespaldas y los arrojó a una caldera hirviendo. Tenía poder para ello. A uno de los matones parece que se le oyó gritar mientras hervía: "¡No sabíamos que eran sobrinos tuyos!". Desde entonces, el de la cNr sólo se dedicó a proteger a gente perseguida de derechas, falangistas, requetés... Y también a mí; conocía mi identidad y me firmó el documento en el que se me acreditaba como auxiliar de farmacia. Con el director del hospital tampoco había pegas porque era muy falangista, muy de Franco.

 

Un día se presentó la policía para comprobar en qué situación estábamos los empleados y el practicante, que era un mal bicho, me dejó caer cínicamente:

 

-Oiga, Rubio (a mí me decían Rubio, por el color del pelo), que tendrá usted que legalizar su situación, que ha esta-do aquí la policía pidiendo papeles...

 

Cambié de aires por un tiempo.

Por aquel entonces dieron una amnistía a los que no nos habíamos presentado cuando llamaron a nuestra quinta, la del 29, y a condición de que lo hiciéramos ahora no habría sanciones. Estuve semanas dando tumbos, deshojando la margarita: "Que si voy al frente, que si no voy al frente". Y nunca salíamos hacia el frente. En la Caja de reclutas quedamos cuatro o cinco sin ser llamados, por pura chiripa, entre cincuenta camiones que había en el cuartel de María Cristina cargados de reclutas.

 

-A mí esto no me gusta un pelo -dijo uno de los de mi quinta.

 

Como que no nos gustaba un pelo que nos fuimos por la puerta trasera del cuartel y hasta hoy.

 

Yo era el encargado de repartir los pedidos de farmacia a otros centros porque en el Hospital 21 no había un solo enfermo, mejor dicho, enfermo y de casualidad sólo había uno, todos los demás éramos recomendados. ¡Había una bandera de Falange completa! Allí me hice también yo de Falange.

 

A pesar de todas las cautelas era demasiado expuesto circular por allí cuando llamaban a mi quinta; y yo era lo que se dice un desertor.

 

¿Qué hacer? Me bastaría con un certificado médico donde se me declarara inútil para el servicio y para el frente. Fui a buscarlo a toda prisa en la consulta de un médico para el que me dieron en el hospital una tarjeta de recomendación. No hago más que entrar en su casa y me encuentro el recibidor lleno de carteles del Frente Popular. "Si eres buen español no pidas recomendación", "Si eres un buen patriota lucha por la causa". El médico era de derechas y tenía más miedo que cinco viejas juntas. Me iba ya a marchar por lo de la recomendación cuando su mujer me detuvo:

 

Mire, si mi marido está al llegar, siéntese usted, siéntese.

Llega el médico y lo primero que me dice en un tono muy severo cuando le entrego la recomendación es:

 

-¿Pero es que no sabe usted leer?

 

-Hombre, sí, pero su señora me ha pedido que le espere.

Me hizo sentar y le conté que me había salvado de una matanza de los rojos en el término de Corpa.

 

-¿En el término de Corpa? Yo pasaba casualmente por allí cuando enterraban a unos fusilados por los rojos...

Las casualidades de la vida, aquel médico había visto el enterramiento de mis dieciséis pobres paisanos de Loranca.

-Pero... -dice sorprendido- usted es el que logró escapar... Pero hombre, ¿qué puedo hacer por usted?

 

-Mire, por favor, ingréseme como enfermo en el Hospital 21 que quiero librarme de ir al frente.

-Hombre, yo no tengo atribuciones para eso, el volante se lo tienen que dar a usted en la jefatura de Sanidad.

-Bueno, bueno, usted déme la hojita para la Jefatura de Sanidad, con eso me basta.

 

Tenía un amiguete de ordenanza en la Jefatura de Sani-dad que me rellenó la hojita y la echó los sellos. Me ingresaron en mi hospital, el 21, ahora como enfermo.

 

El radiólogo me descubrió una mancha, como que tenía una úlcera, pero el tío se lo tomó en serio.

 

-Hay que operar inmediatamente -dijo.

 

-¿Operar? -salté yo-, ¿operar?, pero si no tengo nada, doctor, que se ha confundido usted...

 

Aquel tira y afloja me sirvió para ganar tiempo y retrasar mi paso por los tribunales de altas. Me ayudó en ello una chica médico, Pili, que era hija de una jefazo de los rojos.

Venían del frente dos o tres médicos sin títulos ni hostias y se liaban a recorrer las salas, "a éste lo quiero, a éste no lo quiero". Necesitaban soldados por encima de todo. Además, no eran médicos sino ingenieros o algo así y decidían a ojo.

 

Llegué a hacerme el amo del hospital. Falsificaba y firmaba permisos de baja por enfermedad y me pegué el gustazo de volver a Loranca, a mi propio pueblo, de donde me habían sacado para fusilarme, con un permiso que me había firmado yo mismo, en plena guerra y a pecho descubierto.

Fue una imprudencia que me pudo costar un serio disgusto.

Me fui de un lado para otro, por las calles, por los bares y como las tropas de Franco estaban al lado ya nadie se atrevió a tocarme el pelo, como no se atrevieron a tocármelo en Madrid, donde me topé con gente de izquierdas, de Loranca, que huían al verme como del mismo diablo, como de un resucitado.

 

Al día siguiente de haber vuelto a Madrid llamaron a la policía y le metieron un susto espantoso a mi hermana, que sufrió un ataque de histeria.

 

Al poco, el tribunal de altas pasó por el 21, sin previo aviso. Me pillaron recién afeitadito y a punto de darme un garbeo.

 

-¿Y este muchacho?

 

Pili, la doctora, me echó un capote.

 

-Este muchacho está flojo, muy flojo, si dentro de unos días veo que está un poquito mejor le doy el alta, pero no os lo lleváis de ninguna manera, está muy débil...

 

Pili me trasladó a la sala de curas. Éramos allí noventa tíos sanos, ni un mal catarro, todos facciosos.

 

Pero yo seguía pendiente de un hilo, de la visita inesperada del tribunal de altas.

 

-¿Qué podríamos hacer? -le consulté a Pili.

-Lo que tú quieras, lo que se te ocurra, Manolo.

 

-Es que ya se me ocurre algo, quemar mi historial clíni-co en la estufa y cuando llegan los del tribunal encuentran mi cama vacía y como si no existiera...

 

Dicho y hecho. Cuando entraban los del tribunal de altas yo desaparecía por la puerta de atrás y me despedía de los "enfermos": "Hasta luego, muchachos".

 

La mejor forma de entrar en el hospital era ésta: se ponían asegurados, colgando a pulso de un lado del tranvía y cuando éste arrancaba se tiraban a la calzada. Los de la guardia o un par de amigos ya advertidos los trasladaban al hospital.

 

El 28 de marzo de 1939, un día antes de que los nacionales entraran en Madrid, se nos ocurrió a Felipe el farmacéutico y a mí venir en taxi por aquí, a la finca de unos primos míos. Por la noche nos trajeron la noticia de que según un bo-letín de la radio la guerra había terminado.

Mecagüen diez -digo-, para chasco que se acabe la guerra en Madrid y después de haber pasado las que hemos pasado que no se acabe aquí...

 

Fui a despedirme de mi hermana a toda leche.

 

-Oye, que nos vamos a Madrid, a ver si todavía nos vamos a quedar en zona roja...

 

En Alcalá ondeaba ya la bandera roja y gualda y al llegar nosotros a Madrid en el taxi entraban las fuerzas en Fuencarral.

 

Allí acabaron también mis temores y mis aventuras.

 

En una subasta, a un socio y a mí nos tocó un camión Fiat y trabajé en el transporte. Después de pasar dos años en Madrid me vine al pueblo y me casé en 1942. Mi mujer tenía ganado, y pusimos una carnicería y aún trabajamos en ella, a pesar de mi artritis. Nuestro hijo, que tiene diecisiete años, nos desuella las reses, y de nuestra otra hija, casada en Madrid, tenemos dos nietos.

 

Cuando volví al pueblo me nombraron concejal y más tarde alcalde, a pesar de mi resistencia. Para sacudirme del cargo aduje que vivía en Madrid. Vino el teniente de la Guardia Civil y no precisamente en son de paz:

 

Manuel, usted acepta el cargo...

-Que no, mi teniente...

 

-Si no acepta usted el cargo le llevo detenido a Pastrana.

Acepté. Me encasquetaron el cargo de alcalde y como es natural, el de jefe de Falange. Ocupé el puesto durante unos cuantos años y sin problemas. A los que fueron llegando de los campos de concentración los tranquilizaba a todos:

-Fulano, si alguien se mete contigo, dímelo.

 

Hoy, en Loranca, que tiene trescientos habitantes, se han olvidado los odios y las venganzas. Se han olvidado los veinticinco muertos por los rojos y los sesenta o setenta muertos por los nacionales, cuando éstos ganaron la guerra. No hubo familia que no perdiera a alguien en los fusilamientos de unos y de otros. Hoy se han casado de parte y otra, el hijo de un fascista con la hija de un rojo y a la viceversa y todos se hablan con todos, al contrario que antes.

 

Las elecciones de junio de 1977 se celebraron en orden y concierto y aquí las ganó UCD y después los socialistas, pero no hay bandos políticos enfrentados, ni hay listas negras, ni afanes de revancha. Los jóvenes que no llegaron a vivir aquella guerra nuestra han olvidado sus consecuencias. Yo estoy seguro de que en nuestro pueblo no volvería a repetirse la tragedia. Dios no lo quiera.

 

Muertes paralelas

 

También han querido olvidar su dramática historia dos hombres que se encontraron el día 14 de julio de 1977 en el cementerio de un pueblecito abulense. Ante Angel Vaz se presentó uno de los hombres más ricos y respetados de Madrigal de las Altas Torres para darle el pésame por la muerte de un hermano. Ángel Vaz vive en Bilbao y gran parte de sus enemigos viven también, pero en el pueblo en que ocurrió esta desventura.

 

Vaz tenía diecinueve años en 1936. Unos días antes del 18 de julio el cura de Madrigal le pide que vaya a un pueblo vecino, Fuente el Sol, en la carretera de Medina del Campo, para recoger una barrica de vino de consagrar. Por el camino de vuelta, Angel se encuentra con algunos amigos y, entre juegos, se beben la mitad del vino. Llega la guerra y el cura ofrece a los falangistas el nombre de todos aquellos muchachos como "rojos peligrosos". Estos falangistas, compañeros de ellos y de su misma edad, los detienen y a la noche siguiente los suben a un autobús para "liquidarlos en la cuneta de la carretera de Fuente el Sol".

 

-Iban catorce pistolas -dice Ángel Vaz- y nosotros éramos nueve.

 

Creían que todo era una broma. Se conocían desde niños, eran amigos, unos días antes habían estado todos bailando juntos...

Pero no era una broma. Los bajaron del autobús y comenzaron a disparar las pistolas. Ángel Vaz, admirado de lo que estaba ocurriendo, echó a correr por los pinares y al cabo de tres días se encerró en casa entre dos tabiques. Emparedado. La familia guardó luto riguroso. Los falangistas intentaron por todos los medios encontrarlo, con ayuda de la Guardia Civil. Registros, palizas, lo de siempre...

 

Ángel Vaz volvió a la vida en el año 1945. El jefe de "los 14 pistolas" le saludó el otro día en un cementerio.