La felicidad de la tierra

Alfaguara, 1999

 

 

Es un libro escrito en la Alcarria y dedicado a Guadalajara. Una de las grandes obras de Manu Leguineche. Un volumen delicioso donde, a base de retazos de cultura, sabiduría y lecturas, el autor escudriña el alma de un paisaje y un paisanaje a los que se siente ligado desde el principio. Es difícil clasificar La felicidad de la tierra. No es una novela, pero tiene un hilo conductor. No es un ensayo, pero contiene reflexiones sencillas y a la vez profundas. No es un dietario al uso, pero persigue un estilo similar. Es un inmenso cuaderno de campo donde se refleja la mezcolanza del mejor Leguineche: urbanita y rural al mismo tiempo. En este libro aparece un reguero enorme de paisajes y personajes que en realidad no son de ficción. Son gente con la que Manu ha tratado y a la que he escuchado todo lo que tienen que contar, que es mucho. A continuación se recogen los epígrafes donde el autor aborda cuestiones o personas relacionadas con Guadalajara.

 

 

 

Primera noche en el Tejar

 

 

Primera tarde en la casa de El Tejar de la Mata. Son las 5.39. Cándido, el guarda del ya ex propietario inglés, ha encendido el fuego en la chimenea y chisporrotean los primeros leños de olivo. Se ajusta la gorra, pone las manos sobre el fuego. Después mira hacia donde yo me encuentro y ofrece la espalda a la lumbre. “se necesitarán horas para caldear un salón tan grande”, afirma con voz pausada mientras hace oscilar la cabeza de izquierda a derecha.

Estreno casa, chimenea, leños, paisaje de la Alcarria cenicienta, colmenera y erial, una casa inglesa con certeza. Demasiadas emociones para un solo día. El viento silba por la línea de arriba y azota los árboles. Suena a mar, a lamento. La casa, El Tejar de la Mata, tejera en otros tiempos cuando abundaban el agua y los manantiales, se encuentra situada a media ladera bajo la meseta, al socaire de árboles y setos, a una treintena de metros de la carretera que culebrea hacia Cañizar. Entre 900 y 1.000 metros de altitud, calculo. La casa es sólida, de mampostería y piedra rodena.

Me explica Cándido que es el último trabajo hecho a conciencia por el cantero de Muduex. Un caserío solitario, en forma de “u”, tres habitaciones y baño en cada lado, el salón y la cocina, una piscina vacía, alejado del pueblo. Por eso no se vendió hasta que yo llegué, deseoso de árboles y calma. Son árboles canijos, nobles, monte bajo, encinas, matorral, nada que ver con los hayedos o castañares, una vegetación humilde que va a ser mía, animalitos incluidos. Y los nuevos amigos. El paisaje natural nada es sin el paisanaje. Escribo la primera entrada de este Diario a la luz de una lámpara de petróleo, de mina sudafricana, de las que me dejó el anterior propietario, un hombre de negocios inglés.

Me han dejado muebles sencillos, rústicos, detergentes de Manchester, algún objeto de Harrod´s, el cenicero marca Khayyam, alguna sartén de Sheffield, camas holgadas, mullidos colchones. Gente elegante. La primera noche ha sido pasadera gracias al butano y al edredón escandinavo. Habrá que acostumbrarse porque el efecto del fuego alumbrado por Candi, la onda expansiva de calor, no llega hasta la habitación. Leños, rescoldos perdidos. El sueño tarda en llegar y se puebla de ladridos de perros lejanos y ulular de lechuzas. Hay pueblos que atribuyen mal de ojo al toque de campanas, al ladrido de perros y al gemido del viento, al contrario, como el zumbido del moscardón en verano, contribuye a sedar el ánimo y a convocar al sueño.

El terreno que rodea El Tejar es agrio, salvaje, mojado aún por las últimas lluvias, propicio para los resbalones. El color de la tierra me gusta, es ocre como el del Vietnam. Desde la altura se divisa un panorama que alegra la vista y estimula el ánimo. La tierra moteada de olivos, las curvas de la carretera, la pirámide truncada de La Muela, el pueblo, hita, a la derecha el brazo del monte.

El Ocejón cierra el horizonte con su pico nevado. Absorto en estas contemplaciones escucho el ruido de tortillería que meten las perdices al salir. Es hora de hablar de la encina que protege la casa, el árbol tutelar, La Guardiana. Crece en el sitio perfecto. Su contemplación no cansa, es como un mar. Frondosa, ribeteada de bellotas en el otoño, copuda, firme, de hoja perenne, verde oscura, peluda por el envés, como nos enseñaron en las clases de Historia Natural y comprobamos en la realidad. De vez en cuando recibe la visita de una urraca, de una torcaz, de un zorzal silbador y de pájaros menores.

 

 

Los hermanos Tejeros y Cañizar

 

Félix, escurrido de carnes, cenceño, de ojos burlones y nariz afilada, primo del buen Candi, es el introductor de embajadores. Los dos se apellidan Peñuelas. Candi lo tiene de segundo, un nombre que aparece en el “Viaje a la Alcarria, de Cela, como el de un afinador de pianos o algo así. Félix muestra hechuras de pelotari. Su familia fue dueña de El Tejar. Ellos son los hermanos Tejeros, Pedro, que es quinto mío, nacido el mismo día del mismo año, 1941, Ricardo, Chuchi y Félix.

De ellos tan sólo Ricardo está casado, y bien casado por cierto. Félix opina que a la mujer se la conquista con el buen trato, la risa y la pícara lisonja. Es un soltero vocacional. En Sancho, junto a la carretera general, echan partidas de mus, ventilan unas cajas de bizcochos borrachos, juegan a la máquina infernal que toca “la cucaracha, la cucaracha”. Poco más se puede hacer por aquí, para los adictos a la cultura de las emociones rápidas, salvo la vida en el bar del pueblo.

Cañizar es pequeño y aseado, como otros tantos pueblos de la Alcarria que se han dejado la vida en los surcos. Tiene el campanario de la iglesia, sobre la que revolotean las palomas torreras, un mural en el retablo pintado por la alcaldesa Ana María Zulima, un párroco viajero lleno de sentido común, don Virgilio, una plaza del Ayuntamiento con olmos jóvenes no hendidos aún por el rayo machadiano, sobre los que pían los gorriones, otra plaza, la de la fuente, con un frontón venido a menos, sin pared lateral, sólo el frontis.

La iglesia es un compuesto de fábrica de ladrillos y macizos de mampostería, de tres naves de no grandes proporciones. Los expertos alaban, sin excesivo entusiasmo, la lacería mudéjar de la capilla mayor, la capilla del Santo Oficio de la Fe, la lauda sepulcral de alabastro, con escudo de armas: es del licenciado Pedro de la fuente, cura de Cañizar, tallado en 1648. Ya hemos cumplido con el arte local. Cuando alguien echa un juramento, don Virgilio es rápido y eficaz: “No te metas con mi jefe”, dice.

Las mujeres del pueblo se deslizan con suavidad y elegancia. Da la impresión de que van a lo suyo, ajenas a la cháchara y las hablillas de los hombres acodados en la barra del bar. La taberna es el centro neurálgico y, a veces también, el centro neurótico, el casino, en el que fuera de los fines de semana apenas si se acercan las mujeres. Es territorio de hombres, de jóvenes altos y deportistas. Ya no huele a bosta. Han desaparecido las caballerías y con ellas la estampa del labriego de faja y sandalias que tomaba el camino del huerto después de beberse su copa de orujo.

Hay curiosidad por conocer al vasco que ha comprado El Tejar de la Mata. Es un trago superar esa prueba. Uno es de pueblo. Los primeros días son decisivos para el examen: o lo pasas o no lo pasas. Te sientes observado, cada gesto tuyo, cada palabra, recibe su interpretación, la voz, la vestimenta. Procuro en mis descubiertas a la taberna llevar una ropa sencilla que no llame la atención. No debo esforzarme mucho, por lo general voy hecho un adán. Pienso que a estos sabios campesinos no les gustan gentes encopetadas o de ropas llamativas. El bar ofrece un futbolín, una estufa en medio, con su tubo de salida de humo, un calendario de paisaje suizo, unas ajadas, abarquilladas fotos de toreros, unos rehiletes colgados en la pared y la imagen de San Pancracio con perejil en los pies, para que toque la lotería.

 

 

 

El cuco

 

El campo está encharcado, aguachinado de tanta lluvia. En las tabernas de los pueblos los agricultores reflejan en sus rostros la bondad y oportunidad de este diluvio. Creían haber sembrado trigo para recoger ortigas. Anselmo llega con el parte: treinta litros de agua recogida por metro cuadrado.

Tula, la nueva perra, duerme bajo la encina, hecha un ovillo, enroscada sobre sí misma. Nadie sabe si está preñada. Gime el viento. El cuco canta bajo la lluvia. Éste ha sido uno de los gozosos descubrimientos en El Tejar, el cucú. El 3 de abril el cuco ha de venir. Eso dice el refrán. El caso es que estaba tumbado en la hamaca al atardecer cuando llegó hasta mí el canto del cuco, cucú, cucú. No lo había escuchado desde mi infancia en Beléndiz, por lo que salté como un resorte para tomar los prismáticos y dirigirlos hacia donde sonaba el canto. Volví a la infancia. ¿Qué no haber dado por una infancia feliz? ¿Sabía el cuco que lo necesitaba, que lo esperaba? Los suizos inventaron el reloj de cuco y la ballesta de Guillermo Tell y ya ve adónde han llegado. No sé si este cuco mío viene  de Torija y su altiplano o si procede del valle medio de Cañizar.

¿Dónde dormirá mi cuco? Ese canto es la música que prefiero. ¿Cómo se pueden depositar el alma, el corazón y la vida en una avecilla? Quizá sea una vez más la nostalgia, una llamada de mi niñez en el caserío de una aldea, cerca de Guernika, donde nací. La infancia de posguerra fue fría, desolada. La primavera me traía el canto del cuco, como un arco iris, el final del tedioso invierno, de temporales y nubes bajas de plomo. Es mejor, dicen por mi tierra, que el canto del cuco se descubra con dinero en el bolsillo.

El cuclillo, al que nunca llegué a conocer porque es un pájaro huraño, esquivo y escurridizo más que un pájaro espino, cantaba desde el sotobosque, detrás de la ermita de San Lorenzo. He regresado a la casa en la que nací para abrazar a mis primos y escuchar el canto del cuco. Seguía allí, fiel a la cita entre los pinos, castañares y hayedos, como si fuera el mismo cuco que iluminaba la primavera del niño Manuel. Reconozco, recupero olores del pasado, por ejemplo, alguna vez el del jabón de las duchas del colegio, el del rastrojo o el del roquedal traído por el viento. Me informa Anselmo que el cuco, de cuerpo parecido al de la tórtola, se alimenta de larvas, de avispas, moscas y de las orugas procesionarias.

De niños nos ponían en guardia contra las procesionarias, no había que tocarlas porque producían urticaria. La oruga ha tomado posiciones en los pinos enanos que crecen en la orilla del sendero entre la carretera y la casa, El Tejar. Sea bienvenido el cuclillo tornadizo para acabar, si puede,  con ese vaporoso envoltorio blanco que en la copa de los pinos me recuerda al algodón de azúcar que los niños compran en las ferias.

Escucho su canto mientras vuela, a veces lo acompaño, le hago el dúo, pero no lo veo, o tan sólo fugazmente. Canta durante unos segundos, cambia de árbol y ya está en occidente. Debe de ser un pájaro ubicuo y espantadizo. Las aves pequeñas lo confunden con un halcón y lo hostigan. Tal vez ese misterio forme parte de su encanto.

 

 

 

Palabras olvidadas

 

Gerardo Gil, de hita, ha decidido reunir un inventario de palabras olvidadas. Necesito ponerme al día, como recién llegado de la cultura urbana a la campesina. La clase empieza por el caserón. La puerta falsa se abre al mediodía, en una pared de tapial y adobe. Zumban las abejas en el cargadero. “Por ahí pasan la mohína y la roana, y el macho tordo que está de non y que para el carro completa la reata, metiéndole en varas.” La yunta, que para la feria de Torija lleva en la casa veinticinco años, ya va para vieja. Estas mulas se trajeron de muletas (tres años); la mohína, burreña, la roana, la yeguata.

Entra Gerardo en el corral y el cobertizo. Vamos a ver lo que encuentra: “Me encuentro de todo: una albarda, una cincha, un cinchuelo, unas aguaderas y un serón; cabezales, sufra, sillín, retranca y bridón; y una manta, alforjas, herraduras, campanillas, colleras y collerón; tiros y una estaca con soga y ramal, maroma, pitas y bozal; arpilleras, trilladeras, espuerta, horcates y alguna cosa más como un podón, una azada con cotillo, un astil, pico, horca de ganchos, azadilla y azadón.”

Más al fondo, Gerardo describe el pajar. Las golondrinas entran hacia el nido por una boquera abierta. “Dentro, el cañizo y la gotera, el gato, el ratón, la paja, los trastos y en la puerta la gatera. Junto al pajar las cortes, cochino, gallo y gallinas cenizosas, despecuezadas y cañamonadas, pollo, capón, polla, chivas cornudas y mochas de ubres grandes, preñadas, rumiando; y un nidal y pila, palo de gallinero, cencerro y muladar; gallinaza, cagarruta, moñigo, piojo, pulga y zotal.

Y antes de la bodega, el bardal; se repondrá una vez al año de la corta y el gorrión en el invierno y por la noche en sus gavillas de palos y támaras. Bajo la tapia, la bodega: el candil, la candileja, la torcida, el aceite, los arcos, el encañado, las tinajas; el tinillo, mosto, casca, vino, atarjea, jarro, salitre, codillo. Humedad. Aquí, en medio del corral, el pozo; garrucha, cubo y brocal. A la sombra y al fresco de éste, el lebrel apontocado. Alrededor de la parra y el parral, la avispa y las acacias, en una de ellas el nido del jilguero.

Y cerca el lavadero: la pila de piedra, la losa y el barreño, el jabón casero hecho de sosa cáustica y sobras y posos de aceite. En la solana el tendedero. Al lado de la bodega y sobre la tapia, la cuadra: la basura, el pesebre y la pesebrera, la traba, el torcedor, el camastro y el criado; y detrás el granero; la media, el celemín, la fanega, el rasero, el gorgojo y el salvado; veza, cebada, trigo y avena. Sobre una troje, una artesa. Lo amasado en ella con levadura se cocerá en el horno. Después en la tahona y el capacho, el pan candeal.”

Trato de memorizar estos nombres de la geografía doméstica de Hita y me mareo un poco. Dejamos la segunda parte de la clase para otro día.

 

 

Fiestas

 

Fiestas en Ciruelas y Caspuelas. Hay que hacer la ronda, pasar revista a los pueblos. Corre la espumosa cerveza mientras los mozos zarandean a las vaquillas. La Castilla en apariencia hosca se sacude de los complejos. Lo han esperado durante todo el año, por eso no importan los excesos. Han venido Marina y Camilo a almorzar. Unas chuletas de buey que trajo Miguel Ansorena, que asó en la parrilla bajo la Guardiana y que sabían a gloria. Camilo está contento, ingenioso. “Todo muy rico, pero un poco escaso”, protesta el muy socarrón, como acostumbra después de una comilona. Pero Marina le controla con mano cada vez más férrea: se ha terminado la era de los excesos culinarios.

 

 

 

Campana rota

 

Lo que se aprende en el mus, vocabulario y gramática parda: “Campana rota no suena, hombre muerto no habla”, filosofa Tomás, pescadero en Brihuega, sin que haya comprendido (yo) a ciencia cierta qué tiene que ver el refrán con el lance del juego. Comida en el hostal de la carretera. Niños ruidosos con sus papás en una mesa, niños escandalosos, insufribles. En Cañizar apenas si hay niños. Hace años que no nace ninguno, ni se bautiza, las bodas son pocas, los solteros, mayoría, pero no irán en una de esas caravanas en busca de esposa a tierras recónditas. Quizá el sentido del pudor se lo impide. Pero, claro, en la taberna se habla de mujeres como hacen los solteros en todas partes (y los casados). La mujer del pueblo es activa, es evanescente, se le ve poco, pero debe de mandar en casa.

Viene a El Tejar el amigo Domingo. Es de un pueblo de la Campiña y me habla de los celos. Los celos demuestran lo lejos que llega el amor propio: solamente nos amamos a nosotros mismos. Domingo desgrana anécdotas divertidas, reales, como la de aquel hombre, un vecino que dijo a su esposa que se iba de la ciudad, dejó el coche escondido, volvió subrepticiamente a casa, se escondió en el armario. Nadie vino, pero la mujer abrió el armario y rompió a gritar ¡al ladrón!, ¡al ladrón!. Al llegar la Guardia Civil, se encontró al marido dentro. “He leído (le respondo a Domingo para quitarle al asunto su aura mórbida, romántico-destructiva) que los celos son consecuencia de la falta de potasio en el organismo”.

Se queda mudo, un poco lelo y da un manotazo en el aire en señal de reprobación. “Lo he leído hace unos días en la revista Times”. No es una broma. Más confiado, Domingo me cuenta que para saber si tu amor te es fiel basta con pinchar la noche del viernes en la pared de la habitación una hoja de laurel con la punta hacia arriba. Si a la mañana siguiente compruebas que la punta del laurel mira hacia arriba, la fidelidad está garantizada, si apunta hacia la izquierda, cuidado, y si hacia la derecha, te esperan mil años de felicidad.

Tul es un perro juguetón. Se ha llevado al monte el sombrero de paja, los zapatos, los calcetines, la alfombra del baño y un libro de Marcase que se le ha indigestado tras comerse tres páginas. El día ha amanecido lluvioso, tristón. Es grande el número de pájaros que pasan. Viene la pareja de la Guardia Civil. Uno de ellos me ha visto en el programa de televisión de Virginia Mataix. La tele da prestigio o notoriedad o te eleva de categoría, o te deja por encima de toda sospecha, aunque la misión de la Guardia Civil, paso corto, vista larga, es no fiarse de nadie. Epi ha estrenado garrota, es feliz con ella, Julia entre pucheros. Hay que ver la rentabilidad, el brillo que le saca esta mujer a todo.

Ayer Delia, con la ayuda de sus hijas Brianda y Alba, puso Boletus edulis, el hermano bueno del Boletus satanas, en el almuerzo con Elena Santonja, gran especialista, y Jaime de Armiñán. He permanecido en la postura de El pensador de Rodín un par de horas junto al depósito de agua de El Tejar. El aire limpio, el firmamento claro, la perdiz vecina, la liebre saltarina, las botas rebosantes de este barro ocre que se da aquí. Me aconsejó Emilio, el de Santo Domingo de la Calzada: “Ni en invierno ni en verano apliques la piedra al ano”. He puesto la chaqueta de cuero sobre la piedra. Entra el invierno. Rastrojo y fogatas. El más mínimo ruido atraviesa el terreno y llega hasta mí con nitidez.

 

 

 

El cordón de mi corpiño

 

Noche gloriosa de Epi en la fiesta de Cañizar. Es un fauno de plaza mayor, un danzón. Con sus apretados tirantes grises, su apretada barriga, es el único que ha acudido a la llamada de la animadora. Por algo es el primero que en las bodas saca a bailar a la novia. Se ha plantado ante el escenario para echarse un baile. “¿Es que no quedan energías en este pueblo?”, vociferaba ante el micrófono una tonadillera de atigrados leotardos. No hay fiesta sin grupo, sin decibelios, sin algo parecido al láser (depende del precio) y sin esas nubes luciferinas de humo que para animar el cotarro sueltan hacia la concurrencia.

Las fotografías de los grandes rockeros locales adornan los bares durante el invierno. Hay donde elegir. Epi no para en medio de la pista. “¿Es que hay uno sólo con energía?”. Después, en pago a su entusiasmo, la vocalista le regala a mi amigo unos trozos de sujetador, que ha cortado con unas tijeras. Lástima que Epi no sea fetichista.

El chupinazo de inauguración hizo que El Jaro exclamara: “Hostia, qué alto”. Cañizar no sería el mismo sin José, El Jaro. Eduardo estuvo muy inspirado en su pregón. Hasta aludió a la seta de cinco kilos y medio que Anselmo descubrió sobre la base de un chaparro, noticia de la que me hice eco en Nueva Alcarria. Ana Mari, la alcaldesa, estaba a su lado. Los pregones de los pueblos son un compromiso, los mozos quieren juerga, no palabras eruditas. Pero Cañizar es distinto: nos conocemos todos y la gente cumple y acepta de buen grado el trámite.

La fiesta, que empezó fría, se ha calentado con el paso de las horas. Ya está el pueblo casi lleno para orgullo de sus ciudadanos. Nos vamos la sedienta cuadrilla del bar de Ricardo al de Timote, donde me da de nuevo por La Faraona en homenaje a aquel hombre que fue Luisón, relojero de oficio, conserje del diario Madrid y más tarde, en la agencia Colpisa, ex combatiente en las Milicias Vascas Antifascistas, tan lleno de humor, tan jocundo. “Un genial erotómano”, lo definió Paco Umbral. Luisón se hacía pasar por cura para ligar mejor con las chicas del súper, a las que hacía como que confesaba y aconsejaba. En ese instante supremo en que el alcohol empezaba a hacer efecto, Luís y yo sabíamos que llegaba el momento de entonar La Faraona, nuestro banderín de enganche musical. “Para disfrutar con plenitud (acostumbraba a decir Luisón) hay que pensar a menudo en la muerte.

Emilio pregunta a Francisco (hijo): “Cuántos rosales he roto en una juerga?”. Ninguno. En este pueblo de solterones las forasteras son observadas con atención, pero de “témidos” que somos no se nos ocurrirá  sacarlas a bailar. La vocalista se desgañita. Hemos perdido a Epi, que se ha debido de ganar ya medio sujetador. Francisco (padre), que sólo puede beber “Sin”, recuerda la frase de los Tejeros: “Yo sólo tengo una chaqueta”. Al padre de los Tejeros, acusado de ser el jefe de la Falange de Cañizar, lo encarcelaron en Alicante con Primo de Rivera.

 

 

 

Romanones

 

Muy cerca de aquí se le averió el coche al conde de Romanotes, jefe de Gobierno, ministro liberal, alcalde de Madrid y tantas otras cosas. Dueño de media Guadalajara. He pasado por el lugar y recuerdo la anécdota leída en Joseph Pla. El conductor descendió del coche, avizoró el paisaje y dio a una cierta distancia con un pastor que apacentaba un rebaño. “¿Quién puede ayudarnos? Necesitamos que alguien remolque el vehículo”, preguntó a viva voz. El pastor se lo pensó unos segundos y tendió la mirada hacia un arriero que cuidaba de su caballería, cerca del pueblo. “¡Romanones! ¡Romanones!”, gritó el cabrero. Desde el coche don Álvaro de Figueroa (1863-1950) seguía la escena y sintió curiosidad. Bajó a la carretera y preguntó al pastor: “¿Por qué le llama Romanones?”. “Porque es un hijo de puta”, fue la respuesta. El conde tenía sentido del humor: fue él quien contó la anécdota.

Mi cultura musical ha mejorado mucho desde que al llamar a alguen por teléfono, mientras esperas, ponen desde Mozart a Cole Porter. Es el terror al silencio. No quieren dejarte solo ni en el hilo.

 

 

 

La serpiente en el Paraíso

 

 Las nubes de El Tejar de la Mata son las más hermosas de la Alcarria. Ganarían de largo en un concurso de nubes y en una composición de plasticidad. Lo malo es que pasan. Pero ¿hacia dónde corren hoy con tanto apresuramiento?

¿Huyen de los aviones del verano? La serpiente ha entrado en el Paraíso en forma de ruido aéreo: pasa un avión cada minuto, para aterrizar con un silbido de cobra. Vacaciones. Cada tres minutos aterriza o despega o despega un avión en el aeropuerto de Barajas. Quinientos noventa y dos aviones diarios.

La Tula es como la esfinge de Giza. Es una artista a la hora de engullir moscas. Se queda quieta, las deja hacer y cuando más confiadas están, zas, se las traga con la pericia de un camaleón. Las saborea, le cosquillean en la boca.

Altas temperaturas. No asoman ni los cuervos de Poe. Las chicharras están achicharradas. Por la noche, bajo la encina, se acercan las mariposas, botan en mi tripa, en los hombros, en las piernas. Se acercan tanto al camping gas, la historia de la mariposa y la llama, que se inmolan sobre la caperuza ardiente. Leve olor a chamusquina. Alguien ha venido de Almonacid de Zorita. Fue allí donde sentó plaza de boticario León Felipe y donde recibió prestadas “una mesa de pino y una silla de paja”.

“Para llegar a viejo o muy viejo (me recomienda el doctor Leoz) hay que elegir bien a los padres”. Un poco tardío el consejo.

Definición de isla que escucho de labios de una amiga de Carmen: “Un cachito de tierra en medio del mar, con una palmera en medio”. Le gustaría a Forges.

 

 

 

El tío Vitoriano

 

El tío Vitoriano ha cumplido cien años y es de Taragudo. Cuenta a Teodoro Alonso en un salto al pasado que la fragua era un bien común, como el horno y la craniana. Como no había dinero para pagar la carne, se apuntaba con una muesca en un trozo de madera que se llamaba “targa”. El pan se hacía en las artesas y se cocía en el horno cada quince días. Al final se encalembrecía o en canecía y había que hacer otra amasada. El “ojos” era el pan tierno de cada día. Los hombres se afeitaban como mucho una vez por semana. El tío Julián se destacaba por su habilidad, su buena mano para voltear campanas, “y por su forma de escupir secretamente en la iglesia”. La gente emigraba a Andalucía a la aceituna o a trabajar en obras públicas. El tío Vitoriano recuerda una canción:

 

Si me quieres escribir

ya sabes mi paradero

en el tunel de Somport

allí estoy de barrenero.

 

El tío Vitoriano recuerda el último castrador de Milmarcos, famoso por su carácter atrabiliario, sus terribles maldiciones y juramentos, las erráticas galopadas de su caballo loco y sus legendarias borracheras, pero elogia su habilidad en el oficio.

 

 

 

El que más tiene

 

En Torija aseguran los hombres de taberna y tiempo que este frío presagia nieve. De paso, me reconvienen por mi apego a Cañizar. “Tu casa (dicen, en un reproche cortés) está en el término de Torija, no lo olvides”. Los celillos vecinales, aunque se llevan bien, están a la orden del día. Soy de los dos lados, pero es natural que el corazoncito se incline hacia Cañizar, que es donde empezó mi andadura alcarreña. ¿Cómo salir de este embrollo? También soy de Beléndiz, de Arratxu, otro poco o mucho de Guernika, de Madrid, de Cañizar, de Torija. Sostenía Max Aub que se es de donde se ha estudiado el bachillerato. En ese caso, soy también de Tudela, Navarra, otro poco de Bilbao, donde cursé Derecho, de Valladolid (Norte de Castilla) Delibes.

Esta noche Ángel ha preparado una liebre con alubias de las que a mí me gustan, muy impregnadas las alubias del sabor del mamífero, caldosas sin exageración. Alguna vez ha surgido en la conversación el asunto de las liebres que durante la guerra no comía nadie porque se corrió que devoraban los cuerpos de los soldados muertos. No sé. Pero me regodeaba, camino de El Tejar, en el recuerdo de las alubias con liebre cuando, hacia las dos de la mañana, un búho apareció en el centro de la carretera. El volantazo casi me lleva a la cuneta. El final hubiera llegado con el lúgubre silbido del búho al levantar el vuelo. Búho, aliado de Minerva, símbolo de la sabiduría.

Pedro ha visto cómo el alcotán se ha llevado la perdiz viva entre las garras. No se sabe si por un quiebro, por un golpe de viento, por un tirón de la perdiz, el milano soltó su presa. Los perros, Chamaco entre ellos, se han ido raudos hacia la perdiz. Mientras la panceta se tuesta en las parrillas. Leandro se refiere a los pájaros que hablan y sostiene que oyó a una alondra decir “María Luisa” y “Borracho”. Félix, siempre tan fantasioso, opina que si metesa una urraca en una tinaja saldrá hablando como una persona. Pedro lleva un exiguo bocadillo de tortilla francesa por si el desmayo, que es como llama a la pájara. Me informan que han visto seis cabras montesinas en El Tejar.

 

 

 

La rosa de los vientos

 

La Calle Mayor de Guadalajara viene a ser como la de Palencia, la que pinta Bardem en su película. Se diría que no ha pasado el tiempo por ella, territorio de chalanes y chamarileros, de cacharreros, aunque algunos comercios se modernizan. Esta calle tiene su encanto. Los martes, frente al bar Soria, se congregan los labradores de los pueblos para comprar y vender, para informarse del precio del cereal; los ganaderos cierran tratos. De la talabartería de Montes escribió Camilo que olía “a cuero y grasa”, con un amo orondo y bien nutrido “que casi no cabe dentro”. Los tratantes van al grano. Siguen el consejo de Pérez de Guzmán, pariente del Marqués de Santillana, tan de esta tierra aunque no naciera en ella.

Se va uno topando con amigos y conocidos, desde la librería de Emilio Cobos hasta más allá de la de Ascen, tan hacendosa y tan entendida en vinos. . Procuro cumplir con el rito de la visita a Emilio Cuenca. Está colocada su mesa del anco más o menos  en la rosa de los vientos, en el centro geográfico de la Calle Mayor, de modo que es un lugar de parada y paso. Porque Emilio, que llegó de Albacete para casar con Margarita, es el demiurgo de esta calle, de la que sabe todo, verdades, noticias, ecos y rumores con que se llegan hacia él unos y otros. Pocas veces he visto a nadie comer con el saque de Emilio, sea en El Tejar, acompañado de Antonio Herrera, de Joseph, de Pocholo, de Delia y Jesús, de los Marquina, de Ascen o Elena, de Pedro o de los compadres del pueblo o en algún restaurante. Esa ruta de las posadas se la conoce Emilio al dedillo.

Con Margarita al lado, saben sobre pájaros, sostienen que Colón nació en Guadalajara, son teorías que son originales y sorprendentes. Conocen la Biblia al dedillo, la historia propia y foránea, cosas del esoterismo y hasta de la nigromancia.

 

 

 

La avutarda y la golondrina

 

La avutarda y la golondrina en el Libro del buen amor del Arcipreste de Hita. Veo pasar, alta y perezosa, alguna avutarda, que es ave de caza mayor, ahora protegida. Puede ser lenta, premiosa, pero de una vista infalible. Pues bien, mi amigo y vecino, el profesor Manolo Criado de Val, publica en la revista de Julie Sopetran el ejemplo de la avutarda y la golondrina en el Libro del buen amor. Un texto que es una auténtica lección de ecología avant la lettre, que se emparenta con la fábula de la cigarra y la hormiga y más allá con el retrato evangélico sobre Marta y María. La avutarda presumida e indefensa frente a la golondrina, gritadora, simpática y amiga del cazador.

En la plaza del pueblo los ballesteros arrancan a la avutarda las plumas largas para sus flechas y las dejan medio desnudas con el blanco pulmón. El cazador es la tercera figura: acabará con facilidad con el pájaro grandullón y lento. “Este ejemplo del Arcipreste es el mejor título de nobleza de la avutarda (escribe Manolo) y la justificación de que todo esfuerzo será pequeño para salvar a nuestras desdichadas aves esteparias”.

No admitió la avutarda un buen consejo y “cayó en fuertes palas”. Termina el Arcipreste el ejemplo con la moraleja aplicada a las dueñas incautas como doña Endrina: “Como a la avutarda pelaros han el pellejo”.

 

 

 

Gamonear vencejos

 

El alcalde de Atanzón, Vicente Hita, tan afable, viene con su mujer para encargarme el pregón de las fiestas. Siento responder que no, dada mi poca vocación de pregonero, pero prometo que me daré una vuelta. Me envía el programa de las fiestas, que incluye una carta manuscrita de Jesús Cabezudo, director de la Banda de Música de Brihuega. Todo un personaje, don Jesús. La fecha, el 25 de agosto de 1945. “Su banda de música tocará en Atanzón los días 27, 28, 29 y 30 del corriente en el precio de 850 pesetas”. “Le ruego traigan dos caballerías con serones para los instrumentos, y por lo menos doce más para montar a los músicos y un borriquillo para mí con lomillos, pues el viaje es un poco largo”.

Estos atardeceres son de tarjeta postal. Los que vienen por aquí en general no los aprecian. Forman parte de sus vidas. La postura del sol marca de rojos y dorados toda la cordillera en forma de dientes de sierra. Hemos pasado de los colores crudos, abrasados, al diseño oscuro, a la silueta. El autillo me ha dado la noche. Porque entre la lechuza, mochuelo y búho parece que el cantante nocturno es el autillo. Algunos, la Real Academia Española entre otros, lo llaman, al parecer erróneamente, cárabo. Tomo nota para llamar a Delibes y que me lo aclare. Me dicen que lo puedo identificar al autillo por los mechones de plumas parecidos a orejas que crecen a ambos lados de la oreja.

 

 

 

Pase usted

 

Ha entrado bruscamente el invierno. Pase usted. Fiestas en cascada sobre la región. En Torija, con Pedro Aguilar como alcalde, ofrecen un nutrido programa de fiestas. Truchas para pescar traídas de la piscifactoría de Paco por Jesús, concurso de disfraces, teatro. En el concurso de disfraces gana Josito, el que nos vende la prensa, el tabaco y el pan. Va vestido de novela picaresca, de pedigüeño ciego, con su bastón y gafas oscuras. Perfecto. Peñas Los Cacos, Los presos, el Botijo es la de Delia y Campi. Ellos son los que han ganado el concurso de peñas. La escenificación de un parto en vivo y en directo. El Jesuita, el pastor que lee a Ortega mientras ramonea el ganado, da a luz un niño negro, lo que produce la natural discrepancia en la pareja, que es blanca.

Han iluminado el castillo. Mientras los feligreses entran en la novena, charlo en la puerta con dos alcarreños, ya entrados en canas. Uno de ellos se pregunta con tono de preocupación si no llegarían de nuevo las penurias de la posguerra. “Es que veo signos que no me gustan, claro que hace tiempo que pasé el ecuador. Se diría que vamos a menos.” Y aprovecha para evocar aquel refulgente tambor de sardinas arenques. Mis fijaciones infantiles son el cuco, el acordeón y los bocadillos de anchoas. Para ese hombre es la sardina arenque, la hogaza de pan y una cuba de cuatro litros de agua. Con eso aviaban para todo el día.

El otro, al que le crece una mata de pelo en la punta de la nariz, se refiere a la cabeza de chicharro que les tocaba en la mili para comer. “Las familias lo pasaban mal porque a los jóvenes nos llamaban a quintas y duraba mucho el servicio: éramos más correosos. Con más alimentos y caprichos la gente hoy enferma antes.” Seis pesetas costaba un producto contra la sarna, ocho mil un coche Hispano-Suiza, cinco pesetas un billete de butaca para ver y escuchar a Concha Piquer, una peseta un frasco de fijapelo, cinco céntimos una hoja de afeitar. “Rascayú, cuando mueras ¿qué harás tú?, tú serás un cadáver nada más.” A Bonnet de San Pedro le prohibieron la canción “porque (apunta mi amigo Martí Gómez en La España del estraperlo) mofarse de la muerte era sacrilegio.”

“No sé, no sé (insiste el temeroso), ¿y si volvemos a las andadas, a la tisis, a la cartilla, los sabañones, al pan negro, al arenque, y al cubo de agua?”. “Y Europa (observo con una sonrisa) dónde queda Europa en este esquema?” El alcarreño me mira como si Europa fuera la Atlántida o algo así. Es la inseguridad, el temor a los fantasmas del pasado. “España es la historia de una inseguridad”, escribió Américo Castro. Y Galdós en Fortunata y Jacinta: “La inseguridad, única cosa que es constante entre nosotros”. ¿Quién no se siente de pronto inseguro con todo lo que hemos vivido y sufrido? Puede que por dentro seamos los mismos, sobre todo los viejos, pero en la superficie el panorama es otro cambiado por la mejora de las condiciones de vida, el dinero, la democracia parlamentaria y la pesadilla de la televisión. Apaga la tele y abre los ojos, enciende la vida.

 

 

La Paramount

 

El monte Ocejón, allá donde alcanza la vista, igualito al de la carátula de la productora de cine norteamericana, sin semicírculo de las estrellas, es mi Paramount particular. Columnas de humo que tanto me recuerdan a las películas de indios. Candi, de mono azul, acompañado de su nuevo perro, varea aceitunas. Como decía aquel profesor de pintura: “El paisaje no tiene pierde: arriba azul, abajo verde”.

Traigo saludos de los cuervos de Bosnia para los cuervos de El Tejar. Un silencio más depurado que nunca. Algún galgo en lontananza, en la llanura. La Castilla del chopo (lo vertical de Ortega) y el galgo (lo horizontal).

Paella, repollo, vino blanco de Morata de Tajuña con Anselmo en su casa. Está solo. ¿Luisita? “Tiene cáncer de hígado, Manu, es irreversible”. Me cuesta seguir comiendo: “Quien gobierne esto, sea Dios o el diablo (protesta Anselmo lloroso), no debería consentir que una persona tan buena, que goza haciendo el bien, vaya a morirse”. “¿Cómo está?” “Algo barrunta, se siente rodeada de demasiadas atenciones”.

 

 

 

La grana

 

“Esta lluvia le viene bien a la grana”, asegura Ramiro, un hombre pequeño y encantador. En efecto, por todas partes ondula la alfalfa. Nos atraen, y no sólo aquí, las teorías sobre túneles secretos, pasadizos, laberintos, vías de escape para noches sicilianas, el supuesto túnel medieval de Torija a Fuentes de la Alcarria, el túnel de Cañizar a la Torre. La historia de España se presta a la existencia o a la imaginación de los túneles y subterráneos, necesarios para huir de la quema y esconder tesoros.

He encargado las dos boinas del premio del Torneo de Mus a Paco Valderrama, colega y amigo de Vitoria. Paco sólo tiene un defecto: no soporta los pájaros. Lo mismo le ocurre a Silvia, la doctora del realismo mágico.

Una mujer joven ha venido a suicidarse de cara al valle, a pocos metros de El Tejar. Candi descubrió un coche aparcado durante varios días junto a la curva, a la entrada del inglés, y dio parte a la Guardia Civil. En la breve batida que siguió dimos con el cuerpo de la mujer, tieso, yerto, a la que su familia dio por desaparecida. Se había tomado un tubo de somníferos. Sostenía Camus que el suicidio es el único misterio filosófico de la vida. La infortunada joven no era de aquí. Misterio en la elección del lugar para la voluntaria despedida del mundo. La última mirada a Hita, a los olivares, a la cordillera del Ocejón, el lento efecto de la droga…Con tan triste motivo El Tejar de la Mata sale en los periódicos. Guardo un recorte del Diario de Cuenca con el despacho de la agencia Efe.

Almuerzo con las mujeres de Cañizar, tan solícitas en el Campeonato de Mus. Se desviven para dar de comer a los invitados-participantes, que se hacen lenguas, como no podía ser de otra manera, de la pulcritud de los platos y la calidad del servicio. La verdad es que con Ana Mari a la cabeza, su labor desinteresada nos conmueve a todos.

Un día caluroso en El Tejar. Estamos en el café cuando llega Pedro con la noticia: incendio en el llano de Torija. En efecto, el viento nos trae un olor a alfalfa quemada. El llano en llamas, como en Rulfo. Por la parte del inglés sube hacia el cielo una humareda negra, espesa. Llegan en vuelo bajo y apresurado las avionetas de extinción que lanzan el líquido sobre el alfalfal. ¿Se dirá alfalfal? Una colilla desde la carretera y arde el pasto.

Me llama la atención el cuidado con que Fermín apaga sus colillas al borde de las carrascas: un golpe de pie seco y profundo con retorcimiento de los restos del pitillo. Es un profesional. El helicóptero lleva una enorme bolsa roja como un vientre marsupial, quién sabe si agua tomada de una piscina, y arroja el líquido sobre el campo incendiado. El humo se dispersa. El fuego es noticia en todos lados. La naturaleza calla, ignora el bien y el mal, deja al hombre a merced de su miseria. Es el eterno retorno: todos los años con sus incendios y sus venganzas.

Jesús Campoamor rememora algún episodio de la guerra. “Yo era muy pequeño. Oí unos chillidos al lado de mi casa en Guadalajara, en la calle Francisco Cuesta. Me asomé al balcón y escuché disparos. Mi hermana me agarró, me metió para adentro. Mi padre ordenó: “Vámonos a casa de la abuela”. La llamaba siempre doña Sofía, era viuda de un general destinado en colonias, y claro, la trataba de usted. Iba hecha un pincel, con su cinta al cuello y un camafeo en el centro, a la altura de la nuez. A los ochenta y cuatro salía a la calle con tacones.

He estado con Jesús en Atanzón, que también arde en fiestas. Vicente, el alcalde, los concejales, los amigos, se han portado con gran sentido de la hospitalidad. Para hacer la ronda de los pueblos en fiestas hay que tener un hígado soluble en alcohol.

 

 

 

El horno

 

Estreno del horno de asar de Pocholo y Carmen. Luis, el de Francisco, me ha vendido un lechal que hace que nos chupemos los dedos. A Mus, el nuevo perro, da gusto verle correr, enredarse en las aliagas, quedarse de muestra frente a una lagartija. Tengo la imagen grabada de los martirios a los que en mi niñez sometían a las lagartijas, tiempo de crueldad, de incendiar murciélagos y chamuscar gatos. A los murciélagos los clavaban en las puertas de casa y les colgaban un cigarrillo en la boca. Me gustaría creer que es cosa del ayer.

Veo al Pitorro en La Picota: “Medio Bolivia te busca novia”, le informo. “A ver si es verdad”, responde no muy bien convencido. Paga la consumición y se va a vender abono. “Luis, no es bueno que el hombre esté solo…” “Aplícate el cuento, galán”, responde.

El Pitorro se fue una vez con su amigo Soria a Madrid para visitar el Museo de Cera. No consiguió que el empleado de la puerta le cobrara la entrada. Luego se topó con la ventanilla. “Oiga (dijo), hay un señor a la entrada que se ha negado a cobrarme”. “Claro (respondió la taquillera) como que es Alfonso XIII”.

 

 

 

Lluvia de ranas

 

 

Un hallazgo: sopa de ajo en casa de Amparo Aguilar. ¿Y el lacón con grelos de María Ángeles, la Gallega, en Torija? Jesús Rodrigo, el especialista en aguardiente de Morillejo, hombre sabio, me cuenta de las lluvias de las ranas que cayó no lejos de Brihuega. “Yo iba en mi borrico y lo vi. El cielo chupó, succionó a las ranas y las dejó caer”. La última vez que oí de un fenómeno parecido fue en Honduras. Ramón recuerda su leve paso por Alemania en los años de la emigración. “Acababa de cumplir los diecisiete años. Duré seis meses en Alemania. Tuve que pedir prestado para volver. Se me iba todo el sueldo en comida y ropa. Eso fue para mí el milagro alemán.”. “Y mientras tanto yo (responde Modesto) comía sólo con una mano. La otra la dejaba atrás. No había para las dos”: Se ponen de acuerdo con el consejo del tío Rafael, tan filósofo como Luisón: “La vida es un triste paseo. Conviene recordar, para vivir, que hay muerte súbita, instantánea”.

“Sabemos que no va a llover (afirma Jesús, el de Morillejo, padre de Carlos, El Cienti) cuando un agricultor llamado X no toma café para desayunar”. “¿Es que ha hecho una promesa?” “Quiá, hombre, es por ahorrar”.

Jesús le regaló un jilguero a un inglés que vivía en el valle del Tajuña: “Si le abrimos la jaula (le dijo el británico) cantará para mí. Desde la rama, será libre y no tendré que alimentarle”. Lo pusieron en libertad, como hacen los budistas.

 

 

Mus

 

Cuando entro en la taberna y veo a los musolaris en sus mesas, a los parroquianos en sus lugares habituales, al comienzo de la barra, entre otros Eusebio y Cristino, por en medio andan los Tejeros, Pepe el pastor y Antonio, Anselmo, Jaro y su hermano Camarín (se parece a Tamales), Candi, El Semillas, que ha entrado dando voces, Chucho o Nino en la mesa, pienso que el mundo está en orden. Ya lo escribió Unamuno, el del sentimiento trágico de la vida, que tuvo tiempo para ocuparse  en su libro De mi país de un juego tan humilde como el mus: “¡Qué quiere usted! Yo veo poesía en los aldeanos que meriendan y juegan al mus”. Es un juego de envite y baraja española de cuarenta cartas, que ha pasado en poco tiempo de las tabernas, en las que nació, a los clubes exclusivos y los hoteles de cinco estrellas. Para Díaz Cañabate “el mus es el nirvana, es la absorción en el seno de la divinidad”.

 

 

 

 

En mi Vizcaya mi Castilla

Añoranza de la tierra, me refugio en Unamuno, que casó con Concha, una chica de mi pueblo:

 

Es Vizcaya en Castilla

mi consuelo

y añoro en mi Vizcaya mi Castilla

¡oh! si el verdor casara con tu suelo

 

Terminó por exaltar el suelo resquebrajado por la sequía.

Baroja y Unamuno vivieron Castilla y en Castilla al estilo del 98. Pío Baroja soportaba mal a su paisano Unamuno. Le tacha de antipático, dictador, de convertir al interlocutor en “oyente sordomudo”. Sabía de todo “y no aceptaba la menor réplica”. Una cualidad esta muy española, el derecho a hablar, a opinar, a pontificar sin ceder al otro el mismo derecho.

La semana que viene me daré un baño, no de verdor, en mi Beléndiz natal.

 

 

 

Campanas

 

La campana de Hita ha cumplido cincuenta años. Según la tradición popular, un pueblo no es considerado villa si no tiene torre su iglesia y ésta, a su vez, no cuenta con pila bautismal y la llamada de una campana. Las campanas han servido de comunicación entre sus vecinos con sus distintas claves. Paco es campanólogo y me ilustra, de buena gana, sobre la interpretación de los tañidos. El primer volteo se llamaba del Alba, los toques de misa diaria convocaban a los fieles al culto, el de Mediodía advertía a las amas de casa que había que preparar la comida y a los labradores y jornaleros que era hora de desatar el yugo a las yuntas. El toque del Rosario invitaba al rezo en la iglesia, el toque de Oración (la hora del ángelus) era el último del día, para dejar el trabajo y volver a casa.

Luis Monje Ciruelo se queja con toda razón en un artículo de la “ignorancia supina” que existe sobre la flora silvestre de cunetas y ribazos. Anoto los nombres de algunas de esas plantas espontáneas que Luis conoció de chico: chupamieles, ababoles o amapolas, de grama, la avena loca, las malvas, los alfileres, las tamarillas o juagarzos, las mielgas, los rompesacos, las espiguillas, la lecheinterna (la Real Academia la conoce por lechetrezna), los cadillos, la correhuela o corregüela, que tan buen juego le dio a Lope de Vega, el hinojo, las margaritas, la retama, la achicoria, las cardenchas, la cañiguerra, los lampazos, la sonjera, el diente de león, etcétera.

 

 

Los niños perdidos de Ruanda

 

Hace ya más de diez años que llegué a El Tejar. He celebrado el aniversario en Ruanda y Kenia, lejos de La Guardiana y las cantarinas perdices, de mis amigos del pueblo, soñando con una cena en “Chez Campoamor”, en Las Vegas de Masegoso o en La Esquinita de Cifuentes. Una vez más el contraste supera todo lo imaginable. Salgo de un universo casi desierto, eso me gusta de España, país inmenso, abierto, anchuroso, solitario, ventilado, a una de las naciones más superpobladas del mundo, Ruanda.

La diáspora ha dejado atrás a miles de niños abandonados. Muchos de ellos, de corta edad, ni siquiera saben su nombre, ni quiénes son sus padres. Son niños perdidos. He visitado uno de los campamentos de niños extraviados. Lo primero que hacen las enfermeras es ponerles un cartel de plástico en torno al cuello con su nombre, con un nombre. Los niños perdidos de Ruanda se hallan en estado traumático, perdida la mirada, mudos, rendidos de cansancio, deshidratados. Ni siquiera son capaces de facilitar datos sobre su identidad.

 

 

 

Almuerzo triunfal

 

Almuerzo triunfal, enésimo año triunfal en El Tolmo, Brihuega, cabrito y perdiz. La gastronomía (“normas del estómago”, en griego) va a más en la Alcarria. Han sido siglos de desidia y descuido, pero gente como los dos Josés de El Tolmo, Cortijo y “Casquijo”, y Amparo y Abel de Quiñoneros, vienen a poner las cosas en su sitio.

Cena memorable con Isa y Joaquín: chipirones, gallina en pepitoria y unos postres de chuparse los dedos. También frecuento el Carlos III y El Torreón. Al ser hijo de una gran cocinera de Lekeito mi paladar está muy mal acostumbrado, abonado a la escuela de Wilde: “No soy nada exigente, sólo pido lo mejor”.